La higuera de las gitanas o cómo reparar el vínculo humano

Somos muchas las que, para reparar una idea errónea o rellenar los muchos vacíos que nos imponen las experiencias personales frente a las de los otros, recurrimos a los libros. Calladitas y casi con vergüenza, a veces, nos acercamos a páginas escritas por otras personas para descubrir otras formas de ver el mundo y, de manera más amplia, otras formas de transitar por él que nos son ajenas. Tímidas, buscamos libros sobre tal o cual tema, convirtiendo siempre el texto escrito en nuestro principal aliado, un medio de comunicación a través del tiempo. Sin embargo, y a pesar del auge de la literatura —tanto de ficción como ensayística— pretendidamente feminista, pretendidamente deconstruida (por continuar con la misma metáfora de la construcción y la reparación), a veces es difícil encontrar una verdadera variedad de voces. Parece difícil y, por tanto, un acto de vergüenza y timidez, alejarnos de nuestro lugar del mundo y de nuestra cómoda individualidad, si ello conlleva tener que mirarnos a nosotras mismas a través un espejo. Hay ciertas lecturas que requieren un trabajo previo: el de abandonar la comodidad y estar dispuestas a ser críticas con nosotras mismas.

La autocrítica es uno de los ejes que sujetan La higuera de las gitanas de la autora almeriense Noelia Cortés quien, tras la publicación de su primer poemario Del mar y la muerte con La Carmensita Editorial, nos acerca, de la mano de ediciones en el mar, un ensayo intimista y visceral sobre el pueblo gitano, el racismo y el rechazo a las distintas expresiones culturales. Desde un tono confesional y cercano, la autora nos expone fundamentalmente esto, la autocrítica y la necesidad de reflexionar sobre nuestro papel en el mundo y nuestra forma de vincularnos, enfrentarnos a la disidencia con una mirada genuina y sincera. Leyendo su ensayo me vienen muchas imágenes a la cabeza y recupero muchas reflexiones propias que alguna vez hice y que quedaron en el aire. Una de ellas, hilada de la segunda parte de la obra, La habitación propia. En esta segunda parte, Noelia Cortés recupera el clásico de la literatura feminista y revisa ciertas características que lo hicieron posible, siendo la más evidente la condición socioeconómica de la autora, la tan leída, citada y amada Virginia Woolf. El gesto de Cortés frente a Woolf es valiente: se acerca a la obra, la lee y la aprecia, y luego es capaz de coger ciertas cosas con pinzas y leerlas desde una óptica distinta. Señala, no en vano, el privilegio de clase de las autoras de siglos anteriores, sin por ello menospreciar lo muy anecdótico de la situación en que una autora como Woolf —o como, también citadas, Jane Austen o las hermanas Brontë—. No se trata de una competición de miserias, como suelen llamarlo, sino de un acto de sinceridad con una misma, el hecho de reconocer que hay ciertas desigualdades que es más difícil encarar y aceptar como sociedad que otras.

En su ensayo, Cortés revisa otras muchas obras, como la de Leni Riefenstahl y su relación tan directa con el Holocausto romaní para llegar, junto con sus lectoras, a la conclusión de que hay desigualdades que pesan, aparentemente, más que otras. A Leni Riefenstahl se le perdonan ciertos actos bajo el nombre del feminismo de la misma forma que a cineastas hombres se le han perdonado otros bajo el nombre del arte. Es un acto deshumanizador, el de maquillar violencias sistemáticas bajo etiquetas relativamente aceptables, en el plano social, como en este caso la de feminista. Podemos hablar —y mucho se habla— de cultura de la cancelación pero donde deberíamos realmente trabajar es en nosotras mismas y en qué aceptamos y qué no, y bajo qué excusa estamos perpetrando determinadas violencias.

Sin embargo, como remarca reiteradamente la autora del ensayo que tengo entre mis manos, cuando la diana de estas violencias no es nuestro propio cuerpo, nuestra propia vivencia, no parece molestarnos tanto su existencia. Vemos que la desigualdad de género parece poder opacar en ocasiones a las de clase y raza. Es más fácil ser críticos con otras culturas que con la propia, con otras experiencias humanas que con las nuestras, de la misma forma que es más fácil enjuiciar a otros en lugar de mirar nuestros propios errores. En el apartado La violencia de género, Cortés profundiza esta misma idea, la de esta mirada enjuiciante a través de la cual parece molestarnos lo machista que es la cultura gitana, lo brutos que son los gitanos (de la misma forma que suele pasar con las culturas de Oriente Próximo), y en estos casos no nos cuesta reconocer la violencia sistemática, siempre y cuando no tengamos que revisar nuestra propia cultura y comportamientos. Sin ir más lejos, la mirada paternalista frente a las violencias de otras culturas, distintas a la nuestra, solo llevarán a una cosa: siempre deshumanizamos a la víctima.

Debemos tomamos como punto de partida del ensayo esta recuperación de nuestra humanidad y no podemos pasar por alto el espacio dentro de la obra que su autora dedica al trato recibido por el pueblo gitano, compartiéndonos vivencias propias, por parte de los medios y las ficciones audiovisuales. Ejemplos del mundo de la música, el cine y la literatura llenan las páginas del libro, y me asombra reflexionar sobre una sentencia muy acertada que su autora hace cuando escribe que el retrato mantenido y arrastrado del gitano en el arte es más una incitación a la sospecha: más que una persona, un recurso literario. A pesar de nunca haberlo puesto en palabras, es quizá un pensamiento que muchas, en nuestras experiencias más o menos periféricas, hemos tenido y sentido como propio: el de que no se nos representa como humanos sino como clichés, como un dato extra que añadir a la trama o dibujar sobre el paisaje para que parezca más rico, pero siempre desde una óptica distinta a la nuestra. Siempre tergiversadas, las minorías gitanas, migrantes, racializadas, y un largo etcétera, que la misma autora reivindica en las últimas páginas del ensayo:

“¿De verdad es tan contagiosa la ceguera y tan complicado que nos ayude a todas las mujeres? A las que no son blancas, a las que tienen diagnóstico de salud mental, a las amputadas por enfermedades, a las que no han podido estudiar, a las que tienen distintas capacidades físicas o mentales, a las que tienen un cuerpo diferente al canon implantado, a las que trabajan en el campo o limpiando casas, a las que no cumplen la norma establecida de género o de orientación sexual […] Creo que el camino es visitar las higueras ajenas y trenzar un vínculo de comprensión y memoria entre todas, como los gitanos canasteros trenzan el esparto”.

Hay malas hierbas en todos nosotros, más allá de nuestras inseguridades y nuestras buenas intenciones. Como con un jardín de mayor o menor tamaño, necesitamos dedicarnos a veces al cuidado de nuestras ideas y nuestros actos, pues solo así podemos crear un espacio seguro no solo para nosotros mismos. Noelia Cortés nos abre los ojos a una realidad muy presente en nuestras vidas pero que, a pesar de ello, queda siempre relegada a los márgenes. Sus palabras son furiosas y descarnadas, pero también sinceras y humildes. Debemos esforzarnos en cuidar la tierra donde crecemos y reparar el vínculo humano que constantemente estamos dejando pudrirse cuando rechazamos y maltratamos las higueras de los otros.

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