Como cuando en un día de fiesta, al alba
Hölderlin
Estoy pensando en la palabra terapia.
Estoy pensando en los himnos griegos y en la función terapéutica del arte (terapia, θεραπεία significa cuidado en griego; terapéutico, θεραπευτικός significa el que cuida). Según Pascal Quignard, Posidonio decía que las enfermedades tenían un germen y una flor: a mi madre creciéndole un cáncer en toda la cavidad posutreina o extrauterina, cercana al útero pero siendo ya otra la cavidad, meses después del nacimiento de su primer nieto, mi segundo hijo, un cáncer creciendo por el colon. Las enfermedades tienen un germen y una flor, dijo Posidonio según Quignard.
Esta es la flor.
En un borrador embrionario Enrique Fuenteblanca comenzaba Des-naturalizaciones (Liberoamérica, 2020) de manera celebratoria. Quería comprender lo que ocurría entre su pensamiento y su cuerpo; celebraba el ahí, absoluto límite de su carne, en donde el pensamiento aún podía articular una palabra. Luego hablaba de su espacio: le preocupaba lo que sucedía entre su pensamiento, su cuerpo y los de otros, y esa preocupación era una forma de cuidado.
Ese preludio ha sido eliminado, pero no su fiesta ni su himno.
(Esto último lo escribí, es ya costumbre, cuando escuchaba las nanas que salían del juguete de mi hijo justo antes de ponerse a llorar. Entonces hice con las manos un cuenco invertido que coloqué sobre su cara como una máscara, y repetí, una y otra vez, la misma frase, como un salmo, hasta dormirlo. Esto debe ser un lugar común, sin embargo, este texto es indisociable de las siestas de mi hijo, del cuidado de su cuerpo y del de su madre).
En el libro la fiesta refiere el momento crucial en el que los cuerpos y los pensamientos se liberan de la normatividad que los regula, modela y determina: los poemas se abren a la posibilidad de “un paisaje del cuidado que habite los círculos que el poeta toca”, según Rodrigo G. Marina: el cuerpo como tecnología en sí misma, el tecno que contamina las tecnologías del cuerpo, y el cambio de norma:
“La fiesta es la constitución de un espacio propositivo
situado, al mismo tiempo, en el seno y al margen de la norma”
Rodrigo señala el texto como un híbrido poema-ensayo: el lenguaje de Enrique se articula analítico y filosófico, heredero del posmarxismo y la deconstrucción como una forma de superar las ciencias: porque para naturalizar lo abyecto será necesario hablar no solo así, sino científicamente, detentando ese lugar como un dispositivo contrahegemónico, como una fiesta:
“El lenguaje poético que empleo es un intento de desestabilizar ese sistema, de esconder en la proposición preguntas, en el significado aparente sentidos múltiples, abiertos, contradictorias en sentido y forma”
La función terapéutica o catártica del arte es la que cuida. Esa es también la función de la fiesta: la catarsis terapéutica. Una fiesta es el lugar para la venida de lo sagrado, y en los poemas de Enrique se realiza esa función que teje comunidades a través del lenguaje; a través de un secreto y de un momento de éxtasis, como un himno a la colectividad o una invocación, un llamamiento. Por eso su poesía es hímnica en un sentido griego arcaico: porque establece una invocación a la colectividad y porque teje las redes de cuidado que conforman la política, su comunidad:
“al imaginar el deseo (de ser cuidado)
explota la fiesta
y nos reunimos todos para hacer vudú
y bailar alrededor de un hueco”
Un germen es el dolor en la espalda o el dolor en la tripa tras la cesárea, o el dolor quirúrgico de la extirpación de un pólipo canceroso. Seguramente, Eva cuida su cuerpo en pilates y mi madre cuida del suyo al ejercitarlo. Eva cuida el cuerpo de René en su pecho, cuida de su cuerpo en rehabilitación, mientras toma el sol, cuando se pone cremas y ungüentos. Cuando me dice que me pele, cuando me dice que me afeite está cuidándome. Pienso en la palabra rehabilitar literalmente como “habilitar de nuevo ahora, después de un accidente de tráfico” en el que alguien que iba detrás de Eva la golpeó con el coche y mi hijo (la flor), en su segundo golpe (el primero, también en una rotonda, cuando no contaba con dos meses intrauterinos, la hizo sangrar como una regla abundante; en las ecografías aparecía un hematoma —el germen— del tamaño primero de un guisante que luego creció para ser una mancha de dos centímetros que sangra en el útero). Pienso en la palabra rehabilitar como habilitar de nuevo ahora para el trabajo productivo, es decir, como una manera más de estirar los cuerpos hasta romperlos: el hombre no paró ni 15 minutos, firmó los papeles sin rellenarlos (mi hijo, me lo contó su madre, lloraba sin parar) diciendo que lo sentía, lo sentía pero tenía que irse.
