Imagino a mi bisabuela Dolores, en el silencio de la noche, observando su cara inflamada en el espejo del baño. Quizás mordiera llorando el forro de la almohada junto al surco que dibujaban en la cama las habituales fugas de su marido Ángel. Aunque más que llorar, escupiría las lágrimas, lamentándose con rabia de ese maldito sentido de la inercia que la había arrastrado hasta allí: a esa cama vacía, en ese edificio banal, de ese barrio argentino y pobre. Buenos Aires, en lo oscuro de la noche, debía parecerle la ciudad más ajena del mundo.
Cuando pasaba las tardes con ella, a la sombra naranja del toldo florido de su balcón, me contaba cómo le dolía su pueblo, a todas horas y en cualquier parte. Echaba en falta sus calles estrechas y empinadas, la confianza de las casas siempre abiertas, los rumores de mujeres rezando el rosario tras las persianas, el camino ahogado en sudor hasta la fábrica de hacer turrones, el gusto a latón del caldo caliente y, sobre todas las cosas, verlo todo pasar sentada en el mimbre, con el brazo apretado al amor de su madre.
Hacía muchas décadas que a su padre le había echado su mujer de casa, harta de aguantar la peste a alcohol y de supurar las heridas de una violencia cobarde. Mi bisabuela, por su parte, se enamoró demasiado pronto de un anarquista calvo y bajito que le garabateó en once cartas unas cuantas poesías mediocres. Se casaron un primero de mayo, estando él preso en Alicante. Y cuando salió, escaparon de Franco hasta Francia. El tiempo por aquel entonces ya había borrado las huellas de su aventura infantil, cuando Lola salió corriendo tras los carros del circo en una fuga malograda. Esta vez se marchaba, pero de verdad, en el viaje de los nadie a la nada. Ese desarraigado vagabundeo que han romantizado de tanto llamarlo exilio. Un destierro que duró décadas en las que se le fueron descolgando el pecho y la cintura a fuerza de parir hijos.
De los franceses siempre me decía que la trataron peor que a las ratas. Malvivió dos años en París con cuatro críos a cuestas, mientras le sangraban los nudillos de frotar lejía sobre la roña ajena. Siendo anciana llevaba, como entonces, los manojos de llaves en los bolsillos de un delantal cosido a retales. Las cargaba junto a dos pañuelitos de tela con una “D” bordada y una libreta en la que aún conservaba, con la caligrafía rimbombante de mi bisabuelo, un “Sabe vu u e set adres silvuple?”. Fue en uno de esos bolsillos donde su nieta encontró la carta que su madre le había hecho llegar desde una cárcel lejana. Pero esa es otra historia.
Bajo aquella luz naranja del toldo florido, mi bisabuela me contaba que en ese París terrible, el miedo al metro la paralizaba. Constantemente tenía pesadillas en las que se sumergía sola en aquel infierno subterráneo y se abría ante ella un inmenso océano metálico de rugidos sordos. Hasta que llegó el día en que se vio obligada a utilizarlo y lo hizo llorando, ocultando el rostro con las manos, abrumada por el miedo y la vergüenza. Como si fuera de nuevo una niña pequeña y nunca hubiera hecho cola para llevar la comida a su marido a la cárcel, ni hubiera atravesado a pie las montañas de Portbou hacia el exilio. Porque aquella máquina veloz que recorría la ciudad bajo la tierra fue la gota que hizo desbordar el peso de todos sus miedos y penas.
Cuando por fin llegó a su destino, escapó del vagón como si mil demonios la persiguieran, hasta que una mano la cogió por la cintura y, antes de que a la pobre le diera tiempo de lanzar una patada y un grito, una voz familiar le susurró al oído: Molt bé, xiqueta. Lo has conseguido. Su marido Ángel la había estado siguiendo desde una distancia prudencial durante todo aquel primer trayecto. Aquel episodio fue como un efímero destello que iluminó brevemente la precoz nocturnidad en que se había sumido su matrimonio.
Y fue allí, en París, donde sucedió todo —aunque finalmente no ocurriera nada—. Fue allí cuando Dolores comenzó a vivir en una continua premonición de lo terrible. Por aquel entonces tenía ya tres hijas; a las mayores —y muy a su pesar— las aceptaron provisionalmente en un colegio regentado por la congregación de esclavas de la caridad. Pero, ¿con quién dejar a la pequeña en esa ciudad monstruosa en la que pesaban tanto sus soledades? Como por arte de magia, la solución se le apareció un buen día en forma de una pareja de burgueses de mediana edad sin hijos que chapurreaba el castellano y que, a través de una conocida común, se ofreció a quedarse con la niña por las mañanas. Dolores, en un principio, dudó. La noche de la proposición se quedó mirando largamente los desconchados de la pared del cuarto de sus hijas, sentada al filo de la cama, perdida en cavilaciones que la arrastraban ante la posibilidad de abismos terribles. Finalmente accedió acuciada por el hambre y la necesidad.
