El escritor Álvaro Berlín vivía una crisis de inspiración creativa. Y, el problema, era que la crisis ya duraba demasiado. Llevaba semanas sentado frente al portátil y no conseguía escribir apenas nada. Lo que escribía, lo desechaba. Se había quedado atascado en un punto clave de la novela, en la que los protagonistas alcanzaban la madurez de su enamoramiento. Tras páginas y páginas llenas de ilusión, Berlín se había bloqueado ante la necesidad de afianzar la relación de sus personajes.
Para Berlín no era novedoso el diálogo con sus creaciones. Estaba acostumbrado a escuchar lo que le pedían en cada momento, pero era evidente que en esta ocasión había un problema de comunicación. Tras otra mañana de negación creativa, cogió la cartera, el abrigo y bajó al bar en el que le esperaba su amigo Miguel Grande.
Grande trabajaba como gestor de activos en una empresa de seguros. No era aficionado a la lectura, por lo que Berlín apenas podía intercambiar impresiones creativas con su amigo. A pesar de esa diferencia, se complementaban, y les gustaba beber a cualquier hora del día hasta ponerse tibios de alcohol. La embriaguez suavizaba y pulía la distancia en lo intelectual.
A Berlín le venía muy bien que su amigo no controlara absolutamente nada de su mundo, era una manera muy sencilla de no tener que rendir cuentas. Todo lo que hiciera le iba a parecer bien. No le iba a cuestionar. Además, así aprovechaba para distraerse y hablar de cualquier otra cosa que no fueran los malditos libros. Mucha gente no lo sabe, pero los escritores no aman especialmente su profesión. Es algo adictivo, que tiene que ver con el vicio. No había tanta diferencia entre el momento en el que vomitaba tras pasarse con la bebida y el momento en el que escribía. Por suerte o por desgracia, necesitaba ambas cosas para vivir.
Los dos amigos charlaban de sus cosas, de todo un poco: de la familia, de fútbol, de la situación del país y de sus obsesiones. En esas estaban cuando Miguel Grande le confesó a Álvaro Berlín que había comenzado una relación con una chica extranjera. Le contó que se llama Beatrix Allen, una chica británica de origen alemán, y que la había conocido a través de amigos comunes. Automáticamente Berlín se alegró y felicitó a su amigo con ganas. Hacía mucho que Grande no tenía pareja, al menos, nada que los demás supieran. Brindaron y siguieron bebiendo. En esa conversación todo era más o menos normal hasta que Miguel Grande explicó los matices de su noticia:
-El único problema es que ella todavía no lo sabe – aseguró.
-¿Cómo? – preguntó Berlín casi instintivamente. -¿Qué quieres decir con que ella no sabe que es tu novia?
-Pues eso, que yo a ella todavía no se lo he dicho. Es una decisión personal, creo que me va a ir mucho mejor si Bea es mi novia.
El escritor puso una cara rara, que no era exactamente de sorpresa, sino más bien de dolor. Emitió un sonido de incomodidad y soltó airé. En ese momento pasaron por su cabeza muchas cosas: que a su amigo se le había ido la cabeza, que estaba de broma, que no se podía hablar nada serio con él o, incluso, temió algún comportamiento machista por parte de Grande. Sin embargo, lo que le salió fue la siguiente pregunta:
-¿Pero tú qué tipo de relación tienes con esa chica?
-Una muy buena. Hablamos todos los días, tenemos mucha confianza y cada vez más intimidad – afirmó Grande.
-Pero entonces, Miguel, lo que estás haciendo es ligar con esa chica. Ya veremos si en el futuro es tu novia o no, pero de momento tan solo es una amiga con la que hablas mucho… ¿no? – preguntó Berlín, entre convencido de lo que decía y asustado por la posible respuesta.
