No sale quien habla. Puede hablar cualquiera. Sale mucho ruido

Qué dice El año del descubrimiento sobre esta época y qué sobre la época que está empezando a terminar

 

Sale la mujer que adquiere responsabilidad en el partido y aunque se siente minoría entre los hombres tarda en saberse estructuralmente marginada. Sale la mujer que porque un día falta un hombre, se cubre con mono y careta y baja a los tanques de Bazán. ¿En qué se parecen? Esas concretas mujeres que fundan el Movimiento Democrático de Mujeres o que empiezan a bajar al tanque como uno más, ¿en qué se parecen a la que en abstracto sale en las conversaciones por no cobrar un mes de cada doce que trabaja? ¿En qué a la que teme a los hombres que por ser mujer la paran? ¿En qué a las que llenan calles, plazas, puertas de juzgados para que no las paren nunca más?

Salen: el hombre que pierde el trabajo, entra en depresión, vence la depresión, sigue sin trabajo. El que se conforma con mil euros. El que sueña con su pensión. Sale la que empezó en el bar con dieciocho años recién cumplidos, la que entró al hotel con dieciocho años recién cumplidos, el del accidente laboral con quince años aún no cumplidos. ¿En qué se parecen?

¿En qué se parece 1992 a 1982, a 1492, a 2008, a 2020? Aníbal contra el Imperio Romano saliendo de Cartagena. La Gloriosa gestada en una botica de Cartagena. Cierres de fábricas en Cartagena: Fesa-Enfersa, Peñarroya, Bazán. Fuego en el parlamento regional. Los Juegos Olímpicos en Barcelona. La Expo de Sevilla. ¿En qué se parece 1992 a 1992? Las crisis que nos tocan, ¿en qué se parecen?

El año del descubrimiento, largometraje dirigido por Luis López Carrasco que llega a las salas tras una reconocida trayectoria por festivales, lanza esta pregunta por el parecido. Pregunta en qué se parecen unas épocas y otras, pero también pregunta por el parecido de las épocas consigo mismas, es decir, desnaturaliza las imágenes y los relatos históricos para demostrar el desajuste que mantienen con las realidades que dejaron fuera. En 1992 el desajuste es con la prosperidad: los acontecimientos de Barcelona y Sevilla son el haz fastuoso del envés empobrecido de los núcleos poblacionales más afectados por las medidas de reconversión industrial implementadas en España desde los años 80. Quienes en pantalla recuerdan esa época hablan contra la ilusión un país moderno desde la experiencia de una crisis que se llevó por delante proyectos de vida y familias enteras. Quienes no la recuerdan, pero la vivieron, hablan de esa crisis por lo que otros les contaron, pero también por lo que resuena con la suya. La suya: una que empezó en 2008 y que en 2018, cuando la película se rodó, aún era lo bastante nueva como para condicionar sus formas de vida y era ya lo bastante vieja como para haberse establecido en un discurso. Ese discurso es el de la precariedad, con sus highlights específicos (fuga de cerebros, techo de cristal, modelo de país ­o patria, etc.) y con su background obrero (lucha, clase, solidaridad de clase), que visto desde aquí pierde la concreción que tenía en el 92 para funcionar como la estructura discursiva de la desigualdad en general. En este parecido entre ambas crisis la película muestra muchas alianzas pero también algunos peligros, como el de seguir pensando la dominación en términos contables (el jefe contra lxs trabajadores) o el de seguir pensando la lucha en clave del trabajo que unx debe ganar para sí, porque aunque hoy seguimos sin saber qué podemos esperar de una vida buena, sí pudimos aprender que el río del buen trabajo lleva a un mar de malestar del que la era del emprendimiento y de la autopromoción no puede hacerse cargo.

Lo parecido, lo repetido entre lo que pasó entonces y lo que pasa ahora no es, aunque también es, unos sueños, la forma de una ambición, unos miedos o el peso del fracaso. Sí es, creo, el desajuste entre lo que sucede y lo que se espera. La fiesta de la democracia vs. la crisis industrial. La generación más preparada vs. la generación más asustada, con menos trabajo, dinero, capacidad de decisión. Por eso El año del descubrimiento no es, aunque también es, una memoria de la lucha obrera que el discurso triunfalista del 92 ocultó, ni tampoco es, aunque también sea, un ajuste de cuentas con ese discurso. No si entendemos que recordar y ajustar son verbos que significan hacia atrás, y que en este caso pondrían una especie de cierre satisfactorio a una herida mal cosida por la historia oficial del país. Sí si entendemos que nombran la acción de recuperar por el envés la historia no escrita, pero aún viva, de unas luchas que se demostraron tan relevantes para el presente como los eventos que en Barcelona y Sevilla celebraron nuestra mayoría de edad europea.

