El pasado 14 de noviembre, Javier Marías publicó una columna en El País titulada “Desprecio de la propia lengua”. Por el título, podemos adivinar que el artículo será un nuevo lamento ante la decadencia de la lengua española por parte del novelista académico de turno (estoy por pensar que se ponen de acuerdo para no coincidir en los temas cada semana); las elegías a los valores tradicionales, el deseo de preservación de una realidad que siempre ha sido inexistente de tan inmaculada que se la imagina, son temas recurrentes en los grandes medios. A fin de cuentas, es difícil escribir periódicamente, sin falta, y si hay que repetirse, que sea por una buena causa, por un problema urgente sin resolver: el maltrato que sufre nuestro idioma.
En su artículo, Marías critica que el español se vea contaminado por el inglés estadounidense, sobre todo en el lenguaje periodístico y el publicitario. Este juicio, que podría permitirle profundizar en una oposición a la dominación lingüística y cultural que acompaña a la hegemonía político-económica de un país, en realidad sirve como punto de partida para descubrirnos todas las palabras existentes que nos puedan hacer entender que la masa hispánica habla escandalosamente mal: “estropicio”, “catetada”, “horterada”… La culpa es de los hablantes y su ignorancia. Por suerte, todavía quedan hombres doctos (y grupos de hombres doctos que conforman reales instituciones) que se rasguen las vestiduras al comprobar que la gente no usa la lengua como los personajes de las novelas (ciertas novelas).
Aunque la asimilación de términos extranjeros como consecuencia del poder de un territorio sobre otros sea un fenómeno que se ha dado en las lenguas a lo largo de la historia, se nos muestra en la columna como un hecho actual y español en exclusiva. Marías está muy preocupado por su idioma; no tiene tanta consideración, en cambio, con sus compañeros de lengua, que no son presentados como sujetos insertos en el proceso de globalización capitalista, sino como una muchedumbre deseosa de parecerse a una nación idiota. Tampoco pierde la ocasión de censurar la existencia de estrategias políticas de revitalización y conservación de las lenguas minoritarias en España o el concepto de género. Asimismo, se entristece por la posibilidad de que un gran número de personas ya no conozcan a Cervantes, Larra o Lorca (reconozco que tuve que googlear, ¿guglear?, siento el anglicismo, estos nombres). Empiezo a sospechar que todo lo que no sea prototípicamente español y masculino es molesto para Marías.
Para disgusto de aquellos que quieren limpiar, fijar y dar esplendor, la lengua es una realidad orgánica, viva, sujeta a cambios porque depende de nosotros, de las personas, que esta funcione. Frente a la actitud normativista que busca prescribir los usos lingüísticos, la imposibilidad de ponerle puertas al campo. El aprecio a una lengua debe empezar por el entendimiento de su naturaleza humana, es decir, mutable, contaminable, y el consiguiente deseo de sacarla de la vitrina dieciochesca. Yo lo tengo claro: me sumo a la propuesta huidobriana que ve en nuestro empleo finito del lenguaje una posibilidad lúdica (con extranjerismo incluido): “Mientras vivamos juguemos / El simple sport de los vocablos”.
(Sevilla, 1998) estudia filología, edita la revista de poesía Caracol nocturno y ha publicado el poemario San Lázaro (Cántico, 2021).