Relato de Josefina Zamora: El sicario

Breves consideraciones previas por Yeray Barroso y relato Los brazos de Irene disponible aquí. 

EL SICARIO

El hombre, lejos de la playa, es un gran nadador, descansa, los ojos abiertos al cielo y la playa allá en el otro horizonte, el que marcan la arena y el mar, él en este horizonte, el que marcan el mar y el cielo, siente ganas de dormir, un deseo enorme de descansar, si pudiera hacerlo sin hundirse. Con sobresalto se despierta con la sensación de caer en el vacío. Tiene miedo y huye de aquel pavor en dos brazadas, se para, respira hondo, se da vuelta para hacer el cristo y su mano tropieza con una cabeza, la toca, la toca, la mira y sus ojos quedan prendidos en las cavernas vacías de la calavera, lanza un alarido tan silencioso del que se asusta a pesar de que no ha rasgado el silencio, ya que no quiere oírlo ahora, precisamente ahora que hace tanto tiempo que los ha silenciado. Hubo un tiempo en el que aquel grito fue tan reconfortante para él, significaba el deber cumplido para con su patria, sentirse útil con lo que le gustaba hacer, en la noche y en el mar que tanto amaga, los frágiles huesos de los cuellos de los condenados sonaban como música bajo el grito de dolor, que significaba para él dinero y más dinero. En el barrio nadie lo rechazaba pero nadie era su amigo. Ni siquiera le pedían favores en la época en la que un favor podía salvar una vida. Se hizo una buena fortuna, sus hijos fueron a colegios de pago y podía comprar todo lo que ofrecía el cambullón.

Antes de aquel tiempo nunca había matado a nadie ni fue niño peleón. Su gata estaba siempre pariendo y cuando su madre ya no pudo impedir aquel asesinato de gatos optó por no traer ningún gato a casa; este recuerdo de su madre protestando por la muerte de los gatos le llena su corazón de ternura.

También reconoce que engañó a mucha mujer atribulada a la que prometía indagar sobre el paradero de un hijo, el marido, el padre… en fin, alguno de aquellos hombres que las sacas nocturnas se habían llevado. Él era joven y aprovechaba lo que podría encontrar; nunca le pesó aquel dinero que la mayoría de las veces significaba hambre para las familias.

Cuando tenía que actuar, así lo llamó siempre en su mente, sabía siempre la hora, a qué distancia de la orilla los encontraría, cuántos eran, estaba todo organizado para las aguas oscuras, las noches sin luna y el murmullo del mar, cómplice de la ignominia. Muchos venían con las manos cortadas: habían conseguido cogerse al borde de la barca y era fácil hundirlos, otros venían con la esperanza de huir, todo el cuerpo en impulso de huida, pero él estaba allí para impedirles el paso, a estos me costaba más hundirlos, aprendí a conocerlos por el tacto: pieles jóvenes, menos jóvenes, a veces casi niños, a los que imaginaba muchachas y me daba pena terminar tan deprisa. Yo no los veía, nunca supe quiénes eran, sus ojos en la oscuridad, llenos de sorpresa, escupiendo su odio, su temor y desesperanza: por un instante habían tenido la libertad en sus manos.

No se me pidió que los estrangulara, pero para mí era más fácil romperles el cuello antes de hundirlos, se terminaba antes con la lucha.

Tengo memoria tan clara de aquello, que es como una película, siempre presente, nítida a pesar de la oscuridad y de las prisas. Muchos iban directamente al fondo, como si llevaran contrapeso; a los que yo les interceptaba el paso, les quitaba, además, la vislumbre de la libertad.

No recuerdo haber dejado escapar a alguno, cumplí con el mandato de mis amos, nunca me llamaron la atención; por otra parte yo solamente conocía las voces de mis amos, sus gritos y risotadas, en cuanto al dinero, me lo mandaban por correo.

Llegó el momento en el que mis manos se dirigían, sin mandato mío, a la garganta de aquellos condenados, el chasquido de los huesos bajo la piel no tenía ninguna importancia para mí, excepto porque me ayudaba a terminar antes, nunca tuve curiosidad por saber quiénes eran, ni siquiera eran un número y yo jamás contaba.

Lo que sí percibían mis dedos era la textura de la piel, la firmeza o la flexibilidad, lo escurridizos que a veces eran sus cuerpos.

Cuando las primeras luces clareaban el mar, terminaba mi faena. En ese instante, antes de que los primeros destellos de luz se reflejasen en el mar, furtivo me deslizaba entre las sombras, me dirigía a mi casa agotado, dolidos todos los músculos intentaba darme unas friegas de linimento pero ella me oía y me las daba, jamás preguntaba, mi trabajo era el de cargador del muelle, me cogía entre sus brazos y esperaba el nuevo día.