Cuento todo esto porque el cuidado no es una palabra vacía: la función catártica del arte en Grecia no se reducía solo a las tragedias, que como dice Quignard, presentaban el síntoma y lo aislaban, expulsándolo de la ciudad como un pharmakós (φαρμακός, remedio), como un chivo expiatorio, sino también en los himnos, a modo de fundación comunitaria en donde se oye la voz del coro, que representa al pueblo, en la fiesta, para pedir los dones de la colectividad:
“que todo cuerpo
sea la misma materia
el mismo tejido compuesto de mil partículas
[…]
para que las palabras que entren sean mi cuerpo
y que sea mi boca la que las enuncie
como en un mito antiguo”
Así, “este primer libro es una fiesta” según Rosa Berbel, y tiene razón. Dice: “los versos desbordan sus propios límites e inauguran un mundo en el que los cuerpos, las palabras y las relaciones se vuelven más libres y estimulantes, [como en medio de un baile]”. —Interrumpo este baile porque mi hijo llora. Escribo con ansiedad; lo veo por el interfono, gateando casi, reptando por la cuna hasta la cama, interrumpiendo cada análisis para cuidar de que no se caiga hasta el suelo—, y sigo: la fiesta es el lugar en el que se toma consciencia del cuerpo y se inventan normatividades alternativas y nuevas racionalidades de lo abyecto, normas y razones que construyan una comunidad en la que realizarse: se trata del cuidado como operación fundamental de la política y de hacer política como única forma de revelar el negativo del pensamiento:
“racionalizar provoca que me sienta solo
y al mismo tiempo construir comunidades”
El himno, como la lírica coral griega, se enmarca en la fiesta. Y es importante que Rosa escriba la contraportada de Des-naturalizaciones, porque varios nexos lo unen a Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018): la misma sensación de abrirse hacia lo desconocido, la misma idea de experiencia en poesía, la apoteosis (ἀποθέωσις, apothéōsis) como experiencia lingüística. Si bien la poesía de Rosa es oracular y futura en el sentido preciso de la creencia como “luminosa fe creativa”, la poesía de Enrique es hímnica. Si “en Delfos inventaban el futuro”, los himnos pindáricos celebraban un lugar inexistente o existente solo para la poesía: el lugar increado del reposo, la venida de lo sagrado como presentación del presente, lo que tiene que advenir sobre las manos pero que aún no es:
“Si mis manos fueran más suaves te gustaría más que te tocara.
Si mis manos fueran más suaves me gustaría más tocarme”
El oráculo y el himno son dos caras de la misma moneda: la que vira hacia el futuro y la que celebra un presente inaudito: la última inaugura una política y la primera señala su realización performativa. De ahí la misma fascinación, en ambos, por el cuidado y por la fiesta. La fiesta como el lugar en el que se da paso al topos para que esta utopía falsa en la que estamos desaparezca y dé paso al lugar concebido como lugar de la verdad:
“Generemos la antítesis que desnuda al discurso
y lo expone abierto
dispuesto a ser mordido
por las bocas que no tienen nombre”
Este libro es una fiesta entendiendo por fiesta el espacio para la venida de lo sagrado, entendiendo por sagrado todo lo que nos compete como seres humanos: el lugar en el que nos desarrollamos históricamente, uno en el que mis hijos crezcan libres para decir lo que aman:
“si la utopía se agota que sea porque ahora sabemos que todo es realizable
no puede existir justicia mientras haya género”
Des-naturalizaciones es una afirmación que empieza por negarse, igual que lo hace un milagro, como la imposibilidad que entra dentro de lo contingente. Des-naturalizaciones opera en realidad como una naturalización: es ocupar el espacio de la naturaleza y, con ella, la de sus operaciones fundamentales. Es una aserción que se afirma negándose: una forma de hacer más visible el término que se niega: un término que se afirma en el propio proceso de la negación, precisamente porque es negatividad:
“Esto es un secreto, pero cuando teníamos 12 años algunos de
nosotros nos la chupamos en el lavabo.
