Párrafos alzados al Onetti de Los adioses

“Ya no soy más que yo
para siempre y tú
ya
no serás para mí
más que tú. Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.

No volveré a tocarte.

No te veré morir.”

Idea Vilariño

Los adioses es mi primer Onetti (Montevideo, 1909 – Madrid, 1994). Vaya esto por delante como introducción o, si es preciso, como justificación. No haré por tanto un análisis de esta nouvelle bajo el paraguas del vasto conocimiento onettiano, sino desde la agitación en la que su lectura me ha sumido y en la que todavía permanezco.

Escribo sin leer el epílogo de Rafael García Maldonado en la bonitísima edición de Luz de agosto. Escribo con la intención de leerlo antes de terminar esta reseña emocional (si es que tal término existe, caso que no: inventémoslo). Escribo virgen de onettismo, ¿será esto suicida?

Un hombre sin nombre llega a un pueblo sin nombre en el que hay un hotel sin nombre y un sanatorio sin nombre. El pueblo huele a muerte, a muertes aplazadas a manos del doctor Gunz y el enfermero Castro (personajes con nombre). La muerte es el espectro invisible que se pasea, taxativa y rotunda, ante el mesero del almacén (mesero sin nombre, mesero con sólo tres cuartos de pulmón, mesero ex-enfermo, mesero robado a la muerte). Él es el narrador de la historia, él es quien, con su don para calcular las edades del tránsito final, con sus conversaciones en miradas, con su sagacidad abúlica pero radiográfica, nos explica la historia del hombre sin nombre, del hombre enfermo, de quien sabremos que es una leyenda del deporte en interruptus, y de las mujeres que le escriben y le aman en continuum.

“Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe (…) Me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.”

Comienza Los adioses siendo casi una historia de fantasmas.

El hombre sin nombre deambula por el pueblo desierto. El hombre sin nombre, vestido con su traje de capital, se desplaza a la ciudad para enviar su correspondencia (evita la maldición del timbre del pueblo sin nombre con olor a muerte). El hombre sin nombre bebe en el almacén “combatiendo la idea de que ni siquiera los pasados pueden conservarse inmutables, que los pasados escarban para descender, alejarse, cambiar, seguir vivos” y el hombre sin nombre huye del almacén cuando recibe carta “no por la urgencia de leerla, sino por la necesidad de encerrarse en su habitación, tirado en la cama con los ojos enceguecidos en el techo, o yendo y viniendo de la ventana a la puerta, a solas con su vehemencia, con su obsesión, con su miedo a la esperanza, con la carta aún en el bolsillo”. El hombre sin nombre está sin estar en el hotel, indolente, “vacío y sin memoria”, escapando de la causa común: hombres y mujeres que llegan al pueblo sin nombre ¿para sanarse?, hombres y mujeres que llegan al pueblo sin nombre para morir. El hombre sin nombre, el hombre que hace caso omiso al diagnóstico, alquila el chalé de las portuguesas en el pueblo, la casa maldita, la casa de las tres hermanas vírgenes muertas y de la prima no virgen y muerta también. El hombre sin nombre escandaliza a los autóctonos con sus excentricidades y reta al pueblo cuando no teme alojarse a ratos (¿a ratos alcohólicos?) en la casa que nadie querría habitar. El hombre sin nombre no teme a la muerte, no teme a los fantasmas (¿los hay?), no teme a la guadaña en la puerta si la hubiera. El hombre sin nombre no teme.
¿El hombre sin nombre ama? Al hombre sin nombre le aman.

“Eran dos tipos de sobres los que le importaban. Uno venía escrito con letra de mujer, ancha, redonda, con la mayúscula semejante a un signo musical, las zetas gemelas como números tres(…) Los (otros) sobres eran también visiblemente de mujer, alargados y de color madera, casi siempre con un marcado doblez en la mitad, escritos con una máquina vieja de tipos sucios y desnivelados”

Y es en la historia de amor, en las historias de amor, donde se desatan los rumores, los tornados de cuchicheos, el escándalo, ¿la envidia? ¿Puede un pueblo con olor a muerte admitir que un hombre sin nombre, enfermo y sentenciado reciba, tras las cartas, la visita de dos mujeres que le aman? ¿Puede la enfermedad recibir amor o el amor a un enfermo es sólo un amor enfermo que no debe ser visto? El hombre sin nombre en el hotel sin nombre con una mujer sin nombre (la de la letra a mano). El hombre sin nombre en el chalé (con nombre y maldito) de las portuguesas con otra mujer sin nombre (pero más joven, demasiado joven). El hombre sin nombre retando de nuevo a la muerte, o tal vez a la vida, dejando atrás la abulia, esperanzado o con atisbos de felicidad, montando a caballo, sonriente frente a la Leica de la primera mujer, inmóvil y permanente “a través del tiempo que no puede ser medido ni separado” con la segunda.