Las primeras semanas todo salió a pedir de boca. El matrimonio alimentaba y cuidaba a la niña con mucha ternura y afán. Cada día Lola, al ir a buscarla, les daba las gracias sin saber cómo corresponder con idéntica generosidad. Y ellos le decían que únicamente se trataba de un ejercicio de solidarité con los republicanos españoles que tanto habían hecho por salvar del fascismo a su patria. A ella toda aquella retórica le parecía impostada y a menudo se sentía confusa, a la vez que desconsiderada, por sospechar de una muestra de bondad innata. Y le comentaba a Ángel, cuando éste tenía a bien pasar por casa, que era un milagro del cielo haber conocido a los Ventú.
Pero una mañana, cuando Françoise y Odette le abrieron la puerta, percibió Lola un aire extraño en el ambiente; tal vez fuera el cruce imperceptible de una mirada entre la pareja, un insignificante movimiento en falso de ella, el fulgor del polvo en suspensión enmarcando sus rostros culpables. No sabría decir el qué. Pero supo Lola inmediatamente que algo oscuro se había cernido sobre la estancia quebrando por completo la calma. Sin embargo, ¿qué podía hacer ella? No podía objetar nada que justificara un cambio de planes, así que desarmada, se abandonó a la inercia cotidiana: dejó a Mónica en los brazos de ella y se marchó, intentando convencerse de que esa sensación que la invadía era tan solo el fruto de una locura de madre.
Se lanzó a la calle quebrando el paso constantemente sin reparar en donde apoyaba el pie, apretada contra su abrigo imaginando que era su hija en vez del bolso, aquello que cobijaba bajo el brazo. Hasta que llegó al portal amarillo de Monsieur Calvet y supo que no entraría, como si todo aquel camino lo hubiera recorrido conscientemente en balde. Y empezó a correr a la velocidad que solo el miedo por un hijo puede insuflar en una madre.
Cuando Lola, sin aliento y con una herida sangrante en el talón, se halló por fin frente a la casa de los Ventoux, su cara de espanto hizo juego al instante con el rostro desencajado que se le petrificó a la Madame al verla. Porque la francesa se encontraba en ese momento agachada, introduciendo maletas en un coche pequeño y verde mal aparcado frente al portal. Tras lanzarle una mirada desafiante con la que le dijo todo y más, Lola se adentró de dos zancadas en aquel hortera bajo de Le Marais. Y mientras le manchaba de sangre de su alpargata la moqueta del salón, abrazó a su niña, que estaba sentada jugando en el suelo completamente ajena a todo cuanto sucedía a su alrededor. Ni un obstáculo humano osó interponerse entre Lola y su hija a su paso, ni un sólo músculo del cuerpo se atrevieron a mover aquellos malditos infelices que estupefactos contemplaban el desmoronamiento de sus planes.
Pero mi bisabuela Dolores aún tuvo que superar otro tenebroso envite al enterarse casualmente de que las monjas —día sí, día también— encerraban a sus dos hijas mayores en la habitación de las ratas. Y aún tuvo que parir otro hijo mientras saltaba de un país a otro en el trasiego incomprensible al que la sometía su marido, pasando de Francia a Bolivia, de Bolivia a El Salvador, de El Salvador a Colombia y, por último, Argentina. Fue allí en ese último país donde Dolores, que acabó por odiar su nombre a fuerza de que se lo afearan en el barrio, se enfrentó a catorce trabajos, tres desahucios y una labor de crianza infatigable, infinita y en la más lacerante de las soledades. Hasta que muchísimos años después se sucedieron tres acontecimientos que, cual castillo de naipes, desencadenaron en ella la determinación y fuerza necesarias como para que un buen día se plantara ante su marido Ángel y muy solemne le anunciara: “Yo me vuelvo a España contigo o sin ti pero irremediablemente con mi nieta Celia”.
Esos tres hitos que lo cambiaron todo fueron, a saber: la muerte de su hermana, la enfermedad de su madre y la querencia de cuidar a su nieta, en su pueblo y en su casa. Pero salir de Buenos Aires, para una inmigrante española y una niña sin apellidos, no era sencillo. Porque su nieta Celia legalmente era hija de nadie, aunque biológicamente lo fuera de Ernesto y Mercedes, dos jóvenes comunistas comprometidos profundamente con la causa revolucionaria pero dramáticamente desvinculados de la causa de su hija. Corría por entonces el año 1965, tan políticamente tumultuoso para Latinoamérica como todos los anteriores. La pareja habitaba una casa pequeña sin enlucir en un barrio perdido de las afueras donde a algunas calles olvidaron ponerles nombre.
