Cuando Hemingway lo supo antes que yo

La primera vez que leí a Hemingway tardé casi tres semanas en acabar Verdes colinas de África, una novela que no llega ni a las 300 páginas. Me pareció un libro lento, largo, carente de un argumento consistente e incluso me arriesgaría a decir que aburrido. El tema y el fondo no podían alejarse más de mis gustos, y ya desde la mitad no pude dejar de preguntarme porqué seguía leyendo algo que despreciaba tanto como la caza en África. Era como una especie de masoquismo literario que me hacía avanzar casi sin ser consciente de que no estaba entendiendo nada, por mucho que yo pensara que sí lo hacía. Recuerdo que, al cerrar aquel libro por última vez, el ruido que hizo la contraportada al chocar con la última página se disimuló entre mis resoplidos de alivio. Lo que no recuerdo es porqué un mes después volvía a tener otro de sus libros entre mis manos. Nunca suelo dar segundas oportunidades a autores que no me han divertido leyendo, porque al fin y al cabo uno lee para instruirse, para entender que las cosas no son de un solo modo y para aprender a pensar por sí mismo, pero sobre todo para divertirse. O al menos ese es mi caso.

Es curioso, pero no recuerdo pensar que le estaba dando una segunda oportunidad a aquel loco americano de barba canosa y sed insaciable. Más bien era al revés. Él me la estaba dando a mí, porque fui incapaz de entender aquella primera obra y porque aún no sabía que la sencillez en sus tramas era inversamente proporcional a la profundidad de los personajes que las viven. Porque, entonces sí, me di cuenta de algo que hasta entonces no había reparado con plena conciencia, algo que puede parecer muy básico en la teoría, pero que es del todo complejo en la práctica: las historias, las buenas historias, siempre van más allá de sí mismas, siempre cuentan más de lo que uno lee, ve o escucha, a veces casi sin saberlo ni pretenderlo, y es precisamente esto lo que las diferencia de las historias comunes y vulgares. Gracias a esa segunda oportunidad entendí que aquella novela iba más allá de aquel pez de dimensiones descomunales y aquel viejo pescador. Entendí, o creí entender, que el resultado no siempre es la meta y que a veces uno gana más en el camino.

Entendí eso con aquel segundo libro, aún sin saber por qué le había dado una segunda oportunidad a alguien que escribía cosas que me aborrecían. Luego vino Fiesta (The sun also rises), novela sobre España y sus tópicos más típicos: la fiesta, el vino y los toros. Y fue esta tercera lectura igual que la primera, como si tuviera una mano en el cogote que me obligara a leer. Pero al mismo tiempo me descubría disfrutando, disfrutando de algo que, de vivirlo en primera persona, tardaría un máximo de cinco minutos en levantarme y salir de la plaza. Pero allí estaba de nuevo, leyendo descripciones sobre el toreo que no escatimaban en detalles, igual que hice meses atrás con la caza. No era hasta la última página cuando reparaba en lo que acababa de leer, y era entonces cuando venía, inexorable, la pregunta de rigor: ¿por qué mierdas he leído esto y por qué no lo dejé a las cien páginas como máximo? Pero entonces algo en mi cabeza, un mecanismo hasta entonces oxidado y que algunos lo llaman conciencia, respondía casi por voluntad propia: porque, por mucho que no quieras admitirlo, te ha gustado, aunque ni ahora ni quizá nunca lo entiendas del todo.

Los grandes escritores tienen ese don de enseñarte sin que te des cuenta, de hacer que uno se replantee mil aspectos que creía comprender con plena certeza. Por eso al leer sus novelas fui consciente de que para entender mejor el mundo hay que leer casi más de lo que no te gusta que de lo que sí; entendí que uno está más preparado para hacer frente a la adversidad cuando sabe de lo que nunca le hubiese gustado saber.

Mi camino con Hemingway no acabó ahí. Hace dos veranos, cuando ya empezaba a darme cuenta de que admiraba a un tío del que detestaba prácticamente todo menos su afán por leer y escribir, y su papel (más mediático que periodístico) en las dos grandes guerras y la nuestra, la de aquí, cuando reparé en que lo admiraba, digo, fue también cuando me di cuenta de que era como si el propio Ernest se hubiese empeñado en que así fuera.

Acababa yo de llegar a Michigan, concretamente al lago Walloon, colindante a la región de Petosky, un pueblecito fundado por inmigrantes polacos donde el propio Hemingway veraneó durante gran parte de su infancia y primeros años de juventud. Claro que yo eso no lo sabía, como tampoco el hecho de que iba a ver su casa y conocer a varios familiares suyos (nonagenarios los más jóvenes) que se encargaron de hacerme ver, sin decírmelo expresamente, que a mí Hemingway ya me gustaba incluso cuando despreciaba los temas de los que escribía. No me pregunten muy bien cómo acabé conociendo, de entre todos los habitantes de Michigan, a descendientes de la estirpe Hemingway, porque ni yo mismo sabría explicarlo con detalle. Fue una sucesión de casualidades que me llevaron hasta una reunión de tres o cuatro familias que vivían en la zona desde siempre, y que ya con la segunda copa de vino sacaron a relucir a su antepasado como quien habla de una reliquia familiar, una joya o algo así, que ha ido pasando de generación en generación aumentando su leyenda con cada lustro.

Me enseñaron fotografías antiguas de ellos mismos cuando eran niños, con un joven Ernest siempre de fondo, tan serio que parecía que tuviese puntos de sutura en las comisuras de los labios. También me contaron anécdotas que recordaban o que les habían ido contando sus padres, que eran primos hermanos o segundos del escritor. Me hablaron de cuando él pescaba lubinas donde yo mismo había pescado aquella misma mañana, y me dijeron que muchas de las historias que recuerdan están publicadas en su libro The Nick Adams Stories, aunque casi todos discrepaban en algún que otro detalle, como si se acordaran a la perfección de algo sucedido más de ochenta años atrás.

Yo asentía casi sin creerme lo que escuchaba y veía. No era tanto el hecho de oír aquellas anécdotas, sino la coincidencia de haber conocido a aquellas personas. Casi como si la sombra de Hemingway siguiera alargándose hacia mí. Primero lo había hecho al instarme a leer novelas suyas que, de haber conocido el argumento, nunca habría leído; y ahora se me presentaban descendientes suyos casi como si tuviesen un guion preparado para estas ocasiones, como si quisieran convencerme de que Hemingway me gustaba, de que me tenía que gustar, porque hablaba de temas que yo detestaba, pero también hablaba sobre el honor y la fuerza de la amistad y el amor, y me hacía ver que la integridad de una persona puede resquebrajarse en cualquier momento y la fuerza y el valor de uno mismo para seguir adelante es todo cuanto importa.

Seguramente, de haberlo conocido en vida habría sido del todo inflexible y nunca hubiese llegado a leerlo y nunca hubiese llegado a entender, o creer entender, las verdades absolutas que enseñan las cosas más simples de la vida. Tampoco lo hubiese leído con quince o dieciséis años, ni lo leería con treinta o cuarenta de no haberlo hecho a los veinte. Porque cada lector tiene su momento concreto con determinados escritores, como si éstos se presentasen zarandeándote, impidiendo que cierres los ojos y la mente hasta que no les hayas dado tres o cuatro oportunidades, y es entonces cuando uno debe parar y reflexionar y darse cuenta de que era un genio porque tenía razón desde el principio. Porque él ya sabía que me gustaba cuando yo mismo creía detestarlo.

 

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