Carta abierta a Annie Ernaux tras ver Les années Super-8

Hace unos meses comencé a escribir una carta a Annie Ernaux. Había visto el documental Les années Super-8 y pasado parte de la película tomando notas, poseída por la presencia de Annie y sobre todo por su voz. Como sucede con tantos textos dejé el borrador durmiendo, a la espera de continuarlo algún día, y ahí se quedó. Hasta hoy.
Hace unos días mis queridos Adrián Fauro y Álex Sellés anunciaron que Poscultura se termina. Pese al shock inicial y la tristeza, rápidamente me he puesto en marcha (mi mantra: ante el desánimo, acción) y he regresado a aquella carta.
Uno de los primeros textos que publiqué en Poscultura fue sobre mi lectura de Perderse, la historia de (des)amor y sexo de Ernaux con S., un funcionario de la embajada rusa en París. Hoy, con esta carta al fin terminada, cierro el círculo, tiendo la mano para bajar esta persiana y sigo predicando la religión Ernaux.
Porque Ernaux, como Poscultura, es para siempre. Porque Ernaux, como París, no se acaba nunca.

Querida Annie,

¿Cómo es posible que la primera vez que leí un libro tuyo no me gustase? ¿Cómo es posible que con el segundo me sucediese lo mismo? ¿Y cómo es posible que, diez años después, no haya dejado de leerte, aplaudirte, identificarme contigo, hablarte desde la lectura y esperar, con el ansia de una niña, cada traducción de tus novelas?

Regresé a ti con El uso de la foto y ahí, entre las ropas en el suelo, las cicatrices y el sexo, te convertí en uno de mis mitos. Subida a este altar profano de mis admiraciones irreductibles compartes cosmogonía con otra ilustre virtuosa de las letras francesas: Marguerite Duras. Tú, a quien reduccionistamente señalan como la dama de la autoficción, seguro que bebiste de los elixires durasianos más íntimos. Sé que rechazas la etiqueta, que la transformas en “etnología” de ti y que este boom en el que navegas, no sé si más plácido o inquieto ahora que tienes el Nobel en casa, te resulta pavorosamente extraño. ¿Llegará una autosociobiografía sobre cómo viviste el momento en que pronunciaron tu nombre una vez se abrió la puerta blanca?

Hasta ahora te leía inventándote un acento, una cadencia. Te había escuchado en entrevistas sin entenderte (je ne sais pas française) y no imaginaba como pronunciarías tus libros. Pero hace unos meses pude ver Les années Super-8 y ahí se iluminó sonoramente el trazo de una constelación. Eras tú narrándote a ti. 60 minutos de escritura en imágenes a medio camino entre la crónica, el ensayo y la poesía. Escucharte a ti decir de ti: “La mujer de la imagen siempre parece preguntarse por qué está ahí” me removió y me empujó a tomar conciencia de que mi propia falta de imágenes en movimiento era la única barrera empírica que me impedía aullar existencialmente contigo ese casi-grito, ese “¿por qué estoy aquí?”.

La película de tus películas, tu (¿su?) película, en esta segunda vida en la que no sólo captura tu vida sino que “la cuentas”, recorre tu intimidad y, al igual que tus obras, la vida íntima del mundo: el Chile de Allende, la España post-franquista, un Moscú del que no puedo abstraer la historia de S. (anacrónica entonces, lo sé, pero ¿cómo no llevarla allí después de leer Perderse?), y el delirio multipropietario al que abocas tus propias contradicciones. Te preguntabas: “¿Qué hacer con el nuevo tiempo que recorre nuestras vidas?”, y escuchaba a medida que el metraje avanzaba tu voz cada vez más cercana a la de La mujer helada, la mujer que iba congelándose a cada conquista de la vida familiar burguesa, a cada doble nudo del corsage de la siempre hija, ahora esposa y madre, y profesora, y escritora de, en tus palabras, “novelas violentas y rojas como la vida”.

Ver desde el hoy, más allá del celuloide, tus folios mecanografiados de entonces justo antes de aterrizar en casa Gallimard, tuvo para mí algo de fetichismo. Quería romper la cuarta pared y, cual Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo, sentarme en tu mesa de trabajo, desplegar las hojas y descifrar(te) íntimamente, partícipe contigo pero invisible ante tu familia (¡qué impresión tan extraña “ver” a tu madre! –“lejos de su mirada llegué hasta el fondo de todo lo que me había prohibido”-).

El (des)orden en el que he ido leyéndote, al remolque de las traducciones al castellano y catalán, ha construido en mí una (tu) cronología llena de saltos adelante y atrás. A través de tus obras he seguido la historia crítica de tu país (sobre todo en Los años y en Mira las luces, amor mío) y no sólo me he indignado contigo sino que, al igual que tú, me he cuestionado mi posición en el mundo (mujer, blanca, clase baja) cada vez más crítica con un entorno social y político desasosegante. Tus reivindicaciones y rebeldías, el espejo lúcido de una sociedad que tanto clama contra el sistema sin llegar a romperlo como se acomoda en los huecos que este le deja, culminan con las palabras de tu diario de los sesenta recuperadas para tu Discurso de aceptación del premio Nobel: “Escribiré para vengar a mi raza”, tu eco del grito de Rimbaud: “Soy de raza inferior por toda la eternidad”.