El parecido y el desajuste encuentran su expresión técnica en el uso de la doble pantalla. Al presentar dos escenas simultáneamente, la película establece entre ellas una relación que, aunque no resuelve, sí plantea como pregunta. Y lo hace en términos lo suficientemente amplios como para permitir que cualquiera se la apropie y lo suficientemente estrechos como para acotarla a unos problemas en principio muy apegados a los años 1992 y 2018. Pero la doble pantalla, en tanto que parte lo que de otro modo sería una cosa, no solo reúne sino que también separa: por ejemplo una voz de la boca que dice y un discurso del sujeto que lo enuncia, en los casos (muy frecuentes) en que quien habla queda fuera de plano. Quien habla no sale, se le busca, se le coloca en el lado de pantalla ocupado en otra cosa. Un nuevo desajuste, ahora entre sonido e imagen, rompe la esperada continuidad entre voz, boca, rostro, cuerpo y yo, y quizás en algún nivel cuestiona el privilegio del individuo como centro de emisión y de experiencia. No sale quien habla. Puede hablar cualquiera. Sale mucho ruido.

Si estas decisiones técnicas traducen algo, como yo creo que hacen, la partición traduciría lo que una época repite y explica de otra, y por tanto la interpretación del tiempo no como un movimiento lineal y progresivo y sí como la acción de varias fuerzas que en distintas direcciones configuran lo que en un momento dado es el presente. El fuera de plano traduciría lo que una época no dijo de sí misma, que por lo general es la parte de sus miedos a los que el discurso del poder no puso nombre. Esto último tiene que ver con un fenómeno que, quizás por edad, percibo sobre todo cuando en la película hablan los jóvenes: les pasa, como nos pasa a tantxs, que sus quejas más rotundas repiten literalmente las que salen en los periódicos, en la televisión, en lo que nuestrxs amigxs suben a Instagram y a Twitter. Y lo que expresan con menos convicción y en principio con menos aparato (discursivo), aunque es más ambiguo, repite misteriosa y literalmente las expresiones con las que generaciones anteriores se quejaron. Lo que quizás quiere decir que esas dudas, esas estrategias expresivas, esas ambigüedades del presente repiten la ambigüedad que, como escribe Eduardo Maura en Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española, ya se sentía en 1992 y que se concretaba en la sensación de que “todo iba bien, pero algo iba mal”. Quizás, no sé, hoy enunciaríamos esta frase al revés. En todo caso, esta ambigüedad es la que Luis López Carrasco recupera visualmente al optar por una puesta en escena que enfatiza la confusión temporal a través de un espacio (de bar) y de un vestuario que quienes salen hubieran podido vestir o frecuentar, sin forzar, en 1992, y que a dos años del rodaje todavía funcionan como fondo de armario envejecido, un poco como los conocidos que se le aparecen a quien sueña el primer sueño de la película.

Sale un niño. Se parece a su abuelo en que se agobia cuando ve demasiada comida en el plato. Sale la niña que con su abuelo estudia las capitales para el examen de sociales, que se parece mucho a mí en 1992, pasando con mi abuelo el tiempo que mis padres no tenían. Con mi hermana doblando triangularmente bolsas de plástico sobre la mesa de la cocina de mi abuela, casi igual a la que sale en la película, casi igual a la de la cocina de mis padres, colocada dos pisos más arriba en la misma posición. No es casual que traiga hacia a mí el parecido para referirme a una época que aún se está empezando a terminar. Otro caso: un día del verano de 2018, probablemente durante el rodaje de El año del descubrimiento, se presentaba en Madrid el libro de Eduardo Maura al que me referí más arriba. En el turno de debate pasó algo que llamó mucho mi atención, y es que muchxs de lxs que participamos empezamos nuestra intervención diciendo el año en el que habíamos nacido. Yo nací en 1985 y pienso esto; creo que porque nací en 1981 me siento así, etc. Situarse biográficamente fue, a mi parecer, la manera que tuvimos de decir que sabíamos muchas cosas de algo de lo que no sabíamos nada, que nunca nos habían enseñado y que ni siquiera nos habían señalado como objeto de un saber. Fue la manera que tuvimos de asegurarnos en un territorio abierto, respecto al que alguien como yo, por ejemplo, tenía muchas menos herramientas reflexivas que las que contaba para pensar su presente inmediato.

Me parece importantísimo que la película de Luis López Carrasco deje a quien la ve en la misma situación de desconcierto y dominio. Porque si sus 200 minutos funcionan es en gran medida porque reclaman una participación afectiva y una lectura: piden que se establezcan vínculos, identificaciones, que unx se acerque y aleje de quienes salen. Que sepa y que no sepa. Creo que es muy necesario que una propuesta así venga a suceder precisamente ahora, cuando está a punto de pasar, si no está pasando ya, que la desatendida década de los 90 es objetivo de saturaciones museísticas que aplastan su complejidad en esa especie de consenso sobre disenso que tantas veces es el art talk contemporáneo. Antes de que suceda. Antes de que esa época se codifique como pasado y se separe definitivamente del presente por lo vivido para juntarse solamente por lo pensado. Antes de que ya no pasen cosas tan extrañas como las que le pasaron a esta película, que varios críticos vincularon con El desencanto de Jaime Chávarri por un parecido que no explican del todo y que yo no termino de encontrar, pero que acepto como síntoma de agujeros similares en el relato colectivo. Como síntoma de nuestros desajustes. Que las palabras desencanto y descubrimiento salgan en sus títulos, y que a su manera las dos salgan desajustadas, también quiere decirme algo, aunque tampoco sepa qué.

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