Los libros que no leí en el instituto

Libros

Las lejas de mi casa están llenas de libros y cómics y no sé cómo he llegado hasta aquí. Soy otra de las víctimas de un sistema educativo que te obliga a leer unas determinadas novelas en un tiempo determinado. La mayoría de ellas te llegan demasiado pronto, antes incluso de que despierte esa curiosidad por las historias impresas. No fue mi caso. Mi situación fue muy diferente a la de la mayoría de las otras víctimas -o eso quiero creer- porque cuando entré en el colegio leía muchísimo, quizás un libro a la semana. Recuerdo que a los diez años ya le había robado a mi madre su ejemplar del Señor de los Anillos para poder leer por mi mismo las aventuras de Aragorn, que ella me leía antes de dormir cuando todavía no era consciente de mi existencia. Aprendí a leer casi por repetición con el libro del Rey León: pedía a mis padres que me leyeran ese cuento todos los días hasta que era capaz de distinguir cada letra y entenderla por mi mismo. Cuando tenía 5 años era muy común verme sentado en la calle, con la espalda apoyada en la pared de la casa de mi abuela, sosteniendo el libro del Rey León y repitiendo palabra por palabra la historia que me contaban mis padres hasta conseguir descifrar el significado de cada uno de los extraños símbolos que tenía ante mí.

Así que cómo veréis, yo era un buen aficionado a la lectura. El problema llegó con el salto al instituto y el contacto con su filosofía del “fast-food” intelectual. La obligación de tener que leer los libros que señores de cuarenta años creían que eran adecuados para mi terminó por hacerme aborrecer la lectura. Desde entonces, fui pasando cursos leyendo lo menos posible e intentando encontrarme a mi mismo entre una jungla de hormonas e inseguridades. Hasta la fecha he pasado por diferentes fases en mi relación con la literatura. En la universidad sólo quería leer estudios filosóficos o grandes ensayos de grandes autores caucásicos que ya habían muerto para aprender todo lo que podía de ellos. O por lo menos para repetirlo en el Club Social y ganar puntos con las diferentes chicas que se paraban a escuchar nuestras tonterías. Pensaba que las novelas y la divulgación eran libros para gente incapaz de leer textos con un contenido más adulto.

De eso hace ya unos cuantos años y me encuentro en un punto ilusionante: vuelvo a leer libros de literatura. Poco a poco, estoy recuperando ese hábito que había perdido durante tantos años y que me ha privado de la sensación de conocer grandes historias y a grandes autores. Mi relación con la literatura ha sido irregular, llena de acelerones y frenazos que ha impedido que avancemos a la vez.

Con Poscultura no estoy intentando colgar mi nombre en letras de oro en la pared de algún despacho con olor a fregasuelos barato y a colonia cara. Más bien es la única forma de purga que conozco. Una manera de dar un paso al frente y dejar de lado todas las inseguridades con las que cargo desde hace varios años ya. La única diferencia entre este texto y un psicólogo es que no pienso y me salen las palabras.

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