Si el cineasta francés Éric Rohmer trató de rodar la vida en sus cuentos dedicados a las estaciones del año, algo parecido parece haber conseguido María Jesús Mena con este corpus de poemas en los que los saltos de textura entre lo dicho por el autor y lo dicho por el escritor no muestran sus soldaduras. Toda obra literaria —per se— es un artificio, pero si algún compromiso contrae el poeta a diferencia de otros escribientes, es que, además de escribir sobre aquello que conozca a la perfección, su canto debe aspirar a la verdad. La autora decide hablar de sí misma y de su relación con el mundo, un tema —a priori— del que todo ser viviente cree saber. Sin embargo, los poemas no nacen de la certidumbre. Incluso los recuerdos se presentan como algo difuso que la literatura es capaz de recomponer.
Puesto que debemos dudar siempre de aquel que manifieste haber encontrado la verdad, María Jesús Mena nos habla desde la duda, desde la turbación, desde el desequilibrio que propicia enfrentar el abismo: debilidades humanas que permiten dimensionar nuestra fragilidad como seres imperfectos y finitos. Pero también, desde esos lugares donde la vulnerabilidad queda dibujada por contraste, se percibe y cuenta la belleza con la exclusiva fascinación que poseen los seres mortales y pensantes. No solo encontraremos sinceridad, desnudez y transparencia en los argumentos del discurso poético, también la claridad de lo diáfano invade la forma en que se dice. Por tanto, la verdad no queda en ningún caso corrompida por la impostura de un yo lírico que —como sabemos— no existe, como tampoco por las limitaciones de un lenguaje (significantes) cuya relación con el mundo real es completamente arbitraria.
Poemas sordos es una obra sensista, la piel es la verdadera página sobre la que se extiende el poema, gamifica el acto de leer y propone a los lectores un juego: el de colocarse unos tapones en los oídos y traducir el mundo a través de los demás sentidos. Estos poemas redundan en la percepción, pero —como es de suponer— no auditiva, sino corporal: visual, táctil, olfativa; la imagen virtual —y su sonoridad— queda formada en nuestra mente siempre después de haberla sometido al procedimiento de las sensaciones. Esta circunstancia, que sin ninguna duda singulariza a este libro, se dio de forma parecida en su anterior poemario, titulado Poemas ciegos, por lo que podríamos estar hablando —como mínimo— de una bilogía dedicada a la relación entre el mundo y el ser humano mediada por el cuerpo, principal núcleo de la comunicación, que probablemente se convierta en un futuro en trilogía (poemas mudos).
El concepto de sordera que la autora maneja en este libro puede estar más relacionado con la consciencia y sus derivaciones mentales que con la privación del sentido auditivo. Asumir el tácito pacto entre autor y lector que coloca al leyente en la tesitura de no poder oír, más que una invitación, es una provocación: la sordera obliga a potenciar la mirada, agudizar el olfato, a convertir en verdaderos detectores las yemas de los dedos. Otro sentido, pero este no físico, es el figurado, el cual se convierte en una llave necesaria para desentrañar la esencia de algunos poemas.
Previo a las amplias partes temáticas que vertebran a este conjunto, encontramos un poema, de título “Fábulas sordas”, que anticipa varios aspectos que conviene señalar, pues funciona a modo de propedéutica. La autora marca en cada verso una letra con tipografía negrita, y si unimos de principio a fin, y por ese orden, los signos destacados, descubrimos que esas letras conforman el título del libro. Estamos hablando de un acróstico libre. Por tanto, somos inducidos a pensar en ese otro plano legible de todo texto, pero oculto, que puede contener valiosos mensajes a modo de palimpsesto. Este poema nos habla de pérdida, de la desposesión paulatina de nuestras facultades y su posterior consecuencia, pero lo hace de manera que cada verso desde su inicio está dedicado a una de las personas del verbo, aunque con cierta singularidad: yo, tú, él, ella, ello… A la tercera persona del plural le dedica una estrofa completa, puesto que es la responsable de la determinante conclusión final. Es palmaria una apertura del discurso lírico que va desde lo particular a lo general, de lo privado a lo público, de lo cotidiano a lo universal.
Utilizando poemas estróficos, de verso libre y larga extensión, María Jesús Mena compone una amalgama existencialista en seis actos: “Ecos”. Como si de la polifónica resonancia de una orquesta se tratara: vida, amor, recuerdo, miedo, reflexión y ausencia transmiten la vibración de alguien que vive el misterio de su vida y la comprende como un: «testigo sordo de nuestra preexistencia». La poeta encuentra en la metáfora de las múltiples paráfrasis que utiliza para definir algunos conceptos, el vehículo preciso para canalizar la efusividad de su discurso: «Esa delicia de agua, esa estancia fallida, / esa mano que aprieta y que arrebata el cuerpo. / Esa boca de agua, ese estar tan rabioso, / ese amor tan precoz, que enloquece y confunde». La profusión parafrástica será uno de los factores determinantes del discurso, presente en todas sus partes, y responsable de buena parte de su riqueza expresiva.
Todo poema es una búsqueda de la belleza, pero también, de nosotros mismos. Como buena prospección, los poemas de María Jesús Mena indagan en lo desconocido, a tientas buscan las vetas que señalan su origen, y a su vez se convierten en transmisores de fascinación y duda, binomio contingente que se revela inmanente a medida que seguimos leyendo. La incertidumbre da paso al miedo, como el recuerdo del amor nos conduce al dolor e incluso a reflexionar por el paso del tiempo. Nada está por estar en este discurso salvífico que exterioriza los motivos de sus heridas para cauterizar sus llagas.
