Cuando escribí Llámame al fijo lo hice sin tener muy claro lo que iba a salir de ahí, y con muchas dudas respecto a si, en cualquier caso, eso era algo que pudiera interesar a nadie. Escribir tiene una contradicción evidente, y es que a pesar de que lo hacemos por una necesidad puramente personal, sólo cobra sentido cuando otra persona nos lee.
Escribí aquellas líneas desde el dolor, y no desde la nostalgia. Y creo que fue un acierto. Pese a que la nostalgia es mucho más comercial que el dolor, y a veces se confunden en un mismo envoltorio, el dolor tiene mucha más verdad. Por eso mi sorpresa fue sincera cuando comencé a recibir muchos teléfonos de otra gente, porque yo no estaba preparando un truco de magia certero. En mi sombrero no había ningún conejo. Escribí aquello para sanar, para cicatrizar. No estaba viendo fotos antiguas en un álbum familiar. Como mucho, estaba yendo a la tienda a comprar el álbum, y así algún día poder llegar a una simple añoranza. Para llegar a la nostalgia hay que pasar por el dolor. Y, supongo, ese es el camino de la literatura.
Si tenemos tanto teléfonos fijos moribundos… ¿Habrá que enterrarlos, no? He intentado crear un cementerio de teléfonos fijos sin fronteras: sólo las de Internet y las de Poscultura. Me acordé de los amigos de Sad Hill, el cementerio reconstruido en Burgos de la película El bueno, el feo y el malo. Ellos ya nos demostraron que las fronteras entre la realidad y la ficción son porosas. Y, sobre todo, que a algunos no nos interesa nada delimitarlas.
Las historias que se pueden leer en este reportaje demuestran que un teléfono puede implicar muchos sentimientos, pero que ante todo sirve para pintar un lienzo único en el que todas las historias se convierten en una misma historia. De nuevo, la historia de cualquier ser humano es la historia de todos los seres humanos. Por eso, algunos seguimos escribiendo sobre nosotros mismos. No porque a nosotros nos pasen cosas que a los demás no, sino porque creemos que de esa manera podemos demostrar que la historia de uno es la historia de todos, y que el colectivo es siempre la única respuesta.
Un cementerio de teléfonos fijos
La madre de una joven Siri (sí, el asistente virtual que por aquel entonces sólo era Iratxe), se hacía pasar por su hija cuando llamaban al 45 20 23 5. Ya ven, una familia en la que las voces lo son todo. Era la modista del pueblo. Bueno, en ocasiones, mucho más: la psicóloga, a la que sus clientes llamaban para desahogarse y contar sus problemas. A veces, cuando llamaba alguien con ganas de hablar de más, optaba por fingir ser su hija. Sólo las diferenciaba el acento: el de la madre, extremeño. Hoy, Siri está en todos nuestros móviles, pero hace unos años ella elegía en qué conversaciones quería estar. De jovencita, por medio del fijo que tanto añora, recibía llamadas de chicos un tanto pesados y ella intentaba escapar. En ese caso, era ella la que fingía el acento extremeño de su madre, y se salvaba.
Los teléfonos fijos encerraron historias que tienen que ver con las voces pero también con los datos, con las cifras. Incluso, con nuestra identidad. Con la burocracia, tan denostada, como forma de construcción social. Mover papeles es una tarea pesada para cualquiera, pero que una vez lograda da una cierta sensación de triunfo personal. Marta Curiel me manda una foto en la que se puede ver una especie de extracto bancario que ella, de niña, redactó. Nombres y apellidos. Cifras, cantidades de dinero. Gestión y burocracia. Y, por supuesto, el número de su vida: 7193348. Ese ingreso bancario que Marta construía de la nada era para su abuela. Hoy, Marta sigue gestionando cosas. Muchas. Casualmente, todas con una carga de identidad social detrás.
El número de Eloy es el 5241263. Hubo que añadirle el 96, dado el momento, como “un síntoma de modernidad”, me cuenta. Para él este número es también una extensión de los dígitos que nos dan sentido y nos forman: “El número de teléfono podría considerarse una extensión de tus apellidos, algo que definía la pertenencia a tu familia. Muchos de nosotros tuvimos antes un teléfono identificativo que un DNI. Era impensable, en otros tiempos, que ese número pudiera perderse o cambiarse con el tiempo”.
