El padre de mi novia escucha a Jean-Michel Jarre

Antonio, el padre de mi novia, es un hombre sencillo y sorprendente a partes iguales. Como cuando me conoció, que me dijo “pareces un filósofo” mientras me daba la mano, en alusión a una barba hipster que cubría entonces mi rostro, para luego permanecer callado el resto de la tarde.

A veces lo miro y trato de adivinar lo que piensa y el abanico de posibilidades se extiende desde “qué ganas de tomarme un pastel de carne y una cervecica al llegar a casa» a «es necesario que superemos los 22cm H2O de presión, que es lo recomendado en enfermos con baja compliance toracopulmeonar, como en este caso de cifoscoliosis severa”. Y yo aquí, que soy un auricular enredado de pensamientos de gama media como “bueno, 2500 euros la matrícula, está bien para un máster” o “madre mía, cómo le gusta a Yung Beef buscarse en Twitter“. En fin.

Hace tiempo que me rondaba la idea de escribir sobre Antonio. No sabía muy bien cómo ni para quién. Sé el por qué. Hay algo fascinante en que un médico intensivista experto en ventilación mecánica no invasiva -quise simplificarlo en «neurobiólogo», pero no me lo permitió su hija- respetado por todos sus colegas de profesión, que da cursos y conferencias, que escribe libros y se pluriemplea, tenga como mayores placeres en esta vida la playa, la cerveza y el vino, los aperitivos y las siestas en el sofá, su coche automático, el aire acondicionado y Cuarto Milenio. Me costaba comprender esa forma de ser tan transparente y hedonista de alguien que ha recorrido medio mundo con sus hallazgos científicos.

Hasta que supe que escuchaba Jean-Michel Jarre. Entonces todo empezó a cuadrar.

Nacido en Lyon en 1948, Jarre lideró junto con otros artistas, como Mike Oldfield y Kraftwerk, la llamada “revolución de los sintetizadores” en la década de los 70 y, fulgurantemente, el reconocimiento moderado de sus primeros años dio paso a un éxito sin precedentes hasta entonces en la electrónica (y casi que en cualquier otro género). Sin ir más lejos, Jarre ha batido el récord de asistencia a un concierto cuatro veces. Pero, sin restarle méritos, ese no es el Jean-Michel que nos interesa -ni a nosotros ni a Antonio- sólo una rockstar (o electrostar) más. El individuo que motiva estas líneas es un joven francés encerrado en la cocina de su apartamento parisino entre sintetizadores, teclados, un secuenciador y una caja de ritmos, sin dinero para un estudio profesional y febrilmente dedicado a componer un disco fundamental en la historia de la electrónica, Oxygène.

Y es que aquel Jean-Michel era de todo menos marketing. Atado a la música desde la cuna, pronto dejó claro que lo suyo no eran los métodos clásicos que tanto reconocimiento le trajeron a su padre (compositor ganador de tres Óscar a Mejor Banda Sonora) y, a finales de los 60, consiguió entrar en el Groupe de Recherches Musicaux fundado por Pierre Schaeffer. Esto era nada más y nada menos que el grupo de creadores del primer género musical dependiente totalmente de la electricidad, la música concreta. Fundado en 1951, en el GRM de Stockhausen, Pierre Henry y Messiaen nació una nueva concepción de la música, que buscaba lo concreto (los sonidos de la realidad) para la composición, a través de grabaciones y manipulaciones primitivas del sonido en estudios de radio que se parecían más a una centralita de teléfonos que a un estudio de música. Una suerte de sampling primigenio: sin cuerdas, partituras, teclas o boquillas; solo micrófonos, cables, rollos de cinta y osciladores, que permitieron a estos científicos musicales crear piezas inauditas.

Este espíritu de experimentación caló en el joven Jarre, que bajo la tutela de Schaeffer aprendió a ser un músico de máquinas con la firme voluntad de transgredir; c’est-à-dire, dispuesto a tragar pacientemente durante años en proyectos secundarios y como letrista en la productora que, finalmente, le daría la oportunidad de lanzar su álbum. Ese que enamoró al padre de mi novia y a tantas otras personas. Oxygène llegó como la revolución que nadie sabía que necesitábamos. El joven compositor francés jugó con los sonidos desde la experiencia de quien ha aprendido de los grandes maestros de la música concreta, pero con el espíritu del rock progresivo, y le dio así el corazón que necesitaba ese hombre de hojalata que era el género electrónico allá a mediados de los 70. Un bizcocho casero, cocinado con mimo, que se oponía al frenesí del punk, el glam, el heavy o la música disco y que huía del intelectualismo y la complejidad matemática del dodecafonismo y la escuela concreta para centrarse en generar emociones. Eso es Oxygène.

Antonio, que, por aquel entonces, estaba centrado en sus estudios de medicina en Granada y en mandar cartas a su familia y a su novia en Roquetas de Mar, difícilmente habría desarrollado una pasión por la electrónica gracias a Stockhausen. Quizás, ni siquiera gracias a Kraftwerk; si no hubiese sido por Jarre. Porque al padre de mi novia le gustan los sonidos de las máquinas en la sencillez de sus ocho pistas; al fin y al cabo él es de gustos sencillos. Porque esa falsa sencillez esconde años de formación, análisis y experimentación concienzuda; al fin y al cabo Antonio es un hombre de ciencia. Porque al padre de mi novia le gusta que la música le remueva algo por dentro, como a todo el mundo y, al fin y al cabo, ¿qué es la música sino una catarsis emocional y qué fue Oxygène sino todo un éxito comercial? La oda ecologista de Jarre sonó en las radios de todo occidente y de esta forma, toda una generación descubrió algo que no sabía que necesitaba. Su hermano pequeño, Equinoxe, elevó el hype y la electrónica encontró a las emociones y las masas encontraron a su chamán, el abuelo de las catarsis orquestadas por los DJs actuales a las que ya estamos acostumbrados.

Ni Antonio es ya aquel aplicado estudiante de medicina, ni Jarre es el veinteañero greñudo que jugaba con sus maquinitas en la cocina -ni sus discos son como los primeros, todo sea dicho. El tiempo es implacable y Jean-Michel también tiene crisis de mediana edad y nos manda señales de socorro, ya sea colaborando en una canción con Edward Snowden o echándose fotos con Macron en su cuenta de Instagram. Aun así, ambos, Jean-Michel y Antonio, son iconos de aquella electrónica naciente, como artista y como amante del género: sin caras ni luces estroboscópicas, con el protagonismo de las texturas y las progresiones, envolvente y (entonces sí) futurista. Una electrónica tan sencilla que se hace difícil de tararear, obra de años de ensayo y error, austera en sus componentes pero que toca justo en el centro de nuestra calidad como humanos.

De la misma forma que lo hace la cerveza, el vino, un buen aperitivo, la siesta o Cuarto Milenio.

1 thought on “El padre de mi novia escucha a Jean-Michel Jarre

  1. Preciosa tu reflexión sobre Antonio y Jean Michel que acabo de encontrar. Lo dice otro fan de aquel Jarre de los 70

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