Desde la salvajada o hacia el nudo

Todo estaba intacto, congelado en el segundo de la muerte:
los objetos no extrañan, no tienen memoria, solo se llenan de polvo y aguardan.

Recuerdo un plato amarillo, una limonada a medias y un tercio de una marca de cerveza que nunca había visto. La mesa estaba junto a un ventanal. Hacía sol. El local era pequeño, con un fuerte olor a especias. Conocí a Alejandra (autora del libro) y a Orianna (editora) en una falafería de Chueca una hora antes de la presentación del mismo en Nakama. Ese mismo día recibí dos noticias maravillosas que no vienen a cuento, pero que añaden calidez al recuerdo de la camisa verde a juego con los ojos de Orianna y de los gesto algo tímidos y muy acogedores de Alejandra. Así funciona la memoria, ¿no es cierto? Asociando.

Nos presentó Sofía Crespo Madrid, poeta extraordinaria, prologuista del libro y amiga común. Solo por ello, ya iba predispuesta a que me gustara la escritura de Alejandra y el ojo crítico de Orianna. Aún así, superaron mis expectativas.

Desde la salvajada es un libro que habla muy de cerca. Se narra con una lata en la mano y las piernas recogidas sobre un sofá viejo, probablemente en el piso subalquilado de algún amigo. Tiene el tinte de las anécdotas que contamos hasta que la repetición es parte del ritual de amistad y bajo cuyo entramado duerme una cara B de la historia, una que solo se confiesa tarde en la noche, con la voz saliendo imparable desde el pecho. Desde la salvajada es un secreto a voces: precariedad, migración, contradicción, violencia y, sobre todo, apoyo.

Su partida me dolió. Menos mal que me volví humo y no tuve que decir adiós. Todos se iban en ese momento, comenzaba nuestra gran migración; parecida a la mariposa monarca. Muy duro vernos volar con alas tan frágiles. Me desentendí de esa emoción, del sentimiento de abandono; lo cubrí con fluidos y libros. Julio me dejó pequeños tesoros en nuestro lenguaje. Yo le dejé un cuadro con un mensaje secreto en la mano, imposible leerlo a menos que se abra el lienzo y se desmonte el marco.

El universo que se despliega en este libro está configurado en torno a una narradora recurrente, Nanda, en quien no puedo dejar de ver las gafas y el pelo liso (lacio) de Alejandra. Aunque sus relatos pueden leerse de manera independiente, su tejido confirma una suerte de novela algo tímida, muy acogedora y aún más impactante. Nandalejandra nos narra el miedo y el arrojo, la ingenuidad y la torpeza, la ternura, la mentira, la provocación y la parálisis.

Pausa. A partir de aquí necesito una pausa porque no puedo recordar sin sentir que estoy viviéndolo de nuevo, que sigo allí, en esa sala espaciosa, frente a un televisor gigante, en medio de completos desconocidos. La memoria parece ir creándose y surgiendo a medida que todo sucede. Así lo siento, como si esta narración fuese simultánea a los hechos. Y de cierta manera lo es. Cierro los ojos, recuerdo:
todo ocurre ahora.

Si la memoria y la ficción son siempre los dos lados de una frontera confusa, aquí Alejandra termina de emborronar esa división con ambas manos. Su palabra es piel que se adhiere a la ajena para trasladarnos a los escenarios de sus historias: casas okupas, trayectos de Glovo, bares llevados por camellos, calles que funcionan como escaparates de prostitución, jornadas laborales interminables.

Gran parte de la plata que hacía la enviaba derechito a las cuentas bancarias de sus viejos, que seguían allá, y también a la de su novia, Andrea. (…) No le quedaba ahora otra opción que darle euros a algún conocido aquí y esa persona le transfería bolívares a sus familiares. Gástense eso ya mismo en lo que haga falta, que mañana ya no vale un coño. Estaba ahorrando para comprarle un pasaje a la novia. Soñaba con el reencuentro. ¿Lloraría él acaso? (…) Si alguien le preguntaba cuál era su sueño, más allá de la joda y responder algo como ganarme la green card o a lotería, lo que de verdaderamente anhelaba era una familia.

Es inevitable que las narraciones de migración conlleven un poso político y social, pero no debería confundirse esa raíz común en las diferentes diásporas del s.XXI con lo panfletario. No hay sensiblería fácil en los relatos de Alejandra, sino crudeza mezclada con reflexiones reposadas y un abrazo constante que Nanda ofrece tanto a otros personajes como al lector.

El que esté libre de locura que tire la primera piedra. Me da la impresión de que puede ser un buen amigo, un costilla, incluso un gran amante. Es muy parco al hablar y, cuando lo hace, me digo a mí misma que no puedo creerle del todo, siempre está el germen de la duda sobre su identidad, lo que verdaderamente piensa o sus intenciones. ¿Acaso sus intenciones no son mis intenciones? ¿Acaso no soy una Nanda distinta para cada persona que me conoce? Hay momentos en los que la comunicación fluye sin necesidad de hablar. Ese es su encanto, nuestro encanto. Descubrimos que podemos ser cualquier persona, a elección e invención.

El estilo de Alejandra es claro, en el que mezcla la coloquialidad con la pausa argumentada y la descripción que se fija en exclusiva en detalles pequeños. A veces, desde la narración de Nanda y, otras, desde los personajes que nunca abandonan su conexión con ella:

¿La solución de los policías? Capturaron al de la fuerza superpoderosa; a los otros que seguían resistiendo y a los menores de edad les pidieron que agarraran sus pertenencias y se marcharan. ¿A dónde? A donde sea, pero lejos de aquí, venga, andando. ¿Qué más, qué otra cosa? El pakistaní debajo de la casa de Nanda.

Lecturas de arraigo es una editorial necesaria, y esta primera publicación, un acierto. Nos enfrentan con un amplio espectro de temas que se relacionan en un vaivén, que no es sino el estado mental, emocional, político y social del sujeto migrante. Este se encuentra siempre entre el lugar desde el que migró (en este caso, Caracas), el cuál nunca se abandona del todo; y el lugar al que se ha migrado (en este caso, Barcelona), al cuál nunca se llega del todo. Con estas idas y venidas, se genera una red sobre la que dejarse caer, una red desde la que saltar, una red en la que perderse, una red con la que recoger frutos, una red de la que colgar caracolas, una red en la que dormir la siesta como si fuera una hamaca balanceada por la brisa.

Convertirse en inmigrante significa muchas cosas, pero una de ellas es la fiereza adquirida para generar nexos. La voracidad con la que se teje la red. Una red salvaje. Tanto este libro como Lecturas de arraigo son parte y generadores de dicha red. Invito a quien esté leyendo esta reseña, si es que podemos llamarla así, a que se adentre entre los nudos y huecos de las páginas de Desde la salvajada. Le invito a recordar a través de Nanda. A meter las uñas en los nudos.

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