Dolores, entre las muchas preocupaciones que cargaba a sus espaldas diariamente, desde el nacimiento de su nieta presentía que ésta se hallaba ante un constante peligro mortal: el de ser olvidada en el bullicio de la revolución teórica de sus padres. Hasta que una tarde sus sospechas tomaron incluso un cariz corpóreo.
Estando fregando los platos en la pila de su exiguo piso bonaerense sintió Dolores un pinchazo fulminante en el estómago que la ancló al suelo. Pero inmediatamente supo que ese dolor no era suyo. Allí, en la cocina verde techada de uralita, mientras seguía arrodillada intentando levantarse, comprendió que aquello no era más que el llanto de su nieta transformado. Dolores cubrió los ocho kilómetros que separaban su casa de la de su hija Mercedes en apenas veinte minutos gracias a una carrera de magnitudes imposibles. Antes de ver la casa gris y enjuta, Dolores oyó los gritos de su nieta que se hallaba en la cuna, sola y mojada tanto en lágrimas como en orina. Cuando la tomó en sus brazos, nunca olvidó la mirada que le lanzó tan llena de desamparo. Dolores le prometió que nunca más la abandonaría. Desde entonces, amanecieron por siempre juntas sin recibir jamás alegación alguna por parte de la madre y el padre que pronto se sintieron aliviados de la carga de aquel pequeño ser humano.
Poco tiempo después fue cuando, por fin, Lola y Celia desembarcaron juntas en una España en la que seguía vivo Franco. Al llegar a tierra, desahuciaron el barco en el que viajaron, se desconoce si fue hundido o desollado como pasto de astillero. Lo que puedo afirmar de buena mano es que su agonizante travesía causó una honda impresión en la pequeña “Celia a secas”. Porque la nieta de mi bisabuela Dolores no tenía ni apellidos ni documentación. Era del todo inexistente a ojos del orden civilizado. Todo ello por el insensato deseo de Mercedes de que su hija no fuera registrada con los apellidos de su marido legal, que no era Ernesto sino otro hombre del que nunca se supo más. Es por ello que Celia permanecía inédita. Y es junto a ella que la figura de Dolores se erigió como único testigo que daba fe de su existencia: era, a la vez, su testimonio, su refugio, su abuela y su madre. Esa mujer que había dejado atrás cinco hijos, un esposo, incontables desahucios, siete cambios de país, dos ludopatías ajenas y una única e inquebrantable amiga: la señora Élida, que permanece hoy en el mismo lugar en que compartía las penas de mujeres pobres con Dolores.
Sentada, arruga sobre arruga, en su mecedora de madera. Subsumida por el dolor del tiempo y una soledad llena de voces. Cincuenta años después de la última vez que estuvieron juntas, ve aparecer frente a ella la figura de una mujer joven e inesperada que le pregunta:
– ¿Conoció usted a mi bisabuela Dolores? Vivió aquí al lado hace casi sesenta años.
Y así de golpe, se resquebraja la cicatriz de su ausencia desarmando a Élida en mil pedazos.
– Por supuesto… Era mi amiga.
Y en su frágil hilo de voz resonó la palabra “amiga” con una musicalidad ahogada y grave que revelaba el profundo alcance de la palabra. Su amistad durante tanta miseria debió ser un asidero afectivo imprescindible. Y empieza a llorar con los ojos cerrados, agarrándose a las lágrimas como si fueran una barca con la que navegar hasta los recuerdos de Dolores. Y cuanto más apretaba los ojos, más firmemente revivía las escenas compartidas: como aquella en la que consolaba a Lola porque su esposo había vuelto a perder dinero en el juego o había vuelto a agarrarse a otra falda. Y de tanta fuerza que hacía Élida apretando puños y párpados al unísono casi podía sentir en su mejilla la textura del jersey de ganchillo de Lola. Y así, durante un momento, queda fundida en un abrazo antiguo.
Desde el umbral decrépito de su casa centenaria vuelve a abrir los ojos solo para mirar alejarse para siempre a aquella mujer que le ha regalado con su presencia el último destello vivo de su amiga muerta. Era la hija de aquella nieta con la que marchó de vuelta a casa, que había ido hasta allí para contarle que su amiga llegó a España, que crió a la nieta que salvó un día y que hasta que murió siempre le habló de su amiga Élida bajo la luz naranja del toldo florido.