Z ha muerto. Vieron cómo era introducido por D. en un Mazda de color negro y rojo. D. le prometió un juego en casa. Z le tenía miedo a D., no se fiaba de él, pero qué otra cosa podía hacer. D era el nuevo marido de su madre, le había comprado unas gafas graduadas muy caras y le afilaba las garras con las que arañar la noche. No tenía elección. Así que se metió en aquel coche. D le llevó a su casa a jugar al Discovery, pero nada más cerrar la puerta algo estalló para el resto de los tiempos. D. golpeó con un bate de béisbol la alumbrada cabeza de Z. Una vez en el suelo, se acercó atravesando el charco de luz que brotaba de sus ojos. Puso una mano en su boca. Los delicados y exactos zarpazos de Z nada pudieron contra el cuerpo de D., más complejo y viscoso que el lienzo nocturno que solía desgarrar, en su creación del relámpago.
D. puso su otra mano libre en la nariz de Z y la apretó con fuerza. Z se ahogaba, sacudía su cuerpo contra el suelo. Saltaban chispazos ocres y metálicos que se perdían en un firmamento anochecido. Ciento veintidós ciervos huyeron en estampida entre los dos faros que crecían amarillos por la carretera. Un enjambre de visión púrpura se coló en vórtice por el sumidero -sonidos de cisterna-.
Los oráculos y las simas secaron sus desiertos de selva; no volvieron a custodiar sus insondables signos, su ocultar sereno y abisal, su revelación.
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<<<<>>>>>>>>fue así como D. pasó del oficio de la
traducción,
a la del dictado].
Collage original por Marina Palomo.
Soy madre de dos hijos e hijo también soy. Para ganarme la vida trabajo en un centro psiquiátrico (de momento). Me gustaría ser Sherezade pero no tengo tanta memoria, ni vocalizo bien, ni vivo en la Bagdad del siglo IX, ni tengo su sabiduría. Así es que se me da mejor escuchar las mil y una noches de las personas con las que milagrosamente coincido y con las que me siento a mirar el océano de vida y muerte que albergan. Y con esos relatos me asombro.