Jamás me preguntó, los barcos también se descargaban durante la noche; pero no es de esto de lo que quiero hablar, ni de mis hijos que fueron a colegios de pago y de nuestra nueva casa, en el mismo barrio en el que habíamos vivido, pero era una casa de ricos. ¿Pero qué hacen ahora, aquí en este mar, tan mío, todas estas calaveras? ¿Quién las ha ordenado, todas en fila? Yo puedo tocar estos cráneos que suenan a vacío, uno junto a otro, así hasta perderse en la arena como ordenadas cuentas de rosario ¿Quién las ha traído? Nunca pensé que alguien pudiese juzgarme, yo cumplí como buen patriota, después he pensado que estas palabras son demasiado grandes para los pobres, pero en aquel tiempo era lo que teníamos, además de los soldados en el frente y el campo de concentración, para defender a la patria. Patria, palabra que es para mi un ritornello que llena una época de mi vida y ahora no tiene sentido para mí.

La patria para mí, hasta aquel momento, unas fotos en el papel couché: puente románico, catedral de Burgos, campos de Castilla y el Cid; Don Quijote nunca había estropeado mi infancia. Pero tuve que defender la patria, palabra que atronaba en todos los rincones de las plazas y calles de la ciudad, amenazada por el oso ruso, después supe que tal oso era el dueño del frío. Mi ciudad, poseída por el mar, era pequeña, coqueta, todos nos conocíamos, nos vivíamos las vidas nuestras y las de los otros y, surgieron, en aquella indiferente paz, los rojos, que querían destruir la patria; los rojos de casa, que al igual que él mismo no sabían ni les importaba nada de la patria pero había que hacerlo, tanto y tan bien se hacía que el camión de la carne atravesaba la silenciosa y solitaria calle de Los Reyes a las tres de la tarde llena de cuerpos que asomaban los mustios pies, tanta era la urgencia que se les olvidaba cerrar la puerta.

Ya estoy mayor para todo, una de mis felicidades me la proporciona el mar, mi amigo, mi cómplice, mi guardián, el dueño de mis sueños, mi descanso, el que cede ante todos mis deseos. Ahora, a la deriva, boca arriba el mar me arrulla, ondea bajo mi cuerpo, me mece, el cielo dueño de las noches aumenta mi paz y mi soledad, él también ha sabido guardar mi silencioso trabajo y no es que yo sufriera por el trabajo que hacía, ya he dicho que era por la patria, además cobraba, los soldados mataban y se dejaban matar y no cobraban, era por la patria. Se les enseñaba lo que era el amor y el sacrificio por la patria, la patria amenazada por el oso ruso, por el terrible comunismo. Pero por qué en esta noche y en este mar y este cielo tan míos me vienen todos estos recuerdos que nunca me han molestado, que han dormido siempre en el fondo de mi memoria, no es que los rechace, es que en este momento me molestan: es tan apacible la noche.

El hombre desgrana sus recuerdos, más bien se desgrana a borbotones, a chorro abierto, con días de felicidad, recuerdos que le llenaban la garganta de gozo, los desfiles, el coche recién comprado, los hijos en la universidad, los nietos y un recuerdo que le remueve el ser es el de la pamela que una inglesa olvidó en la habitación del hotel y que fue a parar a sus manos. Él se la llevó a su mujer y quiso que se la pusiera. Ella se negó; en su familia nunca las mujeres habían llevado sombrero, ante su insistencia ella se la puso… se miró al espejo, se gustó y, desde aquel momento, la empezó a usar a la hora de la cena, antes de salir él para su nocturno trabajo cenaban juntos, desde lo del sombrero empezaron a cenar en el comedor, antes siempre cenaban en la cocina. La recuerda obsequiosa, de pie, sirviéndole la cena, hasta que la convenció para que se sentara, las inglesas jamás esperaban a que los maridos comieran. La pamela les duró durante muchísimos años de cenas hasta que, ajadas ama y pamela, dejó de presidir las cenas.

Mucho tiempo después el capricho de una niña sacó la pamela del fondo del ropero, el recuerdo de la pamela se le pierde entre las olas y las algas que se le enredan en los pies, no le importa el tacto de las aguas, todo lo que viene del mar es bienvenido, como esta calavera que le golpea los muslos que él acaricia buscando los ojos en las cuencas, que ahora como antaño se le escapan como peces huidizos; en realidad, una buena vida.

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