Pienso en la cantidad de veces que he jugado con mis amigos
en las que la sexualidad se pegaba a todo como la purpurina.
Tarde o temprano todos aprendimos la lección:
El género debe ser tan duro como una piedra,
tan corrosivo como el ácido
tan impuesto como una violación”
Las preguntas que encabezan cada poema (“¿Qué ha sido naturalizado de mi pelo?”, “¿Qué ha sido naturalizado en mis manos?”, etc.) quieren detentar el espacio de la naturaleza. Des-naturalizaciones hace entonces el camino inverso al de Ángelo Néstore en Adán o nada (Bandaàparte Editores, 2017) y en Actos impuros (Hiperión, 2017). Si Ángelo escribía un drama que tenía que ver con la construcción de una maternidad queer, es decir, de una maternidad desnaturalizada, Enrique deconstruye su propia masculinidad, desnaturalizando así su identidad como una deposición de los privilegios asociados al género, lo que equivale a ponerse en guardia ante su propia palabra; poner el sentimiento, la sensación y el cuidado por encima de lo articulado, entendiendo que lo articulado ha sido en primera instancia articulable porque se han aceptado diversas premisas discursivas cercanas al poder. Ponerse en guardia ante sí mismo, el lenguaje, el género y la propia interpretación del texto es preocuparse por cómo la naturalización de su discurso por parte del poder prodría ponerlo en contra de sí mismo, determinando el espacio de lo decible.
“Lo que ha sido naturalizado en mi lenguaje va más allá de los símbolos que empleo y de la forma lingüística: lo que ha sido naturalizado en mi lenguaje (y también en mi pensamiento) es, por un lado, el carácter de los enunciados que pronuncio, pero por otro, y esto es lo realmente peligroso, la interpretación de sus sentidos”
Estoy pensando en Rubén, a quien me dejaron a cargo hace una hora, junto a su hermano y dos compañeros del colegio, para que hicieran un trabajo. Estoy pensando en cómo Rubén saludó, infantil, rápida y ruidosamente a René, y en cómo lo derpertó de su cuna llorando, como demostrando a sus amigos lo que lo quiere. Estoy pensando en cómo me enfadé cuando debería de haberlo visto como un avance de la humanidad: su forma de afirmar su género de niño varón heterosexual blanco fue mostrarse en público amando a su hermano, el de otro padre que igualmente lo quiere, cuando hacían un trabajo de biología.
Estoy pensando en el germen y en la flor de Posidonio, y así se lo digo a mi madre. Ella me responde que no, que la única flor de la enfermedad es su cura y que su nieto es un fruto.
Nada ha sido naturalizado en este amor:
“clausurar hablando de amar mejor
o mejor
clausuro amando
como lo harían dos cuerpos desnudos
asomados a un mar
azul
semilla de amapola”
Estoy pensando en los himnos griegos como una invocación y un llamamiento profundo de amor y cuidado.
Lector, profesor y padre. Ha trabajado como transcriptor de textos digitalizando palabras. Se ha especializado en literatura cubana, a la que dedicó un ensayo sobre el sistema poético de Lezama Lima y una disertación sobre La carne de René, de Virgilio Piñera. Ha participado en el poemario colectivo a ocho manos Plural de habitación (Online, 2015) y ha publicado algún poema en Digo.Palabra.Txt.