A propósito de Los brotes negros

“Dicen que allá en los ríos, cuando baja
el viento oscuro de la noche, un pez
acaso me recuerde.”
Leopoldo María Panero

A veces, cuando no puedo dormir, escribo. Escribo largos textos que nunca sé en qué terminarán, porque los escribo en mi mente. No me levanto. No enciendo la luz. No cojo papel y lápiz. Escribo por dentro y tacho y rehago y cambio el orden y busco sinónimos y titulo y vuelvo a tachar y a rehacer y…, hasta que quedo conforme con lo escrito. Entonces, con el texto empaquetado en mi nube mental, pienso que mañana, cuando me levante, lo escribiré. Es mi manera de vencer al IMT (Insomnio Mental Transitorio, el único acrónimo médico que admito porque no existe).

Esta mañana, “radiante de cansancio”, no recordaba qué había escrito, naturalmente. Mi texto era una Alicia a través del espejo de Los brotes negros de Eloy Fernández Porta. Alicia era yo. El espejo era el libro. Los brotes negros (matizados, tal vez sólo grises) eran todos los murmullos asociados a mi incapacidad para dormir. Ante la imposibilidad de comparación empírica el texto era perfecto, el mejor texto que había escrito nunca. Imbuida por lo leído había dejado que mi yo más pequeñita y mi yo más gigante jugasen, sin dolor, con el sombrero Porta, con las palabras del sombrerero Porta. En lugar de su “No hagas eso, cabeza. Por favor” había conseguido, demiurga falsa, llevar la cabeza al lugar donde, desde la escritura, lo leído era soportable.

Sabiendo, como sé, como hace tanto que sé, como siempre sé, que lo escrito en el aire, en mi mente-aire, en un bien despierto duermevela, no se materializará ni con la exactitud ni con la genialidad conseguida (sí, claro, sin testigos ¡soy una genia!), ahora soy una recolectora de brotes de decepción. Porta escribe: “Quizás tengan razón los días rotos”. Yo le respondo, desde la grieta de esta mañana: quizás necesito las noches de desbordamientos controlados para que los días no se rompan del todo. Me aferro a lo que existió en la oscuridad aunque ahora lo tenga desexistiéndose entre las manos. ¿Qué es este texto sino eso? Un collage de flashes de lo que escribí esta madrugada, de lo que sentí ayer, de lo que intento controlar hoy: “vivo los sentimientos como re-sentimientos o remociones”.

¿Ganas de gritar? Sí. ¿En medio de la calle? Sí. ¿Ira? También (contra mí, claro, porque pasan los años y no aprendo: “Gema, los textos se escriben de verdad, ¡no en la mente!”, ¿dónde está mi “explotación de las capacidades mentales que rige el sistema productivo: piensa más, razona mejor”?). ¿Decepción? Máxima. ¿Bucle y vuelta a empezar? Bucle y… “Cae Kabul” pero no, vuelta a empezar no. ¿Vuelta a empezar no? Cierro los ojos. Estrategia tangible, física, espejo en la pantalla y vamos allá. Control de las emociones, de las voces que me acribillan, “hacer de la cefalea orgasmo y de la migraña eyaculación”.

Escribo. On. Y recuerdo.

“La escritura automática es un método psicoanalítico. El ansia es esta frase. La escritura: nervios, nervios, nervios.”

Desbloqueo. On. Y recuerdo.

“Interrogar al cuerpo. ¿También hoy piensas dormirte?”

Creación. On. Y recuerdo.

“Fue reconfortante saber que el dolor podía reconducirse, en una especie de arte casero”.

Pero.

Página en blanco. On. Recuerdo.

“En la actitud de rendirse siempre he buscado terminar con el tiempo Sísifo de las obligaciones, poner punto final a la secuencia de deberes que nunca logro cumplir”.

Pero.

Miedo. On. Recuerdo.

“Pasto de termitas, mi cabeza. Me comen despacio.” “La sierpe sestea en su rama. Los momentos de calma son solo preparativos para el pánico. Dame una tregua, cabeza. Por favor.” “¿Pensar? ¿cómo? Yo ya no hago eso, solo estallo, solo soy un termitero, solo digo “termitas”…”

Recito en mi interior la oración de Los brotes negros (grises, hoy sólo grises). Liturgia: dame una tregua. Cabeza, por favor. Termitas, quietecitas. Musas de la madrugada, venid a mí. Palabras, aunque empeoradas y gastadas, construid un dique con este texto, aunque sea efímero, aunque sea la casa de las sombras danzantes, aunque arda en llamas. Necesito construir para poder quebrar, para mirar desde el minarete de carbón, para decirle al ansia “eh, tú, lo he vuelto a hacer”, aunque ya no esté, aunque tenga, de nuevo, otra vez “el último archivo desordenado”.

Al mundo, feligreses de la nada, os digo: “Sé que hay personas que me ven como alguien fuerte, en cuanto al carácter y la decisión; yo no me percibo así a mí mismo: a veces me embarga una sensación de desvalimiento que es más propia de un niño, y que no se corresponde con la situación en la que estoy.” Al mundo: “Alguien grita a través de mí; cuando no soy capaz de retenerlo, cuando soy griterío, soy todo el mundo excepto yo mismo, soy la caja de resonancia de una patología comunal. ¿Quién no grita?”. Al mundo: “Mundo, relativízate”. Mundo, ¡relativízate!
Y ahora sí. Poción mágica, juego de té, reloj en las ocho en punto, sombrerero Porta por compañía. Ahora sí, galería de espejos tapiada, voces apagadas, adiós interferencias. Ahora sí, retomo el texto, recojo las palabras, escribo. Ahora sí, escribo. Ahora sí.

“Si es que la escritura misma no es algún tipo de dolencia, un mal mal diagnosticado”
Eloy Fernández Porta

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