-No me estás entendiendo – aseguró Grande con una sonrisa en los labios – Lo que te quiero decir es que yo vivo con la certeza de que es mi novia. Ya sé que de momento eso no me permite tener una relación convencional, como la de todo el mundo. Pero a mí me sirve para estar mejor… Y ya no es solo eso. Desde que doy por hecho que tengo una relación con ella, todo ha mejorado. El diálogo entre nosotros ha comenzado verdaderamente a fluir. Se lo he ido contando a varias personas, desde hace unas semanas. Pues bien, ese ha sido justo el momento en el que ella ha comenzado a responderme con complicidad, incluso con cariño. He pensado que si te lo contaba a ti, que eres mi mejor amigo, la cosa terminaría de cuajar entre nosotros.
Berlín se había apartado, sin darse cuenta, de la mesa en la que estaban sentados. Miraba a su amigo economista con más envidia que miedo. De pronto, deseaba abandonar lo antes posible ese bar e irse a su casa a escribir. No era un sentimiento relacionado con el placer, sino con la necesidad. El caso es que no podía dejar a Miguel Grande allí plantado, y más después de haberse abierto por completo ante él. Notaba, eso sí, que le dolía la cabeza, y no se podía sacar del pensamiento a la pareja de enamorados de su novela.
-¿Te estás dando cuenta de que te estás inventando un amor que solo existe en tu cabeza? – preguntó tras un tiempo, con firmeza, Berlín.
-¿Acaso no es lo que hacéis todos diariamente? – dijo Miguel Grande tras una sonrisa que parecía estar a punto de convertirse en carcajada.
El frío comenzó a recorrer la espalda de Álvaro Berlín y sentía punzadas de dolor en las sienes. Su reacción instantánea fue apurar la jarra de cerveza que tenía delante y pedir dos más. Su amigo hacía rato que había terminado la suya y seguía mirándole con una sonrisa cómplice, que a Berlín le resultaba muy agresiva.
-Mira, no te ofendas, pero todos habéis tenido relaciones basadas en mentiras desde que os conozco – comenzó Grande. – No me refiero a infidelidades ni nada por el estilo, que también. Lo que quiero decir es que siempre os ha ido mal porque esperabais algo de la otra persona que no os podía dar. Y, pobres, pensabais que no iba a ser así. Que la imagen que os habíais hecho de vuestra novia era la real. El tiempo siempre demuestra que la construcción del amor es inevitable. No os culpo, quizás no haya otra manera. Pero, ya que todo es mentira, yo me he formado una mentira en la que encajo mejor. A mi medida.
Con la mirada esquiva, apuntando hacia cualquier punto del bar que le permitiera pensar en otra cosa, el escritor Álvaro Berlín siguió bebiendo. No tardó en cambiar el tema de conversación y, pese a todo, no fue una mala noche.
Ya en casa y completamente bebido, Berlín se sentó directamente en su escritorio y encendió el ordenador. No era la primera vez que intentaba escribir tras haber tomado copas de más, a pesar de que la experiencia le dictaba que no era un buen método. En el fondo, era mejor leer borracho que escribir borracho. Se dirigió al punto de la novela en el que se había quedado y seguía pensando en sus personajes con impotencia. La imaginación no le daba para un futuro entre ellos, y era algo que le rompía por dentro. Se sentía un farsante, un tipo sin ninguna imaginación, y quizás ese era el problema: la necesidad de la imaginación. Se puso a llorar como un chiquillo. Lloraba porque se disponía a hacer lo que sabía que era inevitable desde hacía ya tiempo, pero que se había negado a escuchar. Sin más tiempo que perder, escribió esto en su ordenador:
-Lola, ¿estamos juntos, verdad?
-Arturo, hemos terminado.
(Alicante, 1994), es productor y guionista de ‘Un tema Al Día’ en elDiario.es. Periodista, se especializó en audio en el Máster de RNE por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en ‘No es un día cualquiera’ o ‘De pe a pa’ de Radio Nacional de España y en la productora Osmos Global. Escribe relatos y artículos en Poscultura.