Perderse en Annie Ernaux

Leer a Annie Ernaux (Lillebonne, Normandía, 1940) es entrar en su vida. El debate de la autoficción pierde sentido ante la autobiografía. Ernaux es Ernaux. La protagonista es ella. Las historias que escribe son las suyas. Sus personajes son su entorno más inmediato. A veces se pregunta si es lícito exponerlos tanto, a ellos, a los demás, aunque inmediatamente se responde que sí (“Soy consciente de que publico este diario por una especie de prescripción interior, sin preocuparme por lo que él, S., pueda sentir. A buen derecho, podrá estimar que se trata de un abuso de poder literario, incluso de una traición”). Sin embargo, lo que jamás se pregunta es hasta qué punto debe exponerse ella misma. No le importa. Su vida es la escritura. Su vida está escrita. Y lo que leemos no es su vida, es ella misma.

A veces creo que Annie Ernaux no es escritora sino la reencarnación de Annie Oakley. Y así como la amiga de Buffalo Bill tenía balas, Ernaux tiene letras. Y dispara. Dispara con ellas. Dispara al lector y se dispara a sí misma. Escritura de la experiencia, a veces escritura de la compasión, como la denomina ella. Bang!

Escribo en lugar del amor, para llenar ese vacío, y por encima de la muerte. Hago el amor con el mismo deseo de perfección que cuando escribo”

Perderse (escrita en 2001 y la última de sus obras que ha publicado Cabaret Voltaire en España) es un ejercicio continuo de impiedad con/contra ella misma. 1989, en un viaje cultural a Rusia organizado por la Embajada de la URSS en Francia, Ernaux se enamora de S., un diplomático ruso que los acompaña y guía. S., más joven que ella, casado, adicto al lujo europeo, adepto políticamente a la pre-perestroika, mujeriego, es el objeto permanente y obsesivo del deseo de Ernaux. Y ella es el objeto del deseo de él… cuando él puede.

“No pude dormir, ni despegarme de su cuerpo que, una vez que se fue, seguía aún ahí, en mí. Todo mi drama reside en eso, en mi incapacidad de olvidar al otro, de ser autónoma, soy porosa a las frases, a los gestos de los demás, e incluso mi cuerpo absorbe el otro cuerpo”

La que podría ser la “típica” historia de mujer-que-espera-la-llamada-de-su-amante-para-sentirse-amada-teniendo-sexo se convierte en artefacto literario en las manos de Ernaux (“Nunca sabré tampoco qué fui para él. Su deseo de mí es lo único de lo que estoy segura. Era, en todos los sentidos del término, la amante en la sombra.”). Intimidad e intensidad desde el lado más luminoso (los encuentros sexuales, los momentos en que ella se siente bien, colmada, deseada, bella y feliz) al más oscuro (el vampírico, cuando ella sólo es ella en función de la disponibilidad de él, dependiente, subordinada, vacía y con cierta fascinación por la muerte -“Veo con crueldad la realidad de la situación y mi actitud suicida. Porque no hago nada para liberarme de mi obsesión, de mi deseo”-).

Perderse te deja exhausta (“El presente es tan fuerte, tan jadeante, que el futuro y el pasado me parecen estar a años luz”). Exhausta por el placer y el deseo (“Cada vez, como si me fuera a desvirgar, una vez más”), y exhausta también por la desesperación y la espera (“El vacío, la ausencia de deseo de vivir me atrapa. Por la mañana, al levantarme, sé que vivo un duelo, el de una pasión”). Porque Perderse es más la historia de una obsesión que no la historia de un amor. (“Toda mi vida habrá sido un esfuerzo por arrancarme al deseo del hombre, es decir al mío”). Y podemos leerla así porque el diario íntimo de Ernaux no está (afirma ella) modificado ni manipulado. Vemos lo que ocurrió, vemos cómo ocurrió, leemos y le decimos “Annie, no, no, no…” y ella insiste con sus argumentos inagotables para defender la incoherencia amorosa de S. y su propia volubilidad en decisiones que en ningún momento culmina (“estoy en un mundo donde lo posible, lo real acaban siendo igual de inconsistentes que lo imaginario”).

Perderse no es un diario feliz, aunque contiene momentos felices (“Vivo en un dolor anestesiado. Es decir, ya no espero nada mejor. Puesto que la esperanza es imposible, el dolor no puede sino ser tensión hacia una felicidad aún concebible”). Tampoco es un diario desgraciado, porque la lucidez de Ernaux la salva (incluso cuando se condena sabe que está condenándose). Perderse es un diario de obsesión-amor-deseo, amor-obsesión-ensoñación, y también de obsesión-amor-necesidad-de-musa. Porque en el momento en que la escritora Ernaux empieza a intuir que su historia puede ser contada públicamente la mujer Ernaux toma las riendas (“Luego escribir, la idea de poder escribir sobre esa persona, sobre los encuentros, sustituye la idea de la muerte”). Ernaux sufre y con ello obtiene párrafos perfectos. Ernaux pelea y gana frases como aguijones. Ernaux llora y construye un libro duro como una roca. Ernaux se desborda en ansiedad(es) y traza firme este itinerario literario (“Sólo soporto dos cosas en el mundo, el amor y la escritura, el resto es negro”). Ernaux obtiene su victoria cuando, lejos de difuminarse como la mujer de la portada, completa su liturgia de despedida con lo escrito: la transformación de lo que hoy llamaríamos una relación tóxica en literatura.

Ernaux, suma sacerdotisa de su realidad que es vivencia-literatura, (“me pregunto si S. no habrá sido el que más me haya empujado a una escritura de la compasión, la maravillosa compasión de los libros rusos”) vuelve a regalarnos el ojo descubierto de la cerradura a través de la cual la vemos a ella, a S., y a algún que otro espejo de nuestro pasado. Porque ¿quién está libre de la pasión, el dolor, el deseo, la obsesión, la felicidad y la angustia?

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