En tus libros he seguido también el otro tú, el tú íntimo, el tú que completa las elipsis, el tú que se narra impúdicamente, el tú que es la niña con todos sus desconciertos (“nací porque mi hermana murió”), la hija que menosprecia a sus padres mientras cincela un abismo a partir de la lectura y el aprendizaje intelectual, la joven ante un futuro soñado a punto de abortarse, la esposa ante el vértigo, la mujer que se culpa por su “esquizofrenia” social y por la traición a su clase, la mujer que se duele ante las humillaciones y el desamor, la mujer contradictoria que se desconoce y reconoce ante sus propias emociones (la mujer ocupada), la mujer tambaleante que se sostiene cuando concede materialidad a sus obsesiones, la mujer-furia que huye de la amabilidad en pos de la honestidad, la mujer deseante que se empapa del unamuniano sentimiento trágico de la vida a través del sexo, la mujer enferma que teme no volver a ser deseada. La mujer que escribe por y desde ella, a menudo a pesar de ella, y siempre para nosotros, para mí.

Leerte, Annie, recorrer contigo todas las edades de tu vida, es sentir que me hablas. Y ahora, después de ver Les années Super-8, después de conocer tu tono y tu cadencia, después de reconocerme en ese tan (¿femenino?) rol de ”guardiana de las imágenes familiares”, no puedo dejar de escucharte al leerte. Eres un eco en tus propios libros, el eco irreverente del espejo, el eco de la crudeza y la impiedad, el eco del transcurrir del tiempo, el eco de la carne envejecida en un mundo cada vez más “racionalmente” (sic) monstruoso. El eco de tu turbación que es la mía. En esta época tan posmo no hay nada más moderno que leerte en tus historias de ayer. ¿Cómo lo llamas tú? “Esto no es una biografía, ni una novela, naturalmente, es quizás algo entre la literatura, la sociología y la historia”.

La Academia sueca legitimó esa forma tan tuya de narrar el mundo mientras te desnudas, ese tu “yo” transpersonal, dándole a todo ello la pátina de la alta literatura. Tus lectores, yo, tus fieles, ya sabíamos que cada vez que abres tu cajón de la memoria y extirpas, exhibes y comprendes tus desgarros, hay una invitación a descifrar el mundo gozosamente literaria. Tus lectores, tus fieles, yo, ya sabíamos que tras tus luchas con el pasado recibimos un alud de frases-aguijón con las que tejes un itinerario cartográfico-literario desde el que contemplarte escrita. Tus lectores, yo, tus fieles, ya sabíamos que cuando escribes tu vida escribes “la” vida, que tu yo singular interior es un yo singular universal, que cada hecho íntimo desvelado trasciende hacia una verdad literaria absoluta. Tus lectores, tus fieles, yo, ya sabíamos que tus libros son una caja de resonancia de tu memoria, de la fragmentaria memoria de tu realidad, a partir de la cual, literariamente, escuchar(nos).

Desde la intersección entre lo familiar y lo social, desde la confluencia entre el mito y la historia, desde tu escritura de la experiencia y/o la compasión, te acompaño en ese vengar nuestra raza y nuestro sexo. Leyéndote palpo esa necesidad de reparar la(s) injusticia(s) del nacimiento desde el azar que me sitúa algunos libros tuyos delante y la voluntad de ir tras otros. Leyéndote admiro de nuevo esa valentía tan Ernaux style de poner en peligro la unicidad y la coherencia de/en tus obras. En El hombre joven escribes: “He querido escribir como si tuviera que estar ausente cuando se publicara este texto. Escribir como si tuviera que morir y ya no hubiera jueces”; yo te leo del mismo modo: con la sed de una morituri ante la atónita mirada de los “sabios”. Y me río contigo en ello.

Termino agradeciéndote de manera explícita el compromiso político que hay tras cada una de tus frases. Afirmas que lo “indecible social” perturba el orden instituido y socava sus jerarquías, y es también por eso por lo que seguiré leyéndote, para entrar una y otra vez contigo en ese “lugar de emancipación”, mítico pero alcanzable, que ya nadie puede arrebatarnos: la literatura.

Gracias por tanto, Annie.

Tuya,

Gema


Coda 1: He vuelto a leer los primeros libros que te leí. Y, como suele decirse, no fuiste vos, era yo.
Coda 2: Las novelas de Annie Ernaux en castellano están publicadas por Cabaret Voltaire y Tusquets, y en catalán por Angle.

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