Querida Luna:
“¿Qué es más humillante: narrar el dolor o narrar el placer?”
Antes de que me contestes quiero contarte un secreto: no sé diferenciar ambas experiencias. Tampoco sé cuál es la diferencia entre las emociones y los sentimientos, ni las sensaciones y los augurios. No sé si es el tiempo transcurrido o la cuerda que enrolles en cada percepción. Solamente sé preguntar a Google. Y Google responde: La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASAP) califica el dolor como “una experiencia sensorial y emocional desagradable que se asocia a una lesión real o potencial de los tejidos”. Por eso te digo, Luna, que no sé si sé, de corazón, diferenciar el dolor del placer. Eso sí, a la hora de narrarlo, todo me huele igual. En caliente todo huele igual. En Caliente (Lumen, 2021), en cambio, la herida abierta se diferencia de la herida abierta, pero suturada, y también de la cicatriz –que no es más que lo que fue una herida abierta en algún momento–.
Pero volvamos al principio. Cuando abrí Caliente no sé de dónde provenían los fluidos. Una vez cerrado el tomo, -que se recorre a saltos o a stops, como si de ti se tratara y Annie Ernaux te diese la mano, que lo escribes, a veces, a golpe de SMS, lo que queda es un espejo y en ese espejo, todo lo demás-me veo, me reconozco: las ojeras, profundas y oscuras; los labios secos, a pesar de todo; la nariz desviada tras los balonazos que recibí de niño; unas pecas muy molestas, heredadas, como islas, que se quedan lejos de ser un filtro de Instagram; ojos pequeños, casi escondidos; arruguitas a pesar de la supuesta juventud; espinillas con pus, en ocasiones; los dientes libres, sin haber sido corregidos nunca. Y palpitante, un sexo. Y un pesar: ¿es placer o es dolor? “Me pregunto si escribir sobre mi «corazón roto» también puede verse como una forma de impostura”, dices, sin esperar respuestas.
Cuando cerré Caliente quise sacar Caliente de casa. No quiero espejos, no de estos. Y el espejo se lo llevó A. Cuando A. cerró Caliente me envió un mensaje que infló mi pesar. Querida Luna, aquí reproduzco el mensaje:
[15:10, 25/1/2021] A.: Me estoy dando cuenta de que leer Caliente me pone un poco cachonda (?) O sea,
[15:10, 25/1/2021] A.: no cachonda, pero
[15:10, 25/1/2021] A.: es la segunda vez que me masturbo después de leer
¿Y no es esto de lo que tú, Luna, paces? Sí, como una oveja o una cabritilla. ¿No es de esto de lo que (¡qué lástima!) alimentas tu texto? ¿No es la culpa un dolor y el placer su homónimo? ¿No es el placer una experiencia y el dolor, su continuación? ¿No es todo esto que pregunto, una pena?
Cuando A. dice haberse excitado (leer Caliente vs. leer caliente) y cuando A. se retracta y se justifica para, finalmente, volver al inicio. ¿No es tu recorrido el mismo? ¿No comienzas y culminas, años después, frente al espejo? ¿No da un paso atrás A. porque la vergüenza busca asesinar su placer? No se quiere vulnerable, pero se siente vulnerable, me admite en voz muy bajita.
Ahí está mi pesar. ¿Debí correrme yo también leyendo sobre el dolor que produce lo que para unas es herida y para otras es placer? ¿Te cosifico si me sincero aquí, en plaza pública? A. lo tuvo claro. La biografía es auto-expiación. La biografía es culpa. Y, sin embargo, ¿no es la culpa el paso previo al placer? ¿Qué es la culpa, entonces?, ¿un salto, un stop o un semáforo? ¿Qué es Caliente, entonces?, ¿un paso de cebra, un cruce o un confesionario?
Lo prometo: he deslocalizado el placer para no sentirme hoy un ser despreciable. No, Lumen no pensó en mí, quizá, cuando editó tu, a lo Deborah Levy, autobiografía en construcción. ¿Y tú, pensaste en mí? Tampoco.
Aun así, no puedo no reparar en enviarte esta carta.
“Me pregunto si el estado primario del corazón quizá sea esa grieta, esa cuchillada; y si el trabajo verdadero de la vida —y del placer, y de la escritura— consiste en inventar una masilla pegajosa, densa, con la que poco a poco volver a ensamblarlo”. ¿Qué no va a ser, sino una grieta por donde se escapa, de nuevo, una voz entrecortada, vapor de aliento o algún fluido? Es la escritura. Hoy la tuya, la que ofrece esta argamasa donde sentirnos incómodos ahora para mirarnos al espejo después.
Me apena, Luna, despedirme. Cuando yo nací, allá en el año 1998, mi madre me concibió sin conocimiento escrito. Más que la experiencia, más que su balanza de dolor y placer, más que esto, no tenía. Me avergüenza descubrir que existe una baja probabilidad de que mi madre disfrutase de la concepción de quien soy. Más allá de los otros placeres, me refiero al placer propio, físico y digamos, material. Nadie se había arremangado frente a un espejo para investigar sobre la anatomía del clítoris hasta entonces. Me entristece pensar en mi madre como un ser que desconoce el placer. Porque yo fui su último hijo. Pero la tristeza se entorna, realmente, cuando pienso en los grandes espejos del armario del dormitorio de mis padres. Donde en algún momento yo recibí mi propio consentimiento.
Aunque estoy seguro, Luna, de que entonces, en 1998, ya cientos de miles de vosotras (y antes de vosotras otros cientos de miles) descubríais el paso a nivel entre la culpa y dolor, directo al placer. Aunque por escrito, el espejo, aún conservase vaho. Y el gemido, contenido, aún era censura con la propia mano. Como Stoya en la sesión primera de Hysterical Literature: cruzando el puente. Entre la atmosférica vergüenza, la sangre de la herida y un elemento que proyecte un reflejo o algo similar, no importa que sea del todo nítido.
Y entonces tú misma nos dices, que escribir es mirar al espejo y no odiar ni amar lo que ves, pero si “disponer de la capacidad de reinventarlo”. Cuando cierro Caliente y veo mi cara, únicamente pienso en reinventarme. El placer es de todos. El placer es mío. El placer es vuestro. Hay que colectivizar el placer. Empecemos por enviar cartas y romper las recibidas; por enviar SMS y borrar los recibidos; comprar libros, o sacarlos de la biblioteca del barrio, y o no pagarlos o no devolverlos. Quiero decir: empecemos por entendernos, me refiero a: empecemos por narrarnos en caliente, tanto la respuesta como la pregunta.