Los seis poemas que integran “Melodías onduladas” proponen un discurso nacido de la fragilidad, de esa sensación perenne que sobre la muerte asume lo caduco, pero conforme avanzamos en la lectura descubrimos que es la esperanza su mensaje más rotundo. Dicha esperanza se fortalece y representa en el amor, la necesidad del otro se comprende entonces como un hambre que la poeta intenta describir, aunque sabe que solo es posible aportar definiciones parciales e inacabadas. La finitud, lo limitado muestran en la palabra su descompensada lucha con lo inabarcable.
La evolución interior, anticipada por uno de los epígrafes iniciales, queda patente en el bloque titulado “Versos melódecos” (disonancia buscada y representada por este adjetivo arrítmico). Aquí, los primeros poemas se amoldan y aliteran a un patrón melódico que bien podría interpretarse como una canción. La naturaleza oral y musical de la poesía queda al descubierto en unos versos desnudos, dictados en primera persona, que alzan el vuelo y se convierten en canto. La introspección del hablante lírico encuentra su propio correlato en un poema ecfrástico sobre el cuadro “Terapeuta” (1937), de René Magritte. Se identifica de alguna manera con el personaje principal de dicho cuadro y reconoce en su surrealismo parte de esa iniciación que es buscarse a través de la poesía. A pesar que Magritte concibió esta pintura como parodia para ridiculizar la excesiva atracción que sintieron los surrealistas de su época hacia el psicoanálisis y otros postulados de Freud; esa jaula, ese mar, ese vacío interior, la paloma libre y la enjaulada se convierten en símbolos antropológicos que no hablan sino del ser humano y su percepción del mundo: universo ontológico.
El último tramo del poemario —no por nada— se titula “Madurez”. Dos paratextos, uno de Siri Hustvedt, esposa del escritor Paul Auster e investigadora en campos de neurociencia, filosofía y psicología; y otro, de Abraham Maslow, famoso psicólogo y uno de los fundadores de la psicología humanista (autoactualización y autorrealización), anticipan de manera conductista el valor de autodescubrimiento que estos poemas consiguen alcanzar. María Jesús Mena se ausculta a sí misma, pero como todo poeta, con cada hallazgo, cada fulguración, cuanto encuentra posee un mensaje —también— universal, y así puede y debe ser además interpretado. Como buen corolario de un trayecto, en este informe cabal de certidumbres la primera prueba de esa supuesta curtición la encontramos en el primer poema: un soneto clásico de rima consonante que —además de romper con el planteamiento métrico y sonoro anterior— supone una oda a la mentira. La factura de este soneto es impecable, y la fractura formal que demuestra señala el rigor y la versatilidad de la que es capaz esta autora: lo putrescible se vuelve determinante, incorruptible.
El poema “El amante” está narrado en tercera persona, es muy narrativo y cuenta una historia. Por su parte, “La inmersión” es una epístola dirigida a la persona amada, verdadero y único narratario del discurso lírico. Si escogemos cualquier latitud de este libro al azar y estudiamos de manera pormenorizada las características del poema que encontremos, veremos que detrás de cada texto hay una autora que toma decisiones técnicas para multiplicar las posibilidades comunicativas de cada verso. Encontraremos sutiles diferencias entre ellos muchas veces: cambio del punto de vista, uso de las personas verbales, apelaciones a la otredad, imbricación de capas temporales. Cada una de estas decisiones avala a María Jesús Mena como una poeta lúcida y madura que controla en cada momento ese territorio en conflicto que es la página en blanco (foro de la conciencia) en su lucha contra la injerente tinta (polifonía).
En este segundo poemario, María Jesús Mena se revela como una poeta y una mujer empoderada por la experiencia y la palabra. A un afán preciosista, que podemos inferir por la elección del léxico, debemos sumar la rotundidad de un decir que no tiene reparos en extenderse; su voz transmite la seguridad del viajero ilustrado; su mirada, trasluce mucho más de aquello que queda codificado en los signos: frenesí y reflexión no son modos antitéticos de comunicación, sino los extremos de una misma cuerda.
Poemas sordos posee la sinceridad de un diario, la emoción de una novela de aventuras, es una lectura que no realiza concesiones de cara a la galería, ni esconde sus defectos para mostrar solo sus virtudes. Puede ser muchas cosas, pero sobre todas ellas, es una carta abierta a la otredad, a la persona amada, un libro que hace de la lectura: hogar; una invitación a la catarsis de una generosa conciencia en llamas que por más que se vea sometida a infinidad de vicisitudes, no pierde su esperanza en el amor: «nuestras manos aún labran / y acarician las puertas / … de la hermosa y abundante Tierra».
José Antonio Olmedo López-Amor es escritor, crítico literario y editor. Titulado en Audiovisuales. Cursa Estudios Hispánicos, Lengua Española y sus Literaturas en la Universidad de Valencia. Publica crítica literaria, artículos y entrevistas en revistas como Quimera, Turia, Los Diablos Azules o Revista de Letras. Miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional. Codirector y cofundador de la revista literaria Crátera, así como cofundador de su sello Crátera Editores. Publica ocho poemarios y dos libros de ensayo.