Ruido blanco VI: El hotel

Me da miedo empezar a decir algo. Y no saber qué decir más que esto. Hola, me llamo… Tengo… Perdón… Estaba trabajando… Me duelen los labios y las manos me huelen a lejía. Tendría que haberle hecho caso y haberme limado las uñas. Las células muertas endurecidas que crecen de mis dedos son asimétricas, tienen las cutículas ensangrentadas, y les faltan trozos… Pero no quiero limarlas, es una pérdida de tiempo. Supongo que las uñas de oficina se mantienen mejor que las de limpiar retretes. Además que no me gusta: una vez soñé que me limaban la piel del cuello y caía por mis hombros como un vestido de seda. Hoy me toca la habitación 23.

Me disculpo con la cabeza y me voy corriendo. En este hotel cada vez hay reuniones más extrañas. Serán un grupo de coaching o de teatro. Mi jefa se alimenta de todo tipo de conferencias, cuanto más extravagantes y novedosas mejor. Es bastante tocapelotas la rusa. Siempre me pellizca la barriga cuando me ve, como gesto de que somos superamigas. Y que nuestro negocio es como estos de ‘Google’ donde los viernes por la tarde se toma el vermut con todo el equipo, muy open, más allá del trabajo. Pero aquí limpiamos como toda la vida. Con sudor y sueldos de risa.
Todas las mañanas me enredo en el mismo ritual. Cojo las sábanas de la lavandería y las coloco en el saco rojo, luego lo estrujo en mi pecho y lo transporto hasta la planta que me han asignado hoy. Mientras subo las escaleras de caracol inhalo el olor a lavanda y limón de la ropa de cama. Hoy María y Laura han llegado tarde, pero no soy quién para discutir con ellas. Las pobres sólo tienen dieciocho años, angelitos del señor, y están aquí cargando con sábanas y limpiando la mierda de los turistas remilgados que se pasean por aquí y por allá con sus gérmenes y su dinero.

Cuando me enseñaron a hacer una cama de hotel creía que había descubierto una nueva realidad sobre lo que era una cama. Resulta que hay mil nombres para llamar a una almohada, que con la colcha se pueden ocultar algunas manchas y que si barres por las zonas ‘de máxima afluencia’ puedes evitar las aspiradoras. Por no hablar de cómo extender las bajeras de una cama de matrimonio en la que perfectamente podrían dormir cinco personas. Tan difícil como desplegar la vela de un barco antes de atizarla.

En la habitación 23 huele a humedad. En realidad, adoro mi trabajo, sobre todo cuando me encuentro habitaciones como esta. Recién abandonadas, con el olor de sus huéspedes y pequeñas pistas de lo que había sucedido la noche anterior. En el suelo hay un sujetador de Hellow Kitty y varios pelos fucsias alrededor de la cama. La televisión está encendida y hay un cacharro que desprende un humillo añil. Un par de discos sobre la cama. Unas gafas doradas. Un tutú verde sobre el escritorio. Una factura de un restaurante japonés y un par de euros en el cajón de la mesita de noche. Siempre se lo digo a mis chiquillas: una habitación de hotel nunca es de nadie, es del mundo. Por tanto los sueños, las comidas, los olores, las caricias… Tampoco son íntimas. No cuando al día siguiente duerme en el mismo colchón que tú un tipo de vete a saber dónde. Y te convences de que una telilla recién lavada es lo suficientemente impoluta para que sea tuya.

El baño está hecho un asco. Hay pelos por todas partes: los más largos están sobre el lavabo, son rubios y grises; otros, los del bidé son cortos y excesivamente finos, como de gato. En el espejo hay mensajes escritos con pintalabios, algunos inelegibles. Mientras limpio la pila intento descifrar las palabras. “Sé tu propia forma de belleza”, dice uno. Otra dice “que le jodan a la belleza”. A lo que le contesta otra “la belleza no existe”. Luego hay una flecha que conduce a otra que reza “la belleza ha muerto”. En el borde del espejo, la última “la belleza es verdad”. No sé si la clientela está a favor de borrar las marcas de los espejos, pero por muy poeta que se crea, la primera ley de la limpiadora de hotel es “cualquier anomalía en la escena es suciedad”. Lo cumplo y borro todo. Cuando termino de pasar el trapo, me enfrento a la imagen de una mujer cincuentona, gorda, con pliegues entre los labios y una cabeza anticipada a su espalda. Como si mi cara hubiera decidido divorciarse de mi cuerpo. Desde luego que yo era un tipo de belleza. Una grotesca y excéntrica.

Enciendo la televisión para escuchar de fondo las noticias. Hace diez días que mi padre se fue. Me lo dijeron sin más, escrito en una carta de papel de cebolla. Me escribía mi tía, con letra ruidosa y mayúscula. Sólo a ella se le ocurría mandarme una triste carta, en el siglo en el que estamos. Supongo que escribirlo en un trozo de papel sería mucho más definitivo que una llamada. Hacía tiempo que papá se había esfumado, como aquellos chuchos que se largan para que nadie les vea morir. Siempre nos decía que él quería irse “por la puerta grande” sin pena ni gloria, porque seguramente creía que la otra vida era un laberinto, un pasadizo secreto con trampas y pasillos. En mis pesadillas él venía a verme y me decía que bajara el volumen, que había mucha luz o que el ambiente estaba saturado. En ese espacio blanquecino y disgregado de mi memoria no había formas –o no las recuerdo– e intentaba explicarle que no podía controlar la luz, ni el aire, ni el ruido que nos envolvía. Pero mis labios estaban sellados por una sustancia pegajosa.

Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Quedaba lejos aquella época en la que compartimos el mismo mundo. Mi infancia pasó de largo, líquida, silenciosa llena de cucarachas y nuestra casa impregnada con el olor a buñuelos de calabaza que hacíamos todos juntos. Mi padre les ponía azúcar por encima y cantaba la canción de la nieve. Decía que eran buñuelos nevados. Luego nos cogía a las tres en brazos y nos llevaba a la calle caliente, descongestionada y murmurante. Los domingos íbamos al cine con veinte pesetas y sonaba el NO-DO antes de cada película. La primera sesión era la que más nos gustaba, porque aún podías sentarte en los asientos de madera sin esquivar las botellas de gaseosa que rodaban por el suelo, o las pipas peladas que se colaban entre la ropa.

En el bolsillo encontraron su móvil, repleto de llamadas perdidas. En su fondo de pantalla estábamos mis hermanas y yo de pequeñas, en la montaña, señalando el cielo. Ese día habíamos faltado a la escuela y nos habíamos ido con mi padre y sus hermanos. En aquella época era natural creer en la llegada inminente de extraterrestres, y corría por el pueblo la noticia de que esa misma noche aterrizaría un ovni en el Cid. Mi madre se puso un vestido blanco y mis hermanas y yo llevábamos lazos del mismo color. Habíamos preparado una cesta con manzanas, peras y frutos secos. Cogimos todas las cantimploras posibles y unas servilletas a cuadros rojos. Mi hermana me susurraba al oído que “los alienígenas podían ser malos y cortarnos a trocitos” pero yo intentaba hacerle caso a mi tío. Él, un abogado de los pies a la cabeza, no podía estar mintiendo ante tal acontecimiento y me aseguraba “que si eran una especie capaz de viajar por el espacio también sería lo suficientemente inteligentes como para no empezar una guerra”. Durante el trayecto por las montañas secas de nuestro Valle, vimos como muchos vecinos se marchaban después de un largo día de expectación. Sin embargo, no recuero ver a nadie desilusionado o engañado: todos creyeron que ese día no nos visitarían, pero que lo harían tarde o temprano. Vimos el atardecer y las primeras luces del pueblo resplandecían en el horizonte. El humo azul de las primeras semanas de septiembre nos ponía la piel de gallina. Mamá sacó un par de mantas y utilizamos las servilletas para sentarnos debajo de un par de Olmos. Diseccionamos varias hormigas y nos comimos todo el tentempié de bienvenida para los extraterrestres.

La fiebre de Encuentros en la tercera fase era un vuelco de esperanza y pánico que acechaba a nuestra sencillez. Mamá nunca dejó de poner la radio ‘desintonizada’ para que se escuchara el ruido blanco por todos los rincones de la casa. Decía que ese era el ruido del universo, de todas las voces de todas las personas y todos los animales del mundo. Yo nunca creí que ese ruido aburrido y sin alma fuera el sonido de toda la música, los ruidos de los coches, las personas de la calle, los ladridos de los perros… Todos esos sonidos juntos tan diferentes, tan agudos, tan profundos, tan pesados conformaban un ruido casi homogéneo. Casi silencioso. Sin embargo ella creía que era un sonido relajante, como un zumbido, como una señal de que no estaba sola. Pero, sobre todo, esperaba que en esa frecuencia analógica algún día sonara algo diferente. Un silbido, un anuncio, una respuesta. La voz de Pepe el extraterrestre anunciando que hoy era el día.

Un día, mientras estudiaba los números exactos para mi examen de matemáticas, escuché a mi madre gritar y levantar todas las persianas de la casa con un estridente “¡¡¡Ya están aquí!!!”. A mí, que ya me había vuelto una adolescente escéptica, se me estrechó la garganta. Mis hermanas y yo corrimos al salón. La pequeña me dijo al oído “¿y si son malos?”. Una luz roja inundó la habitación y sólo se escuchaba el ruido blanco de la radio desintonizada. Al segundo, un par de cañas se estrellaron en nuestras ventanas y cayeron al suelo de la calle. Los fuegos artificiales de julio habían empezado. Las fiestas del pueblo acababan de comenzar.

No creo en los extraterrestres. Pero era feliz cuando creía en ellos. Desintonizo la televisión y el ruido blanco inunda la habitación 23. Limpio el polvo de las rendijas de las persianas. Si hay algo que me ha quedado claro es que el polvo ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Y aparece en el suelo en forma de pelusa. En manchas insalvables en las ventanas, que se van haciendo cada vez más amarillas. Paso la aspiradora y recojo todos los pelos del suelo. Me he convertido en una especie de robot y puedo acabar con el servicio en un máximo de 30 minutos. A veces, eso sí, me descubro a mí misma cotilleando en los bolsos ajenos. Buscando sus descosidos, las facturas, los pintalabios rotos. Secretamente, guardo la esperanza de que alguno de los huéspedes sea diferente. No un banquero, ni unos amantes, ni unos turistas caprichosos… Quizá alguno que oculte algo. Un espía. Un alienígena. Tampoco soy tan diferente a mi madre. Justo a eso me disponía, cuando se coló por la puerta la propietaria de aquella habitación…

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