La casa de Alejandro Zambra

Alejandro Zambra creció en un mundo donde no había libros. De niño, para él la literatura no era más que el consejo de su abuela materna: “¡escriban, escriban, escriban!”, les instaba por las tardes a sus nietos, pese a que ella fuese una mujer más cercana a la música que a la propia literatura.

Hoy, cuando la escritura es algo ya necesario en él, Zambra continúa viendo a la literatura como un juego, lejos de la solemnidad y más cercana al chiste, a la vida. Cuando se atasca y el texto no avanza, dedica horas a mirar el paisaje de su ventana: ciclistas y coches, trabajadores y adolescentes, niños de la mano de su abuela. De fondo, silenciosa, su novela avanza al paso ligero de sus viandantes: si alguien cambiase la ventana, la ubicase al otro lado de su estudio o dos pisos más arriba, sus novelas también cambiarían, como reconoció en The Paris Review.

A veces, escribir se parece, como un juego, a dibujar la casa de al lado. Adornarla, destrozarla, cambiarle los muebles, para luego vivir en ella. Ponerle plantas en los balcones y pintarle las paredes de blanco, cambiarles el color, a uno más oscuro, para disimular las manchas tiempo después. Es fácil imaginarse a la literatura de Zambra así. Una pequeña casa en la que, a veces, alguien se deja una ventana abierta o esboza una puerta trasera que nos invita a entrar.

“La literatura no viene de la literatura, incluso si habla de literatura. Tiene que pasar por la vida, quedarse un rato contigo, diluirse en la experiencia, tal vez, para volver a ser literatura”

Haya los cambios que haya, o se cambie de puerta de entrada, sin embargo, la casa continúa siendo la misma. Sus novelas son hijas del mismo lugar, «el reverso de otro libro inmenso y raro». Sus personajes, pese a mudar de nombre y forma, siguen correteando entre las mismas paredes. Aunque alguien vaya cambiando la distribución de los muebles, siguen tropezándose con las mismas preocupaciones: padrastros que se interrogan sobre su papel; padres biológicos que desaparecen y regresan; profesores que, a su vez, son poetas a escondidas; y, de fondo, la misma canción amarga, sutilmente triste, que habla del amor.

Ya en su primera novela, Bonsái, el escritor chileno indagó sobre la mágica por estrenada cotidianidad que tiñe los primeros días de una relación; el impacto de la otra persona en nosotros –«cambiaste a mi amiga», le reprocha la amiga de la protagonista, Emilia, a Julio-; y cómo al final, cuando el romance termina, la vida decide continuar. Aunque no por ello salgamos indemnes, porque como escribió años después, el amor puede convertirse en una mancha «que se borra y permanece».

En su epílogo en Bonsái, Leila Guerriero resumía el tránsito entre estos primeros y últimos días de forma simple: «pasó la vida». Una vida que Zambra omite, ni se esfuerza en buscar, porque ya no importa: es simple literatura. Al inicio del mismo libro, el narrador lo describe a la perfección: «Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia», escribe, «el resto es literatura».

El narrador de Bonsái se deja someter por el desenlace desde el inicio, vencido por el propio peso del final. Años después, en La vida privada de los árboles, sin embargo, como dos hermanos siameses condenados a llevar vidas antagónicas, el narrador pretende huir como pueda de él. No quiere saber el final, menos aún escribirlo, perdiéndose en invenciones futuras. La literatura se presenta como un cobarde escudo con el que defendernos. «Sería preferible cerrar los libros, enfrentar, sin más», escribe Zambra al final de la novela, «no la vida, que es muy grande, sino la frágil armadura del presente”.

Las novelas del autor chileno tienen una conexión directa entre ellas. Parecen interrogarse y responderse entre sí. Las frases de cada una de ellas acaban por completar los agujeros, huecos, que quedaron en las demás. En La vida privada de los árboles, por ejemplo, Julián se reconoce como el hijo de una familia sin muertos, lo que será el eje de su siguiente novela, Formas de volver a casa. Al final del mismo libro, el propio personaje también se enreda imaginando el futuro de Daniela, su hijastra, asomándose a uno de los temas más importantes, años más tarde, en Poeta Chileno: «¿es más fácil leer el libro de un padrastro que leer el libro de un padre?».

«Pero el libro es mío. No podría no salir», escribe el narrador en Formas de volver a casa, «aunque me atribuyera otros rasgos y una vida muy distinta a la mía, igual estaría yo en el libro». Tal vez por ello, su obra también esté repleta de escritores solo conocidos en lo ancho de su habitación: en realidad, profesores de literatura que hace tiempo decidieron ser escritores, poetas, pero aún no dieron el paso. Y es que, si los libros del autor chileno dialogan principalmente sobre el amor, por encima del resto de cosas, lo hacen también sobre la literatura.

“Aunque queramos contar historias ajenas terminamos siempre contando la historia propia”

En su primera novela, por ejemplo, Zambra compara escribir con cuidar un bonsái. En La vida privada de los árboles, se imagina la escritura como “la profesión de crear palabras y olvidarlas en el ruido”. Y en Formas de volver a casa, tal vez la novela con el plano más íntimo de esta imaginada casa de Zambra, el narrador interroga a uno de sus amigos sobre el libro que ha escrito. En concreto, sobre la escena en que un padre le compra un libro a su hijo y, al abrirlo, afirma que es resistente. «Eso no lo inventaste”, le dice el narrador, “esas cosas no se inventan». Algo que remite a una de las escenas de 2666, de Roberto Bolaño.

Tras ir en busca de su poeta favorito, Rosa se cruza con un joven que, como ella, siente devoción por el poeta y que, como este, también quiere ser poeta. Al leer los versos que el joven le presta, Rosa le recrimina no haber podido vivirlos en la realidad: es demasiado joven. «Lo que importa es que esté bien escrito», le responde este. «No, tú sabes que no es lo que importa. No, no, no», acaba por zanjar Rosa, como si de su respuesta se pudiese escuchar la voz de Julio o Julián.

La literatura de Zambra es un susurro de las imágenes que ve desde su ventana; de las casas que ha habitado; difícil de inventar de cero, de la nada, y de separarlo de sus preocupaciones, como las marcas que, sin querer, a veces dejan los padres a sus hijos. Unos hijos que pueden ser no son más que novelas a las que un padre debe dejar marchar. Al final, todo se remite a La promesa del alba, de Romain Gary. En concreto, a una de sus líneas que encabeza la primera página de Formas de volver a casa y que sirve de respuesta a todo: «en vez de gritar, escribo libros». Algo que los personajes de Zambra, incluso él mismo, podrían reescribir:

“En vez de gritar, llorar o reír, escribo libros”

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