Es probable que el desamor nos llame a la creación porque la dura realidad es que el desamor es tragar agua salada. Y es la prueba, de nuevo, de que la vida no es suficiente. Seguramente se escriben poemas y canciones; novelas y cartas; se filman películas y se representan obras solo para poder decir lo que no podemos decir en la realidad. La contención. Porque sobre el asfalto nos debemos reducir a un cúmulo de términos vacíos; pero vitales para aprender a tratar el adiós.
Pensaba en estas cosas cuando me encontré con un texto que debía recitar en un curso de locución. Se trata de un fragmento de Rayuela, de Cortázar, en el que se inventa un idioma (el gíglico) para contar un polvazo:
“Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.”
¿Por qué es necesario inventar una forma de narrar la pasión? Intentando comprender este texto, me acordé de Manuel Vilas y de Ordesa. Una de las partes que más me cautivó de la novela fue esta:
“(…) Entonces supe que la muerte de una relación es en realidad la muerte de un lenguaje secreto. Una relación que muere da origen a una lengua muerta. Lo dijo el escritor Jordi Carrión en un estado de Facebook: <<Cada pareja, cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama, crea un idioma que solo pertenece a ellos dos. Ese idioma privado, lleno de neologismos, inflexiones, campos semánticos y sobrentendidos, tiene solamente dos hablantes. Empieza a morir cuando se separan. Muerte del todo cuando los dos encuentran nuevas parejas, inventan nuevos lenguajes, superan el duelo que sobrevive a toda muerte. Son millones, las lenguas muertas>>.”
Millones de lenguas muertas. Me gusta pensar que lo que Rayuela cuenta es el inicio de una relación. Un momento de éxtasis, de inconfundible pasión y de desatendido juicio. Un punto de encuentro irracional en el que solo importa el otro y lo que tú sientes por la otra persona. Ese momento en el que venderías tu alma al diablo, en el que te pones tonto y nadie te entiende. Pero un momento único, al fin y al cabo. Por el que merece la pena vivir, si nos ponemos cursis. Lo que Ordesa cuenta es la constatación del paso del tiempo. De que ese lenguaje, tal como llega, se va. Se muere y se pierde, de manera absoluta e infinita.
McLuhan decía que el medio era el mensaje y puede que para el amor esto también sea así. Hay cosas que sí importa cómo se digan. Hay conversaciones que solo se pueden tener de una cierta manera y eso implica que solo se puedan tener con una determinada persona en un contexto concreto. Por tanto, hay que aceptarlo: cuando se pierde una pareja, se muere un idioma. Y, cuando se muere un idioma, se pierden palabras, conversaciones y relatos. Hay cosas que solo se las podemos decir a una persona. Y eso no es sustituible, ni tan si quiera con la consecución de una nueva relación sentimental. Algo se pierde, de nuevo.
Fui a ver una obra de teatro llamada Cama dirigida por Pilar García Almansa y protagonizada por María Morales y Carlos Troya. En esta representación de apenas una hora se cuenta con distintos registros corporales y lingüísticos el inicio y el final de una pareja. Lo que más me llamó la atención de todo lo que sucede es cómo sucede. En la fase del enamoramiento los cuerpos desnudos se mecen a través del verso; cuando la separación es una realidad el lenguaje jurídico se impone. El contraste entre ambas escenas es bestial porque apenas pasan unos minutos. Se nos muestra con claridad como pasamos de decir las cosas más bellas a quien queremos a cómo le tratamos con indiferencia, apatía, desgana e interés económico.
Llego a la conclusión de que volver a enamorarse es como volver a hablar. Por tanto, implica volver a la infancia, desprenderse de prejuicio y armarse de valor a aprender un lenguaje. Por eso cuesta tanto y por eso hay tantos errores, porque a veces el aprendizaje da para tartamudear y poco más. Lo que cabe preguntarse es si todos los amores mueren y, por tanto, todos los idiomas personales mueren. No lo sé. Quizás haya códigos eternos. Manuel Vilas dice que su padre inventó una forma de silbar con la que comunicarse con su madre. Y que no volvió a escuchar ese silbido, nunca, con ninguna otra persona. Hay un silbido que yo no he vuelto a escuchar desde que mi hermana ya no está. No sé si hay cosas que mueren o, que simplemente, ya no tienen lugar.
(Alicante, 1994), es productor y guionista de ‘Un tema Al Día’ en elDiario.es. Periodista, se especializó en audio en el Máster de RNE por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en ‘No es un día cualquiera’ o ‘De pe a pa’ de Radio Nacional de España y en la productora Osmos Global. Escribe relatos y artículos en Poscultura.