Viaje al fin de la tierra

“Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo”

Aldous Huxley

A los libros les sienta terriblemente mal las estanterías. Dispuestos en fila, como soldados obedientes, su principal función se escamotea hasta quedar reducida a una mera sombra de insignificancia, o, en el peor de los casos, a una decoración admirable para lucir cuando los amigos vienen de visita. No tomarse en serio este asunto, esto es, leer por leer y no leer para vivir, es como aquellos que viajan para reiterar, una y otra vez, como una casete averiada, (¿recordáis los casetes?, un invento del carajo), lo bien que se lo han pasado recorriendo –y ensuciando- “esa ciudad maravillosa que todo el mundo debe visitar una vez en la vida”. Al infierno con ellos, me digo a menudo.

He optado por realizar un ligero circunloquio, mejor dicho, por tomar una glorieta –que no rotonda- en el sentido inverso al de nuestras puritanas costumbres por una razón bien simple: nuestra forma de vida deja mucho que desear. Concédanme unos minutos y les prometo una recompensa – ¿no funciona así el mundo?- enorme, fastuosa, imperial, hermosísima.

Callejones sin salida. Muchos de nosotros hemos sentido la ultrajante necesidad de salir por la puerta para no volver. Y la respiración se acelera y el sudor inunda tus manos, pringándolo todo, y un pitido agudo y molestísimo recorre tu ser. Tu habitación ha mudado, efectivamente, a una hermosa celda, porque una celda sin barrotes es la mejor celda de todas. Incluso, tu hogar, hay gente realmente afortunada, puede convertirse en un presidio de primera en poco menos de un minuto. ¿Qué hacer llegado el caso?

Un rincón para perderse. Cuando caminas, dejando volar tus ideas, como suele decirse mal y pronto, sientes, mejor dicho, presientes, el caos que te rodea, que te envuelve, en fin, el caos en toda su plenitud y magnificencia. Por regla general es un mal presagio. Algo no anda bien ahí dentro, podrías apuntar con franqueza. Entonces, ¿qué opciones te quedan?

Una caverna para todos. Te has zambullido en los libros porque te han dicho que era la mejor opción. Has confiado en los demás, en la palabrería, en la jerga intelectual, en el poder blando, en el poder persuasivo de las palabras. Mal asunto, amigo. Mal asunto. Has cedido una parte de tu alma a un desconocido. Y, cuando entras en la librería, saludas a todo el mundo dándotelas de algo que no eres ni serás; queriendo ser, sin duda, “digno de tus ideas”. Y te dispones a ojear unos cuantos libros, aunque no te interesan lo más mínimo, y, cuando intentas colocar el ejemplar que has manoseado en el lugar que le corresponde, no puedes, porque no hay nada más odioso que apretar una fila interminable de libros para introducir el que tú has sacado solo para aparentar; entonces, comprendes lo estúpido que pareces. Quizás la palabra no soy estúpido sino falsario. Te has convertido en una reliquia porque el sofismo es una de las religiones más viejas del mundo, ¿me sigues?

Bendito realismo. Caminas persiguiendo tu sombra. Estudias los rostros de tus congéneres buscando paralelismos para con tu sufrimiento. Nada. Silencio absoluto. Sabes que el choque será brutal, lo sabes, pero no quieres aceptarlo. Llegará, no sufras, llegará, te musita el viento que bufa desde el interior de la caverna. Te miras al espejo de vez en cuando y no tienes buen aspecto. ¿Quién soy?, te preguntas cada mañana. Bien dicho; al menos es una buena pregunta. ¿Quién soy? La respuesta no aparece por ningún sitio. Y pasan las semanas, los meses, pueden transcurrir años, hasta que un día, y sin venir a cuento, la realidad te devora, te consume, te convierte en un átomo pequeñísimo, ¿y ahora qué hacemos?

