Mi habitación de mi casa familiar compartía tabique con el salón. Coexistían, a un lado y a otro del muro, mis dos realidades: la más íntima y la que tenía que ver con lo común. Cuando yo estaba en mi habitación, especialmente cuando estaba tumbado en mi cama, que precisamente descansaba junto a la pared, cuando yo estaba completamente a mi aire y mi madre tenía a Paula en brazos y necesitaba algo daba unos golpecitos en la pared que significaban: “Ven, necesito tu ayuda”.
Algo hay en la comunicación que necesita atravesar fronteras, que se encuentra con muros y dificultades, que se quedaba atrapada entre tabiques y, sin embargo, llega. Aterriza, de otra manera. Un golpe en la pared suena muy distinto en función de si estás a un lado o a otro. Si eres el que lo recibe sucede algo que cuesta explicar. Tú sabes que es tu madre la persona que lo ha hecho. Entiendes el código, no cabe la sorpresa. Es curioso porque, siendo esto verdad, el halo de misterio no es tan fácil de despejar.
No es la primera vez que este tema me obsesiona: un achís me removió de arriba a abajo. Hay sonidos que necesitan la dificultad para trascender. Es como el instrumento que tocan en el conservatorio que hay al otro lado de mi patio anterior. Está desafinado, repite todo tiempo el mismo patrón, nadie pagaría una entrada por escuchar eso. Y, por lo que sea, a mí me relaja escucharlo. En el camino que va desde la habitación en la que se toca hasta la mía el sonido adquiere otra grandeza. De repente, da igual la calidad y solo importa que aquello suene y atraviese un camino.
Quizás es que los grandes amores que sentimos no son obvios. Es posible que el amor necesite un recorrido que nunca es en línea recta: el amor, puede ser, necesita atravesar tabiques para adquirir un nuevo significado. Quién sabe si el amor es como un estornudo, como un instrumento desafinado o como unos golpecitos en la pared. O, viéndolo de otra manera, yo no sé si el estornudo, el instrumento y el golpe en la pared son precisamente el amor. El amor es comunicación: que un mensaje llegue de una punta a otra. Querer es descifrar un código entre dos personas: un código que solamente ellas entienden.
Había amor cuando nos comunicábamos con golpecitos a través de la pared. Creo que a las personas que queremos las encontramos (y las encontraremos cuando ya no estén) a través de aquellos códigos compartidos. Un silbido con una entonación particular entre un padre y un hijo; un gesto con la boca, una mueca, que cuando la veas te llevará siempre a tu abuelo; una palabra que solamente dos personas entienden, al menos en ese contexto, al menos dicha de esa forma; una broma que ante todos los demás sería ridícula pero que entre dos enamorados es refugio.
El amor te suele encontrar y las personas que quisimos nos encuentran a nosotros. Es paradójico. A priori una pared, un muro o un tabique separan. Es un elemento claramente de obstáculo, que frena, que impide la comunicación entre dos personas. Que aísla. Nadie se tatuaría un muro. Yo sí lo haría: he descubierto que, a un lado o a otro del muro, o sentado encima de él, es posible que la verdad se imponga. Las grandes verdades atraviesan muros. Las historias que trascienden son capaces de resignificar estos obstáculos, hacerlos propios, y usarlos a su favor para contar más que nunca. Porque esto va de contar: con un golpecito en la pared. A un lado y a otro de la frontera. Las grandes historias son historias de frontera.
(Alicante, 1994), es productor y guionista de ‘Un tema Al Día’ en elDiario.es. Periodista, se especializó en audio en el Máster de RNE por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en ‘No es un día cualquiera’ o ‘De pe a pa’ de Radio Nacional de España y en la productora Osmos Global. Escribe relatos y artículos en Poscultura.