The Paris Review o el arte de la ficción

Si tienes una herida en el brazo y hurgas en ella con inquina, puede que te encuentres, sin quererlo, con el hueso. Escarbar en lo ajeno nunca es bueno. Pero, sí lo haces, que sea aceptando las consecuencias de tu propia acción. No vale la pena andarse con rodeos. Las preguntas, como las heridas, nunca son del agrado de todos. Y, por desgracia, el ser humano en su esencia más primitiva y salvaje es un mar enrarecido de preguntas sin resolver.

Todo esto lo supieron hace un tiempo los fundadores de la que es, a día de hoy, una de las principales revistas literarias del mundo; casi nada. The Paris Review, tal y como se le conoce en el mundillo, no se ha optado por traducir –menos mal- esta hermosa combinación de palabras, es un bastión contra las mentirijillas que revolotean alrededor de la creación literaria. Nació con un propósito firme: escuchar las voces de los protagonistas envueltos en el acto creativo. Nada de luchar por la verdad, desmontar los mitos que a todos nos gustan o elucidar el genio que se esconde bajo la pluma de una brillante prosista. Lo único que importaba era estar allí, tomar constancia, y en algunas ocasiones, salir pitando. Las opiniones o juicios estéticos no formaban parte de su credo, y no había preferencias temáticas o preguntas incomodas. Si el escritor optaba por no contestar, solo tenía que decirlo. De hecho, la entrevista bien planteada es un arte del espacio, el silencio y la reflexión.

George Plimpton, Peter Matthiessen y Harold L. Humes, fundadores de la revista en la remota década de los cincuenta, aceptaron un reto nada sencillo para la época. Formarían un equipo de jóvenes reporteros y editores bien repeinados para llevar a cabo una noble labor. Entre ellos figuraron, en sus primeros días, autores como William Styron (Las confesiones de Nat Turner, Capitán Swing, 2017), Terry Southern (El cristiano mágico, Impedimenta, 2012) o James Salter (Años Luz, Salamandra, 2013). Parapetados bajo un aura de glamour, recién horneada en la fábrica universitaria de la Ivy League, Plimpton y los suyos, porque él era, a fin de cuentas, el que manejaba los asuntos, como siempre suele suceder, se plantaron en las casas, (¡como lo oyen!), de las figuras más representativas, respetadas, reverenciadas, amadas, leídas, adoradas, odiadas, de las orbitas literarias de medio mundo. Fue un ejercicio osado, demencial en algunos casos, y a mí parecer, absolutamente fascinante. Para que el lector se haga una idea de la “voces” que fueron capaces de atrapar estos jovencitos repeinados, a través de unas serie de entrevistas, estamos hablado de su sección The Art of Fiction, citaremos solo algunos de los nombres que han aparecido desde el primer número de la revista (1953) hasta nuestros días: E. M. Foster, Graham Greene, Alberto Moravia, Georges Simenon, Dorothy Parker, Ralph Ellison, William Faulkner, T.S. Eliot, Isak Dinesen, Lawrence Durrell, Truman Capote, Nelson Algren, Ernest Hemingway, James Jones, Saul Below, Jean Cocteau, Blaise Cendras, Louis-Ferdinand Céline (¡ojo!), Saul Bellow, Simone de Beauvoir, Allen Ginsberg, Henry Miller, Mary McCarhty, Ezra Pound, Jack Kerouac, John Cheever, Joan Didion, Joseph Heller, Jean Rhys, Anne Sexton, Eudora Welty, Raymond Carver, Milan Kundera, William Maxwell, Manuel Puig, Harold Brodkey, Camilo José Cela, Don Delillo, Mavis Gallant, Alice Munro, Mark Stand, Susan Sontag, Amy Hempel, Kenzaburo Oe, Emmanuel Carrère, Lydia Davis, Janet Malcolm, Luc Sante, Joy Williams…

La lista es interminable y no pretendo abrumar; ni muchos menos. Mi objetivo es simple. The Paris Review nos ha dejado uno de los legados más impertinentes del siglo XX, y necesarios, sin duda, al extraer de la boca de los propios escritores lo que ellos pensaban de su obra, de su forma de trabajar o de sus preferencias cuando tomaban el café. Su mirada desvergonzada, valiente, hasta cierto punto, dado que el propósito, insistimos, no era juzgar la obra literaria, sino dialogar sobre ella y sobre su construcción, representa uno de los patrimonios más lúcidos que recorren hoy la enfermiza y pantanosa red; y muchos, incluido el autor que les escribe, lo dejamos pasar por alto mientras acudimos, a voz en grito, a talleres literarios para saber cuál es el mejor modo de iniciar un cuento y no sucumbir en el intento. Por desgracia, nadie nos puede asegurar que nuestras creaciones valgan lo más mínimo.

