Pájaros para las banderas de la patria libre

Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? (…) Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.

Roberto Bolaño

Hay tantos niños que van a nacer / con una alita rota / y yo quiero que vuelen, compañero. / Que su revolución / les dé un pedazo de cielo rojo / para que puedan volar.

Pedro Lemebel

No puedo asir el diálogo si este no es múltiple, si no se basa en el amor. Confrontar a Roberto Bolaño con Pedro Lemebel es dibujar una cartografía personal, es sobrevolar(nos) antes de que estalle la tormenta. Pero también es continuar una conversación a cuatro voces que comenzó en verano: trasladarla a todos los soportes posibles, hacer que escape de nuestras geografías.

La de Bolaño y Lemebel es una de las amistades literarias más emblemáticas de las letras hispánicas de finales del siglo XX. De su final podría escribirse el desconsuelo. La nuestra no da para tanto, pero se construye, como la de Padilla y Amalfitano, a partir de las lecturas; como la de las locas, a partir y desde un suelo que es la suma del que pisamos y el que nos gustaría pisar. Por eso el lugar de partida ha de ser, necesariamente, Tengo miedo torero. El lenguaje, la memoria, la violencia, el cuerpo. Los cuerpos.

Pedro Lemebel construye su única novela a partir de tres puntos de articulación1, lo que viene a significar que una lectura es imposible. Su potencial de expansión es, pese a la brevedad, casi infinito. Sus temas son inabarcables y, aun así, cada vez que trato de volver a alguno de ellos me sobreviene el miedo a agotarme yo en mi finitud y perder la posibilidad de seguir enriqueciéndome al pensarla. Este será, en consecuencia, solo un esbozo. Uno de tantos posibles.

Me gusta volver al texto de Faurito sobre Las malas y ser consciente de esa multiplicación de lo dialógico. Hay en el común de nuestros textos un doble salto, semejante y distinto. Lo que entre Sosa Villada y Lemebel —entre Las malas y Loco afán, por ejemplo— es un salto espacial y temporal para contar una misma realidad, un mismo núcleo y una memoria compartida, entre Lemebel y Bolaño —entre Tengo miedo torero y Nocturno de Chile, por seguir el paralelismo— es un salto de punto de vista para contar un espacio y una experiencia doblemente silenciada. Silenciada en ese telón de fondo de ambas novelas que es —y centro ya el tema— la dictadura de Pinochet. Pero también silenciada después en algo que no terminarían de denunciar en la ficción pero que se vislumbra en esa despedida entre La Loca del Frente y Carlos: «lo que aquí no pasó no va a ocurrir en ninguna parte del mundo».

Será después y serán otros los que puedan reparar la memoria. Pero antes, la herida de la violencia política tendrá que transformarse en la violencia moral que, también para ambos escritores, marcará el final de la dictadura. Y esta vez no me refiero a una transición que olvida a los represaliados, sino a la analogía que se establece entre su humillación y la del sida, que en Lemebel tiene un valor político muy poderoso:

Además de utilizar una enfermedad que es la suya en diferentes acciones y crónicas para denunciar tanto la miopía de una revolución que sigue expulsando lo diferente como, sobre todo, un capitalismo que el final de la dictadura no pudo impedir, en Lemebel el VIH tiene algo de identitario. Ellas saben. Aprenden a no hacer de su estigma violencia. Esta es una diferencia medular con respecto a la marginalidad que aparece en el círculo homosexual del Amalfitano de Los sinsabores del verdadero policía. El de Amalfitano es, en cierto sentido, un exilio. Un autoexilio que lo relega a una condición solitaria, sin la red de cuidados que vemos en las locas lemebelianas.

Y, así, Tengo miedo torero es también el lugar de llegada. La contraseña de la esperanza y la ruptura del ideal conviviendo simultáneamente, pero con una red. Esa red es la que salva al mejor poeta de su generación. Esa red es, por qué no, su sensibilidad para contar el mundo, para contar a los que no tienen voz (para seguir teniendo voz aun después de perderla2). Es la que atrapó a un Roberto Bolaño ya en la encrucijada entre el éxito y su deseo de permanecer a la intemperie.


1 Llevo esto a una nota al pie porque creo que el punto de articulación definitivo es la novela misma, que se lee a partir de su cuerpo narrativo. Que es leída desde un lenguaje propio, barroco, para mostrar una(s) ideología(s) ambivalente(s) y truncada(s); y desde la música que es el otro lenguaje que los arrastra a todos.

2 Esto no tiene valor discursivo, pero es inolvidable la imagen de Lemebel en sus últimos años de vida, sin cuerdas vocales, al borde de la muerte, y empeñado en no perder su voz.

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