Quién sabe el tiempo que llevaría ese cuadro frente a mis ojos y, por increíble que parezca, fue hace poco cuando me percaté de su presencia. Soy una persona algo metódica (como diría mi abuelo convierto mis costumbres en obligaciones) y por eso cuando salgo a correr lo hago por el mismo parque, variando al mínimo el recorrido. Había pasado frente a ese balcón (el que te encuentras al bajar unas escaleras) cientos de veces desde hacía cinco años. No puedo precisar cuando fui consciente. Quizás, hace unas semanas. Ese día vi que en ese balcón (un primer piso, muy cercano a la calle) estaba colocado, sin ningún disimulo, en un atril que lo realzaba y permitía recrearse desde la calle, el cuadro Paseo a orillas del mar de Joaquín Sorolla.
Evidentemente, supe al momento que no se trataba del cuadro original. Aquel está a buen recaudo en el Museo Sorolla de Madrid, tampoco tan lejos de allí. Pero ahí estaban: las dos mujeres de blanco, con su sombrilla y sombreros, con la luminosidad característica de la obra original. Me acordé de lo que escribió Adrián Fauro en su Odio la playa:
“odio a Sorolla que no pintó El Postiguet en agosto a 41ºc lleno de familias montando carpas, padres gritando al viento, madres dirigiendo a padres, niños comiendo arena, hielo haciéndose agua, abuelos clavando su sombrilla en la orilla mientras el basurero cambia la bolsa de las papeleras y los guiris vomitan en las rocas del final del paseo, los barcos con banderas de España, los cruceros dejando tras de sí las pateras; que no la pintó bañándose mientras yo entraba en el agua esquivando algas”
Me reí: si no era suficiente con odiar a Sorolla, qué deberíamos hacer con sus imitadores. Recordé entonces que en aquel paseo de Madrid al que yo voy a correr y que tiene un río junto a él (me sorprendo a mí mismo escondiendo la ubicación exacta de este sitio: es evidente y, además, dudo mucho que este dato interese a Putin; un periodista en paro que sale a correr y localiza réplicas de cuadros de artistas valencianos no supone una gran amenaza en el nuevo orden mundial) y recordé que siempre he defendido que huyo en dirección a este lugar como sustituto del mar. Me siento allí y me dejo llevar mientras finjo que escucho las olas romper contra la orilla.
Decidí en ese preciso instante que la persona que viviera en la casa contigua a ese balcón estaba pintando el cuadro para mí. Para que yo lo viera y me sintiera un poco menos solo y un poco más en casa. Que cada vez que yo acudiera a mi falsa playa, con mi falso mar y mis falsas olas (inexistentes, para qué engañarnos) yo tuviera también mi falso cuadro. Casi que hubiese preferido que me pintaran algo parecido a lo que propone Adrián Fauro en su libro: el Postiguet, con todas sus bajezas. No me creí, sin embargo, con derecho a pedir nada. Además probablemente esa persona pensase que yo soy de Valencia como me ha pasado ya tantas veces en Madrid. Me quedo con el detalle.
Desde que el cuadro está desplegado para mí no me salto un día de entrenamiento. He notado que he mejorado mi rendimiento y que vuelvo a estar en forma. Saludo al cuadro cada vez que paso pero sin pararme en seco: acepto que el acuerdo no verbal que hemos acordado debe ser privado y extremadamente sigiloso, de lo contrario la magia se desharía por completo y a nadie le interesa eso en un momento como este. Escucho en mi cabeza la canción Cuando calienta el sol de los Hermanos Rigual y me dejo llevar, creyendo que todo forma parte de un plan preciso hecho para mí.
Todo ha ido bien hasta la pasada noche en la que, al bajar esas escaleras y mirar hacia arriba, me encontré con el cuadro tapado por una fina sábana blanca. Traté de calmarme: era posible que por la noche el cuadro debiera de taparse tal y como se hace con las jaulas de los pájaros. Torcí el gesto. No comprendí para qué un cuadro debía estar tapado por la noche pero descubrí en seguida que tampoco conocía la razón para que un par de canarios necesitaran ese trapito cuando el cae el sol, como si no supieran que lo que toca es dormir y cerrar el pico.
Esta mañana, cansado y sin ganas en absoluto de ejercitarme, he salido a correr solamente para comprobar si el cuadro seguía o no tapado. He bajado las escaleras, he levantado la mirada con miedo y el cuadro seguía cubierto por una tela blanca que presumía ser muy suave. Hoy había calima: ¿Y si tuviera aquella desconocida persona miedo de un ataque de arena del desierto en un cuadro en el que la arena era de otro nivel? Aquello sería una barbaridad porque, hombre, la arena pintada en ese lienzo era de Valencia: ni que fuera el Postiguet.
Sin embargo, he dejado de buscar excusas. Tras varios días de deporte (bajo la lluvia, con sol, por la mañana, tarde y noche) el cuadro ha seguido tapado. Ya no era visible para mí. Como vino se fue. He pasado una semana complicada, sintiéndome hundido y sin horizonte; me he llevado esta decepción a todos los ámbitos de mi vida. Hasta que he dicho basta y he intentado comprender. Estos son algunos de mis pensamientos, que comparto sin ánimo de sentar cátedra:
Cuando la vida te trae algo valioso es solamente un error tuyo considerar que eso va a estar ahí para siempre. Todo es frágil, efímero y estúpido. Nada sucede por un orden casual salvo en la literatura. Nuestra cultura es nuestro gran refugio y por eso ahí todo tiene sentido. Por eso, para mí, tuvo utilidad ese cuadro. Durante unos días necesitaba sentirme en casa. No sé quién es la persona que dibujó aquello para mí pero, sea cuál sea la razón por la que ahora se esconde y no estamos en el mismo punto, gracias. Por aquí hay un tarado. Eso sí, listo para destapar el lienzo. Cuando toque.
(Alicante, 1994), es productor y guionista de ‘Un tema Al Día’ en elDiario.es. Periodista, se especializó en audio en el Máster de RNE por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en ‘No es un día cualquiera’ o ‘De pe a pa’ de Radio Nacional de España y en la productora Osmos Global. Escribe relatos y artículos en Poscultura.