Yo soy la luz del bosque o cómo descoser el tacto

Yo soy la luz del bosque es un heptasílabo claro que perpetúa su oralidad en una conversación con lo otro, sin que exista la necesidad de que responda. Aquí la conversación significa rezo, mística del cuerpo-árbol, de la boca-llaga, del amor-milagro y del dolor-verbo.

Inés Martínez nos adentra en su bosque para mostrarnos la vulnerabilidad desde el rugido de los órganos. Nos muestra lo ridículo, lo roto y lo cansado y, así, apunta hacia la luz sobre la tierra y la semilla. Dice Inés:

Tienes miedo de que se acabe el amor
como tienes miedo de mirar el suelo
y ver crecer una semilla hermosa.

La palabra se alza como una posibilidad en la que, si no crecer, al menos sostenerse.
A lo largo del poemario, el eco, el temblor y otras referencias al sonido ayudan al yo poético a encontrar la boca del árbol de la que escaparon todos los pájaros, origen y meta indiscutible de este viaje. Con el nido vacío y el cielo desprovisto de vuelos, ¿qué queda del grito? Es más, ¿cómo y cuándo se originó el grito? ¿Por qué? ¿Son sus restos migas suficientes para deshacer el camino?¿Lleva dicho camino hacia algún lugar que no sea la misma boca abierta por el asombro o por el hambre? ¿Importarán acaso estas preguntas una vez se haga la luz?

Si me pierdo en el bosque,
¿qué rastro seguirás para atravesar el verde
y decir mi nombre?

Desde un tono confesional, tanto en su sentido íntimo como ritual, Inés imbrica las debilidades del cuerpo, el cansancio y la enfermedad con aquello que nace y reverdece y, así, construye un manifiesto de la ternura descarnada:

Escucha cómo me rugen las tripas (…), escucha cómo se rasga la piel fina de mis brazos al hincarme las uñas (…).

Escucha:

Cómo tiembla la hierba.

Yo soy la luz del bosque se inicia desde la oscuridad de lo frondoso. El rezo torrencial es aquí una cascada que brota de las manos frías hacia todas las paredes del mundo, inundándonos. Y pienso: ojalá poder derribar todas las paredes del mundo y que el desborde se convierta en una laguna suave. Y, de nuevo, pienso: esa debe ser la sensación al convertirse en la luz del bosque. Laguna-musgo, alivio dorado. Un mantra con el que aligerar todos los huesos del cuerpo.

Según avanza el libro, los poemas adelgazan, se sintetizan y comprendemos que el grito imposible es el que más espacio ocupa. Se recorre un proceso de sanación cuyo centro de terapia es el bosque. Refugio último del yo poético, el bosque protege, limpia y germina.

Vas a hacer una cosa: pon tus manos sobre el pecho.

¿Cómo si fuera un muerto?

No, como si formaras con ellas una mariposa.

Entonces, de la huida y del grito emergen el goce y las mariposas. Yo soy la luz del bosque es, ante todo, un canto al amor. El robo de los símbolos católicos para conformar una fe pagana, casi de meiga que corre sobre los helechos con los pies descalzos. Una fe basada en atravesar el miedo:

Acojo el verbo con las manos huecas,
me penetra.
Yo me sostengo, me clavo en la tierra,
no pido clemencia.

Una fe cuya iluminación es dejar ir al miedo tras las migraciones de los pájaros. Y ya no temer su regreso.

Podría ser peor, Alberto Acerete

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