Las preguntas que formulaban los astutos periodistas y escritores, que todavía hoy constituyen el núcleo duro de la revista, otean ciertas verdades, a veces incomodas, sobre la intangible tarea del creador. Y, menos mal. Si, por poner un ejemplo, leemos la entrevista que Annette Grant le realizó a John Cheever, en una primaveral mañana de 1969, descubriremos a un autor que, a pesar de su evidente genio en el manejo de las relaciones matrimoniales, solo con leer uno de sus cuentos se percatará rápidamente el ávido lector de su capacidad observadora en lo referente a la vida conyugal, sin embargo, duda en las respuestas cuando Grant le pregunta al respecto, y ofrece una cantidad ingente de rodeos –muy necesarios- para no dar solución a un problema que, por otro lado, es inútil resolver. En otras palabras, en las entrevistas que se acometen en estos días a escritores de toda índole y pelaje, y que pululan por internet como mariposas sin alas, hallaremos en ellas declaraciones suntuosas y trufadas de falsedades tales como: “para escribir es necesario tener un plan previo”, “solo escribo cuando tengo la primera línea en la cabeza”, “la verdad es fundamental en mi literatura”…

¿Y, cuál es el problema, podrá pensar el lector? Pues la respuesta es sencilla. La vacuidad. La candidez. Lo rampante. Lo inocuo. La sentencia que se eleva como un edificio que no te dejar ver el horizonte que, a fin de cuentas, es lo que te anima a seguir mirando. Solo comprendemos el hecho –cuasi mágico, cuasi misterioso- de la literatura, si aceptamos la multiplicidad de respuestas que nos conducen inexcusablemente al circo de contradicciones que es la vida humana. Y The Paris Review no quiere respuestas, más lo que pretende es alcanzar nuevas preguntas que hacer. Sus entrevistas corroboran lo que muchos sabemos y no decimos, a saber: que la escritura es un acto –actividad- inútil en el sentido más amplio y aristotélico del término. De este modo, la creación adquiere y nutre su razón de ser. No hay mapas, ni brújulas, ni trucos. Es un salto al vacío.

Lean las respuestas que da la británica y visionaria Jean Rhys, una escritora a reivindicar por su postura y su claridad intelectual para los tiempos que corren, y descubrirán el motivo de su literatura y, a su vez, de la oscuridad que le envuelve como una capa de mago preparada para realizar un nuevo truco de escapismo. Comprueben las opiniones enconadas de William Faulkner sobre su “portentosa imaginación”, que él afirma airadamente no poseer, y ahora, sin muchos remilgos, compárenlo con cualquier manual o libro sobre literaria universal y hallarán, con gran sarcasmo para el escéptico, que William Faulkner es considerado uno de los escritores más imaginativos de la literatura universal. ¿Estafa?, ¿mentira?, ¿mercadotécnica?, ¿peligrosa erudición?

Nada de eso. Sencillamente, interés. Interés por encuadrar tal nombre en tal época; un estilo con una corriente política; un libro con una generación. En definitiva, pura especulación artística; casi tan peligrosa como la inmobiliaria. Por fortuna, los bastiones se levantan para frenar el aluvión de la insensatez, y The Paris Review sigue realizando entrevistas a escritores, publicando poesía, cuentos y ensayos sobre los temas que les apetece, y, de vez en cuando, recuperan su sección The Art of Fiction, y de ese modo, y sin quererlo, regresa la luz sobre el túnel, porque somos capaces de igualarnos con el creador y compartir su insatisfacción y sus remordimientos, y nos hacemos una pizca más humanos.

No les pido que se suscriban a The Paris Review. No lo hagan si no lo desean, solo les digo que, si acudimos al médico para que nos recete antibióticos cuando estamos enfermos, no está de más saber que la cura para tanto ruido se encuentra frente a nuestros ojos. Solo hace falta mirar. Y mirar no es un acto inocente.

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