un árbol vulgar I
IV.
Muchas mujeres temen ser el cadáver sin ropa interior sobre la mesa de autopsias. Temen la desnudez fría. Bajo el árbol sin especie, hubo días en que pensaba en los cuerpos desnudos de la forense, cómo llevarían mi intimidad flagelada si algún golpe era hoz. Aquella esquina de bosque breve era un templo de sacrificios. Como cordero, acudía a la llamada. Sólo quería aceptación.
Ellos preguntaban si era hombre o mujer, cuál es la estética de tu genitalidad, muéstrate desnuda. ¿Cómo puede demostrarse el género si no se cree en él? La reducción de los cuerpos al sexo era denigrante y extraña. Éramos demasiado niños para pensar en la vergüenza.
Hay noches hoy que miro mi cuerpo, lo palpo. Siento frío. Parte de mi desnudez se quedó en aquellos inviernos. Todo por demostrar clínicamente la identidad forzosa de la infancia.
V.
job-hopping
Un agarrón podía ser el último. Rasgaba la piel por no romper la ropa, nadie podía darse cuenta. Ir a comprar resultaba más caro que las heridas. No puede consumirse aquello que no es material. Con la edad madura, me esfuerzo porque alguien me agarre. Quiero quedarme en un sitio quieta: trabajar e independizarme de mí.
Pero mi mano, la que sostiene una violeta y una uña, apenas consigue tocar dinero. Los papeles desaparecen y la escritura resulta insuficiente. Voy saltando en circuitos de gimnasio, las jornadas laborales se miden en el sudor derramado. Venga, luego, a la ducha. Pero después ya no hay otra clase ni tampoco esperanza.
Mi vida laboral es escasa, cuánto tiempo equilibra mis experiencias. En el colegio nos preguntaban qué queríamos ser de mayores, qué esperábamos infantilmente. Pero yo no tengo lo que deseo: ni casa propia ni libertad propia ni identidad propia ni vida propia. Las cosas en propiedad las retienen mis padres, las ilusiones en propiedad las manipula el gobierno, las ideas en propiedad las agota la precariedad.
El profesor de Educación Física levanta la mano: dice vamos a jugar al pañuelo. Mientras, afilo los dientes y preparo los puños, me abrocho el velcro de las zapatillas blancas. Suena el silbato.
Ese trabajo es mío.
VI.
el hipódromo
Romperse era galopar en cualquier dirección menos hacia la salida porque en el hipódromo nunca había escapatoria. La yegua adolescente siempre corría demasiado poco aunque corría más que otras crías, corría porque la vida era huir y el colegio y el hipódromo eran los mismos circuitos en períodos de media hora. Entonces el sudor era también un cervatillo cojo, a los pies de un gran árbol, esperando el golpe final. Colegio también era un circo de bestias y a mí me tocaba morir. Morir como romperse y correr era un acto final desde el que no se regresaba.
La yegua vive en mí porque jamás corrí lo suficiente ni supe saltar vallas e inventaba otros dolores pequeños, otros dolores motivados, otros dolores mentirosos donde ella no tenía que correr, donde ella no tenía que decir que la yegua amaba a otra yegua.
Esta yegua ha crecido y sigue corriendo en otros hipódromos ficticios, de un salvajismo violento, distinto, donde siempre tiene que defenderse, huir y relinchar. Porque la escritura es el grito de ayuda que nunca oyeron.
(Madrid, 13 de octubre de 1998) ha estudiado Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid y disfrutó de una estancia becada en la Università degli Studi di Trieste (Italia). Libros publicados: Ars Moriendi (Diversidad Literaria, 2018), Historias de Clavículas (Domiduca Libreros, 2020) y Ventana Abierta a Nadie (La Equilibrista Editorial, 2020).