Al hombre sin nombre le aman. Y las mujeres sin nombre que le aman llegan y se marchan. Y el hombre sin nombre regresa a la rutina de la(s) correspondencia(s), a ser visto otra vez desde los ojos del mesero “todos los mediodías el hombre recogía sus cartas, tomaba una botella de cerveza y salía al camino, insinuando un saludo, metiéndose sin apuros en el insoportable calor, atrayéndome un segundo con la ruina incesante de sus hombros, con lo que había de hastiado, heroico y bondadoso en su cuerpo visto de atrás en la marcha”. El hombre sin nombre, con la enfermedad visible en su rostro, con su sentencia de vida prorrogada, se deja acariciar por la muerte. El hombre sin nombre no parece luchar frente a nada. El hombre sin nombre se deja hacer, amar, morir.

Después, las mujeres sin nombre regresan. Consecutiva y simultáneamente. Y el pueblo sin nombre se agita más. Y el mesero toma partido. Y todo se precipita: la vida y la muerte, la competición femenina por acompañar en la muerte, la determinación masculina por alcanzarla. Pero esto no lo voy a desvelar. El anzuelo está echado (anzuelo jacta est) y la lectura de Los adioses es un placer del que no quiero privar a nadie con spóilers o detalles que deben explotar en la mirada de cada lector.

Más allá de la historia, del argumento, de la trama, del lenguaje de Onetti, de mi desconocimiento de su obra, están los ecos. Los ecos que me han ido resonando mientras leía la novela. Ecos anacrónicos pero que se agitan en mi mente lectora. Y es que resuenan en mi mente Marguerite Duras y Malcolm Lowry. Me resuenan con insistencia, forzando unos paralelismos que no existen pero que yo veo. Me resuena la Duras en el ambiente fantasmagórico y decadente del hotel, del pueblo, me resuena en las esperas resignadas de las mujeres sin nombre, me resuena en la normalidad con que viven el hombre sin nombre y sus dos ellas sin nombre los comportamientos más (a ojos de los demás) extraños. Y me resuena Lowry en el ambiente del almacén, en los supuestos ríos de alcohol en el chalé de las portuguesas, en la dicotomía del triángulo amoroso, en la actitud del hombre sin nombre: el reverso tranquilo del Cónsul, un Cónsul apaciguado. Resuenan. Me resuenan. Y resuenan también en la presencia espectral de la muerte. Retruenan en la presencia espectral de la muerte.

Leo ahora el epílogo de Rafael García Maldonado y se abre a mis pies la zanja del desconocimiento, una zanja mucho mayor de la que preveía. Revela él la técnica onettiana de los dos itinerarios, lo que sucede a ojos de todos, lo que se conjetura a partir de estos hechos. Revela la ambigüedad literaria, el punto ciego de lo no narrado, la cronología inversa entre lo sabido y lo sucedido. Revela y especula, desde la imposibilidad del empirismo pero apuntalado en posibilidades posibles, sobre las razones del hombre sin nombre no sólo para con sus acciones sino también para con sus emociones. Revela los ecos técnicos y góticos de Henry James que, objetivamente, tintinean en la obra.

Me siento pequeñita ante sus seis páginas de análisis y dudo del sentido de todo lo escrito por mí antes de leer su epílogo. ¿Debería borrarlo todo y comenzar de nuevo con una reseña al uso? ¿Debería leer sobre Onetti, además de leer más a Onetti, antes de lanzarme al atrevimiento de escribir sobre este libro? Dudo, medito, decido. Regreso a la denominación inicial: si esta es una reseña emocional entonces todo está bien. Yo he leído Los adioses así, desde el voyerismo del mesero pero con mi propio zarandeo, desde esos trazos jamesianos (que ahora veo) pero retumbando Duras y Lowry en mí, desde la excitación del descubrimiento de un mundo (el sanmariano, ahora lo sé) al que, seguro, regresaré en otras obras.

Onetti, bienvenido a mi vida. Lectora como soy de amores incondicionales, volveremos a encontrarnos.

Los adioses, Juan Carlos Onetti. Luz de agosto, 2022.

Coda 1. Que sí, que tal vez es un recurso fácil iniciar esta reseña emocional con una cita de Idea Vilariño, con una cita de su Ya no dedicado a Onetti. Pero me parece un justo quid pro quo. Los adioses está dedicada a ella.

Coda 2. Homenaje onettiano: cronología inversa: el principio al final. Así comienza el poema de Idea Vilariño:

“Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.

No llegaré a saber
por qué ni cómo nunca
ni si era de verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.”

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