El triunfo de los Otros. Cuando Bruce Chatwin aterrizó en la Patagonia creyó estar en los confines de la tierra. Una idea gloriosa, pensó el británico, la de estar paseando por los límites de lo humanamente conocido. Escribió solo dos telegramas a su familia para avisar de su situación y paradero. Se resistía a hacerlo, a pesar de la insistencia en casa, estaban preocupadísimos porque casi nadie sabe localizar en el mapa lagos como El Escondido, el nombre es real, pero el jovencito británico tenía otras cosas mejores que hacer. Deambuló durante semanas persiguiendo su sombra, preguntando a todo quisque e intuyendo que la Tierra de Fuego era un lugar esplendido para morir. En su mochila llevaba un par de calcetines, dos calzoncillos, que remedaba de vez en cuando, y un par de botas que le hacían daño en sus dedos regordetes. Chatwin, por si no lo saben, había nacido en una familia acomodada de prósperos abogados conservadores de la no demasiado hermosa ciudad de Sheffield, y su anatomía no estaba preparada para semejantes caminos de lascas y piedras que no habían sido molestadas desde el periodo neolítico. Tomaba apuntes en unas libretas que se hicieron, por desgracia, demasiado populares, y, lo ejemplar de las mismas es, sin duda, la brutal y constante indiscreción e incoherencia que demuestran; eran, por expresarlo de otro modo, el reflejo de una huida y un reencuentro. Su viaje, por ende, no debía tener un final pues era un principio eterno. Curiosamente, Chatwin nunca lo confesó aunque escribió largo y tendido al respecto.

Viaje al fin de la tierra. He leído con asombro todos los libros de Bruce Chatwin que han llegado a mis manos. Y me he sentido tan identificado en sus frases, posiblemente, en su búsqueda más que su estilo, que lo he imitado hasta la saciedad. Craso error. Vuelta a empezar. He buscado en sus textos, siempre con honestidad, así lo veo yo, las claves para con mi vida. Sin embargo, no consigo desenredar el entuerto creado por la realidad que me cerca. No consigo, por decirlo de otro modo, desarrollar “una mirada sobre las cosas”.

Si has llegado hasta este punto de la lectura te mereces algo más. Una clave, podríamos sugerir, para seguir leyendo. O, mejor dicho, para seguir creyendo. Si tienes una estantería con libros cerca, imagino yo que así será, me gustaría que fueras directa a ella y valorarás quién eres como lector. Si tras un segundo, no mucho más, dudas al respecto, entonces, será mejor que salgas a la calle y sigas buscando sombras. Tras ello, vuelve a intentarlo hasta que consigas desentrañar quién se esconde tras esos libritos cuya apariencia inocente no es del todo cierta. Yo suelo hacer un ejercicio, no todas las mañanas, pero sí muy a menudo, que consiste en desplegar todos los libros que tengo en las estanterías de casa, tengo muchos y sé que no todos serán leídos y por ello me congratulo, e imagino que estoy en la tesitura de escoger cinco ejemplares, solo cinco, para iniciar un viaje cuyo destino es indiferente. Puedo estar un par de horas con los libros tirados por el suelo, por la cama, por la mesa o por el pasillo y, aun así, no me decido.

Decidir, como todos sabéis, es tan importante como respirar, comer o beber. No decidir, por el contrario, es sinónimo de una vida insatisfecha, vivida por otros. Tras una pelea agotadora y una discusión interna, insufrible en muchos casos, no por las contradicciones que afloran, sino por la dificultad de una acción tan simple como esta, devuelvo los libros a su sitio, arrebatándoles en buena medida su halo mágico. Así, voy construyendo poco a poco, y con mucha dificultad, qué duda cabe, un “mundo” frente al mundo, un castillo que puede ser de arena, no importa, frente a la marabunta, y el ruido –en un sentido no dodecafónico del término- se extingue, y la indiferencia, que nos convierte en seres huecos, se retuerce en su búsqueda insaciable de nuevas víctimas. Por cierto, una de mis opciones predilectas es Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson. Leedlo y, si os parece, hablamos en unas semanas.

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