No es solo un catarro

Hace tres años desde que mi amiga Laura estornudó. Lo hizo en la habitación en la que ahora me siento a escribir estas líneas (cosas de compartir piso). Aquella noche percibí la inmensidad acostado en mi cama y la oscuridad era de dimensiones estratosféricas. Produjo una quietud que todavía recuerdo. Fue como si los televisores de todo el vecindario se apagaran a la vez, como si cada uno de los amantes dejara de besarse en ese preciso instante, como si los gatos se pusieran en huelga de maullidos. Como si el cielo oscuro se cayera dentro de nuestra casa y el negror fuera más espeso y, sin embargo, acogedor. Todo era silencio hasta que en mitad de la noche Laura estornudó: “¡Achís!”. Y ahí fue donde encontré a Paula. Casi un año después y a las puertas del que habría sido su décimo séptimo cumpleaños.

Hoy Paula cumpliría veinte años. Paula, no sabes cuánto cuesta encontrarte.

Me reía al recordar ese primer texto en torno al estornudo de mi compañera de piso porque hoy habría sido un suceso mucho más dramático. Probablemente, Laura habría salido de su habitación dándole mil vueltas al origen de ese “catarro”: ¿tendría o no la variante Ómicron? ¿Debería haber ido o no a esa cena en la que todos se besaban y abrazaban como si no pasara nada? ¿Y ahora, qué? ¿Se compra un test de antígenos? ¿Anula la comida en casa de sus padres? No dejen de tener a una gallega como esta en sus vidas.

Aquel estornudo me transportó a mi casa con Paula y con mis padres porque ella se reía mucho cuando yo estornudaba y se ponía muy nerviosa cuando lo hacía cualquier otra persona. A mí me lo consentía todo y por eso la provocaba y fingía estornudos cada vez más potentes: “¡Achís!”. Así, una y otra vez hasta que ella estallaba en carcajadas que debíamos controlar porque podían terminar en una crisis epiléptica.

No quiero imaginar la cantidad de discusiones que habría ahora en esa casa con la pandemia de por medio. Evidentemente, si alguien hubiese venido a casa y osase estornudar habría sido ajusticiado por mi padre. Cómo ha cambiado el mundo para que aquel gesto de cariño y broma ahora se vea convertido en lo que más tememos como sociedad: un estornudo en mal momento.

En realidad, es todo una patraña para encontrarte. Te lo decía hace un rato: qué difícil es hallarte. Más bien, es imposible, y acepto que tú apareces cuando lo decides, cuando yo menos me lo espero, como aquella noche de oscuridad a través de un estornudo o cuando escucho una canción que me recuerda a ti. El único camino para encontrarte es perderse, asumir totalmente que estamos a la deriva en un espacio que ya no compartimos. Me encantaría sentirte en un lugar de culto o en cualquier rito de los que nos proporciona la sociedad para recordar a los que ya no están. No lo consigo. Apareces, simplemente, cuando la belleza se abre paso.

Pienso mucho en tus veinte años que la enfermedad te arrebató vivir. El único espacio que cabe para expresar esto es la literatura, pues en el plano de la realidad no cabe una Paula no enferma. En estas líneas sí quiero jugar a eso. Estos días me imagino una celebración de tu vigésimo cumpleaños siendo una joven deseosa por salir de casa a celebrarlo. Y no poder. Joder, está la cosa tan fea en el plano de lo real que ni en este podemos imaginar que salgas a divertirte. La realidad es que te pelearías mucho con tu papá, más que yo. Le dirías que veinte años no se cumplen todos los días y que te dejase salir a divertirte.

¿Sabes una cosa? Este juego se acaba muy rápido. Es sencillo: ninguno de los que vivíamos en esa casa seríamos hoy los mismos sin ti. Es para mí imposible imaginar a papá y a mamá con la edad que tienen ahora sin haber pasado por todo esto. No tengo ni idea de cómo reaccionarían ni de cuál sería su manera de estar en el mundo. Qué decir de mí, que me formé a tu lado y que soy lo que soy por conocerte. Sin ti no sé si escribiría.

Estos juegos se terminan porque no necesito esa literatura para observarte, Paula. Tú eres ya la narración más importante que ha ordenado y recolocado mis días y solamente me queda sentarme a esperar y guardar la esperanza de encontrarte, a ratitos, en rincones llenos de belleza. Seré totalmente sincero, Paula. En el mundo en el que yo estoy, en el que nosotros nos hemos quedado, las cosas van muy deprisa. Sí, quizás demasiado. Es un error de cálculo que nos lleva, a veces, a no tener tiempo ni de cocinar decentemente. Una sociedad que no puede parar a cocinar es una sociedad que, por supuesto, no tiene tiempo para recordar.

A veces me enfado. Me recuerdo llegando de trabajar, con mil pensamientos y planes que borbotean en mi cabeza, dejando mi mochila y, en ese momento, pienso: hoy me han pasado muchas cosas pero no he pensado en Paula. No ha estado en nada de lo que he vivido. Joder, no soporto esa sensación. Otras veces reflexiono sobre si lo que siento es culpa. Seamos claros: lo que me pasa es que, seguramente, he superado el duelo.

No sé si vivimos en una sociedad que acepta que una persona supere sus dolores. El latigazo y pelear por ver quién está peor es deporte nacional. Yo me salgo de ese carril y creo que tú, Paula, estarías de acuerdo. A ti nadie te tiene que contar lo que es el dolor y lo poco que merece la pena. ¿Qué me queda, entonces? Saber que estás ahí, creo, en cada golpe que mis dedos dan contra el teclado del ordenador. Te siento más en cada una de estas palabras que en cualquier rito prefabricado. Me queda la noción de que formas parte de mí y de que hablaré de tu legado hasta mi final. Hace poco me imaginé, anciano, con una única pretensión: contarte. Que personitas que nazcan dentro de mucho sepan quién fuiste y, con un poco de suerte, que los lazos del recuerdo te salven para siempre y que en cada “achís”, incluso ya sin pandemia y dentro de cien años si hace falta, haya un pensamiento para ti.

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