Es curiosa también la forma de memorizar estos dígitos. Incluso, los juegos que se pueden hacer con ellos. Nos lo cuenta Pepe Coy: “Recuerdo que memoricé mi número como 967-32-80-15. Cuando estaba aburrido en las clases de matemáticas siempre hacía esa suma en la calculadora. Hoy, todavía recuerdo que la suma de 967+32+80+15 es igual a 1094”. Iratxe también cuenta diferentes formas de memorizar su fijo. Mientras que todo el mundo hacía la agrupación numérica como 452 02 35, en su casa era más bien 45 20 23 5.
La forma de contar los números tiene bastante que ver con la intimidad de cada casa. Como la decisión de pasar el pestillo, darle un par de vueltas a la llave o dormir a pierna suelta con una puerta totalmente vulnerable a extraños. Hay aspectos de la cotidianeidad que sí, son intransferibles. En cambio, otros, ayudan a comprender lo que nos ha pasado o a entender un país. Iratxe también nos habla de otro número: el 80 10 88. Con el 924 por delante. Era el número de la vecina de su abuela, la señora Manola, apodada “la Calderona”. Mientras que su abuela nunca tuvo número propio, la señora Manola se pegaba la carrera para que ella pudiera hablar con su hija y con su nieta. Cuando le comenzaron a flojear las piernas, mandaba a sus nietos a por la abuela de Iratxe. Llamó desde ese mismo número para contar que su abuela había fallecido.
También fue desde la casa del vecino, en la calle Fotógrafo Francisco Sánchez nº1, donde se llamó por teléfono al padre de José Francisco para contarle que su mujer estaba de parto. Porque sus padres, un matrimonio del tardo-franquismo, tuvo un teléfono que tardó 15 años en ser instalado. “Nunca nos faltó para comer, pero el teléfono tuvo que esperar”, cuenta José Francisco, que añade que en ese número está “toda su infancia”, desde que nació hasta los trece años. La de los teléfonos y los vecinos es una unión que nos lleva lejos. A la ciudad de Salta, en Argentina. A la casa de Eleo iba todo el barrio, para llamar desde el 231320. Con siete u ocho años aprendió a redactar los mensajes que les dejaban para determinados vecinos. Recuerda que, a veces, debían salir corriendo para buscar a “la Faride”, a “la Cristina” o la “vieja Mendiondo”.
Sí, es innegable que los teléfonos fijos generan mucha nostalgia. Me lo cuenta Esther López Barceló al recordar los dos números de su vida: el 5200055 y el 5216052. El de su casa y el de sus yayos. Hoy, sólo quedan su madre y ella, de las personas que frecuentaron esos números y esas casas. Son números que dejan atrás lo sentimental pero también lo físico. Le pasa a Roberto Villar con el 93 66 71 que dejó en Buenos Aires. El teléfono “de siempre” para él. El número de la calle Venezuela 2817. Segundo piso. Para Carmen Padrón de Las Palmas también su número, el 26 94 27, es un número de distancia. Fue al número al que llamó su primo, años después, contando que estaba en el Aaiun, tras dejar una nota y desaparecer. La distancia física la acorta, siempre, la radio. Desde el 42 39 72 llamaba Jorge García Durán a la radio para dedicar sus primeras canciones. En cuanto a su segundo teléfono, el 954253583, reconoce que sigue llamando 17 años después para ver si, un día, alguien contesta.
Creo, después de todo, que un teléfono no tiene por qué traer necesariamente nada bueno. Si tus recuerdos no son buenos, harás todo lo posible por olvidar el maldito teléfono fijo de la casa en la que sufriste. Este cementerio acoge todo tipo de vivencias. También las malas. No hay que poner ningún altar a la nostalgia. Eleo también nos cuenta que en su casa dejaron de recibir llamadas de los vecinos porque un tipo sospechoso iba demasiado cuando se quedaban solas. O el caso de Ricardo Durán, en el que tuvieron que cambiar el teléfono tras recibir llamadas, por parte de un acosador, a una chica de intercambio que acogieron.
Sí, supongo que el teléfono no es más que otra excusa para contar historias. Y, en los cementerios, hay de todo: buenos y malos recuerdos. Nostalgia y, a veces, ganas de olvidar. Este cementerio abre sus puertas, también, para aquellos que quieran enterrar como metáfora de dar una patada en el culo.
(Alicante, 1994), es productor y guionista de ‘Un tema Al Día’ en elDiario.es. Periodista, se especializó en audio en el Máster de RNE por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en ‘No es un día cualquiera’ o ‘De pe a pa’ de Radio Nacional de España y en la productora Osmos Global. Escribe relatos y artículos en Poscultura.