un árbol vulgar I
un árbol vulgar II
VII.
A la escuela entramos vírgenes, es decir, no tocados por nadie, ni siquiera por nosotros mismos: apenas sabíamos lo que era el placer. No existía la masturbación. El hedonismo como movimiento filosófico de disidencia llegó en el instituto. Pero yo siempre he sido una niña precoz. Si nadie había palpado mi carne, ¿por qué no ser golpeada? En la humillación, como en un sistema de pleitesía, había una respuesta corporal. Nos arrodillábamos y pedíamos no más, por favor.
El golpe, escaso, no era lo peor. Una señal morada en la piel de los infantes es un icono de martirio, alarma y ejecución. Los infantes son los primeros que reconocen sus estigmas, por eso, unos se cubren entre otros. El dolor se fue. Ya nadie palpa esta roncha invisible que crece como una sombra de tiempo. La noche es más lista que yo porque sabe que parirá crías y dará ramificaciones y azucenas de las que germinará un tabú.
Porque mi dolor es azul, ahogado óxido de la memoria. Los recuerdos también fueron vírgenes una vez y tapan las heridas de la capa sensible del cerebro. Nos insultábamos y mordíamos, defensa propia, nos matábamos células, amputábamos cuerpos y candidez. Y siempre regresábamos exhaustos a casa, devorábamos la comida y hacíamos los deberes sumisos.
La rutina del campo de batalla nos hizo un poco más adultos en cada recreo.
VIII.
“Las mangas quedarán hechas jirones de tanto arremangarse”
Wislawa Szymborska
La arena del coliseo era una segunda piel. El animal, envuelto en un sudor candente, afilaba los dientes en las rocas que rompían en dos el campo. Porque la naturaleza nacía frígida desde el látigo del gladiador, un puño de piedra y venas alzado hacia espectadores demandantes de afrenta. Pocos segundos separaban la lucha de la muerte. Entonces alguien corría, una sirena demoraba el combate y siempre las amenazas quedaban en auspicios.
Llegaba al lavabo cinco minutos antes de entrar a clase, con la cara cubierta de chorretones de polvo y feromonas. Bebía del grifo y la mitología me empapaba la camiseta, algunas costillas sin senos. Había que subirse las mangas, los arañazos del juego y la mugre de la educación pública rodaban como Sísifo hasta el desagüe. Las cañerías jamás funcionarían. Me enjuagaba la boca sin aspirar al espíritu de los felinos, restos de comida caían desde dientes de leche salvajemente aferrados a la boca.
Ya todos estaban sentados a los pupitres y cierta profesora pedía atención porque la clase había comenzado y yo había llegado tarde, oliendo a conflicto y con las mangas dadas de sí. Debajo, el animal se escocía.
(Madrid, 13 de octubre de 1998) ha estudiado Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid y disfrutó de una estancia becada en la Università degli Studi di Trieste (Italia). Libros publicados: Ars Moriendi (Diversidad Literaria, 2018), Historias de Clavículas (Domiduca Libreros, 2020) y Ventana Abierta a Nadie (La Equilibrista Editorial, 2020).