Intentar la casa o cómo crecer en el telar de Penélope

Una de las primeras cosas que dibuja cualquier persona durante su infancia es una casa: cuerpo cuadrado con una o, quizás, dos ventanas bajo las que aguarda una puerta; tejado a dos aguas; acaso, también, chimenea cuyo humo se eleva hacia el sol y las nubes. Después, la familia: monigotes frontales cuyas diferencias residen en la proporción que ocupan en la hoja, la longitud del pelo y el color de la ropa. La casa y la familia son, entonces, sinónimos de hogar. La alteridad de estas estructuras no tiene sentido en la niñez: forman parte del yo, porque el yo es, en ese momento más que nunca, proyector de la realidad, del mismo modo en que es capaz de insuflar vida a juguetes, rocas y escenarios invisibles . Pero, ¿qué sucede cuando se repara por primera vez en la grieta que desmoronará los componentes del, ya dado por sentado, hogar?

“Vaciar para llenar, reconocer el hueco, identificar sus vicios, acudir a ellos, deshacerse para tejer mejor”

Así como una de las hipótesis etimológicas de la palabra casa escarba en el hebreo hasta el término kisá (tejer y cubrir), los poemas de Andrea López Montero tejen y destejen un capullo de gusano de seda con los ojos quebrados / sin punto de partida, en cuyo centro reside el espacio vacío para el deseo de hogar, el hueco a cubrir para metamorfosearlo en cobijo.

“Existe la posibilidad, existe
la casa.
Vamos a ser salvados”

El deseo en forma de ruego o de rito o de superstición o de poema, si es que no es todo lo mismo. La esperanza. Los restos rebeldes de infancia guarecidos en la imposible vida adulta. Recursos para combatir el aislamiento, el desamparo, la inestabilidad. Ser tierna y vulnerable resulta la única postura posible cuando la enfermedad tiñe de amarillo el mundo.

“Recogemos la palabra náusea y la palabra cáncer
que en realidad nos recogen y nos habitan
y crece la palabra muerte y su posible
y crece la historia interrumpida.
Recogemos la palabra vida y no sabemos
dónde colocarla ahora”

La niña Andrea sostiene de la mano a la Andrea adulta mientras esta se enfrenta a la realidad de una casa que se derrumba una y otra vez antes de terminar de construirse. La acompaña, indestructible como solo lo es una niña, a través del desencanto. La Andrea adulta admite: Volví sin la magia (…) / del verbo táctil de mariposa; sin embargo, no parece consciente de la magia nueva, que es la magia vieja: aquella que ha aprendido a desviar de los juguetes, rocas y escenarios invisibles al arte plástico, la amistad y la escritura. La magia nuevavieja es de colores incómodos y ya no se conforma con el dibujo de lo obvio.

“mi memoria guarda trescientos abecedarios y una palabra que se repite:
casa,
casa o ausencia de casa”

Los poemas del primer libro de Andrea López Montero muerden, sangran, desaparecen, pisan, cazan, caducan, sueñan, deforman, vomitan, rasgan, laten, muestran y esconden pero, sobre todo, existen. Existen por encima de la enfermedad y la casa; existen gracias a ellos (la familia), es decir, por su culpa; existen como un color doméstico sin tejado a dos aguas ni chimenea; existen como prueba de que el intento es un hogar en sí mismo.

“(…) arrastra la espiral y encierra
despojos, belleza dura, sucia
y sigue”

Obedientes, seguimos la matriz que Intentar la casa nos ofrece y que nos deja, a cada quien, un extremo distinto de algún hilo roto entre las manos. Gracias, Andrea: no hace falta nada más para empezar a tejer y cubrir y destejer y descubrir.

Podría ser peor, Alberto Acerete

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