Ernst Wiechert en Buchenwald o la ruina de la tierra

“No necesitaba hablar ni decirle nada, pues él estaba ahí como un signo de que el cielo seguía combado sobre la tierra, un símbolo de certidumbre firme, inmutable e imperecedera.”

Ernst Wiechert

“El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.”

Italo Calvino

Entre estos dos fragmentos median más de dos décadas, es cierto. Y, sin embargo, pese al riesgo de excederme en licencias y florituras, creo que la conexión entre ambos es tan real como el infierno al que alude Der Totenwald, El bosque de los muertos (ContraEscritura), el primero de los libros que aquí me ocupa. En él hay un esfuerzo constante de parte de su autor, Ernst Wiechert, por reconocer a aquellos que no son infierno “y hacer que dure[n], y dejarle[s] espacio”. Aquellos son reales, tanto como quienes se han vuelto parte de él por pura necesidad de supervivencia, y son, ciertamente, ese “pedacito de hogar” que va salvando a Johannes, evidente y no oculto trasunto del autor.

Cada testimonio de alguien que ha pasado por un campo de concentración aporta una visión particular que contribuye a hacer más comprensible que no todas las condiciones fueron iguales. Cuando Wiechert escribe que “la integridad y honradez de una convicción sólida y el rédito de toda una vida moral prevalecen sobre cualquier violencia descarnada” sabemos que pudo ser así porque, en buena medida, sus condiciones —al menos parte de ellas— fueron privilegiadas. Y eso, sumado a su pericia como escritor, permite que su percepción del campo tenga un fuerte componente literario que se traduce en lirismo, pero un lirismo que dista de ser una romantización de la ignominia.

Hay una serie de temas que, en mayor o menor medida, se van repitiendo y transformando en las diferentes muestras de literatura concentracionaria que hay a nuestra disposición. De la imposibilidad de reparar el daño causado a la imperiosa necesidad de advertir a las generaciones futuras. “No olvidaría nada, pero debía procurar que de lo imborrable brotase algo más que el amargo fruto del odio”. Wiechert parece hacerse eco de las palabras de Viktor Frankl cuando afirmaba que «la libertad interior puede salvar al hombre por encima de un destino adverso». La ausencia de odio y de rencor aumentan la belleza presente en este libro, pero todavía más importante es la conclusión última a la que nos lleva:

“en memoria de los muertos,
por la deshonra de los vivos
y en advertencia a los venideros.”

Leemos en el prólogo que para él no existía la posibilidad de entonar el “me niego” que se ha convertido en seña de identidad del catálogo de ContraEscritura. Pero ya se había negado. Lo hizo en dos de los tres discursos que conforman el otro libro que aquí me ocupa, segundo título de la colección Querido, de la misma editorial, cuya traducción está también al cuidado de Vicente Abella Aranda, a quien ya le debíamos el respeto reverencial a la profunda sensibilidad de El bosque de los muertos. Se había negado, decía, al exhortar a la juventud a mantener vivo el espíritu crítico:

“no os dejéis seducir sólo por ver el esplendor y la buenaventura cuando hay tanta desolación oculta que nos demanda ayuda y nunca, amigos míos, nunca os unáis a los millares de miles de quienes se dice que «temen al mundo», pues nada, nada en absoluto destruirá tanto el ánimo del ser humano como la cobardía.”

Completan esos discursos un tercero pronunciado en noviembre de 1945, con el que ahonda en la necesidad de prevenir, de impedir que lo que ya ha pasado vuelva a repetirse. Siempre que hablo de los libros de ContraEscritura llego a este punto, que me parece su virtud más valiosa. Desde el pasado, nos impelen a no bajar la guardia.

Comprender y no repetir es la espina dorsal que vertebra una microeditorial que, por su catálogo, empieza a tener que dejar a un lado esa preposición helénica. Y cuando nos asomamos a ese hayedo de la desolación sabemos que, al mismo tiempo que todo está “marcado ya por el germen de la muerte”, cabe encontrar sosiego. En el “carácter sagrado del agua fresca”, en el roble “que había resguardado a Goethe”, en “los valientes entre millones de cobardes”. En fin, aun el hombre, en su valor, en su palabra.

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