Compro oro: Empezar por el flashback

“De mi abuela no heredé

la ropa ni las fotografías

ni siquiera la receta de mi plato favorito

 

De mi abuelo

solo me ha quedado el apellido”

No había pensado nunca en la herencia del apellido. De mis abuelos heredé sus cadenas de oro y las llevo colgadas al cuello. Un cristo, anillos y un elefante. Todo cuelga de ellas por debajo de la camiseta porque me da miedo perderlo. Esa es la herencia en la que siempre pienso: el miedo a perder lo que heredo. También tengo un reloj y una pitillera que nunca uso. No los saco a la calle para no perderlos pero abro el cajón constantemente para mirarlos. Esa es otra de las herencias en las que pienso: el miedo a olvidarlo.

Compro oro (Letraversal, 2020) es la historia de Violeta Niebla en la que cabemos todos. Los poemas son la narrativa de una vida en el barrio. Vivir con la abuela, crecer con la abuela, envejecer sin ella y rodeado de locales de apuestas adosados a los de compra/venta de oro. Niebla habla de sí misma generando ese ansia por releer sus poemas para salir a la calle contando esos locales y compararlos con los que había cuando salía con mi abuela a pasear.

“Antes de que se muriera yo no era tan fotógrafa como

después

y quise mirarla mucho.

Mirarla hasta memorizarla.

Últimamente solo me acuerdo de eso.”

Como oro es también el culmen de la nostalgia. La de generaciones y generaciones de culpables. Ya ves, “después de ir a un colegio de monjas

la culpa es lo que más pesa.”

Con tanta misa a primera hora, la asignatura de Religión, Santos, Salmos, la Virgen, Cristo. Por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa. Tuya, no de profesores fascistas, familiares colocados y un cristo encima de la pizarra que te mira con cara de mártir mientras tú lo miras en un plano-contraplano. Picado y contrapicado. Sales de allí ateo, negando cualquier roce con Dios y una culpabilidad cristiana de por vida. Me recuerdo rezando el Jesusito de mi vida con mi abuela mientras hacíamos la comida “para dos generaciones” y es lo único que volvería a repetir de mi infancia entre uniformes parecidos a los de El Internado y Rebelde Way.

A partir de ahí, el tiempo se acelera y pasas de ser pequeño como el barrio y vivir con ellos, a que los paseos sean empujando una silla de ruedas. Y después: “Todo es eléctrico

en la residencia donde se aparca todo.”

Ahora, hoy, después de más de dos años todo es flashback y yo soy un egoísta que echa de menos ir todos los días a esa residencia a hablar con el alzheimer más que con ella. Así se ha criado la gente que diría muchas cosas  pero que no es capaz porque el miedo a olvidar ya es una realidad. Lo tienes delante. Primero tu nombre y después tu cara.

Cuando la gente me habla de que sus abuelos tienen alzheimer asiento y escucho. Todo lo que cuentan me recuerda a esa señora que me llamaba por mi nombre hasta que dejó de saber quién es ese que la llama abuela y le pregunta si ha comido bien. Menos leyendo este libro, que me ha llevado antes a una época en la que los locales de apuestas eran quioscos y las abuelas te exhibían por la calle con orgullo. Lo que vino después te ataca cuando acabas de leer.

Compro oro es empezar por el flashback. El que vivo constantemente y el que hace que escriba lo mismo una y otra vez. Su mejor reseña es el epílogo de Jorge de Cascante. Recuerdo y educación sentimental. Ha escrito a las abuelas que olvidaron pero que no queremos olvidar. Me ha hecho rescatar la medallita de la virgen, los paseos por el barrio y el olor a residencia.

“El dolor todavía está sin terminar,

pero ya duele”

Podría ser peor, Alberto Acerete

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