Ingmar Bergman nació el 14 de julio de 1918 en la ciudad sueca de Upsala. Hijo de un pastor luterano —contingencia que marcaría su obra y existencia—, entre 1945, tras su debut como director con Crisis, y 2003, cuando estrenó Saraband, rodó más de medio centenar de obras. Su muerte llegó en 2007, a los 98 años. Abordar la obra de Bergman tiene diversas dificultades. Una de ellas es la longitud de la misma, como se ha comentado. Otra, la densidad. El director sueco dejó como legado una serie de textos con infinidad de posibles lecturas. A pesar de esto, existe una constante en la obra del autor: los rostros.
No solo porque Bergman fuese director de cintas tituladas Mujer sin rostro (1947), El rostro (1958) o El rostro de Karin (1984), que demuestran la importancia que le daba a ese elemento, sino, como destacó José de la Colina en el prólogo del guion de Persona (1970), “si evocamos algunos de los momentos claves de esta sola obra que se va formando de la sucesión de films bergmanianos, hallaremos una insistente, obsesiva presencia de rostros, tomados como robándolos al tiempo y al olvido, como haciéndolos surgir de la oscuridad para obligarlos a decir su secreto”.
Es en Persona (1966) donde Bergman llevó al límite la presencia del rostro, razón por la que la cinta ha sido objeto de estudio por la teoría fílmica. Para ello, es necesario entender que los primeros planos de los actores y actrices, sus rostros acaparando la totalidad de la pantalla, han sido vistos desde el campo académico como la posibilidad para los espectadores de ponerse ante un espejo, como si fuera nuestro yo reflejado en pantalla.
Como destacan Elsaesser y Hagener (2015), (…) “cualquier interacción con una película se fundamenta en un acto de identificación que está basado, de manera inevitable y fatal, en un (re)conocimiento engañoso (…) las teorías basadas en la noción del espejo deben medirse con un tipo especial de visión enmarcada que es al mismo tiempo transparente y opaca, es permeable y está encerrada en sí misma. Mirarse al espejo implica enfrentarse a nuestro propio rostro, como si fuera la ventana a nuestro yo interior”.
Para aclarar estas ideas, es necesario pasar al texto fílmico. Persona, saltando la secuencia prólogo —de la que se hablará más adelante, ya que tiene una importancia central— cuenta la historia de Elisabeth (Liv Ullmann), una actriz de renombre que decide no hablar más. Alma (Bibi Andersson), la enfermera de la clínica en la que está interna, será la responsable de cuidar a Elisabeth en el retiro al que ambas viajan en soledad.
Durante esa estancia, Alma irá confesando sus sentimientos y vivencias, de las que se irá adueñando Elisabeth, que escucha sus pensamientos sin deseos de hablar. La convivencia entre las dos mujeres supondrá la creación de un estrecho vínculo afectivo, pero también derivará en la tensión permanente y en un enconado rencor. Esta unión, que desdibuja la identidad de cada una, causará en el espectador dudas para poder diferenciar a cada actriz.
Para plasmar visualmente esta idea, la pérdida del yo, Bergman creó una de las imágenes más conocidas de su obra: la fusión de la mitad del rostro de cada actriz. El propio Bergman lo resumió con una anécdota: “La mayoría de las personas tiene un lado de la cara más o menos agraciado. Las imágenes semi-iluminadas de Liv y Bibi que unimos mostraban sus respectivos lados feos. Cuando me devolvieron la película sobre impresionada del laboratorio, pedí a Bibi y a Liv que viniesen a la sala de montaje. Bibi exclama sorprendida: ‘¡Pero, Liv, qué rara estás!’. Y Liv dice: ‘¡Pero si eres tú, Bibi, y estás rarísima!’. Las dos negaban espontáneamente la mitad de su rostro menos agraciada”.
El director sueco une los rostros de las dos actrices y pone a las dos mitades a mirar a un espejo o, como plantean Elsaesser y Hagener, a los espectadores. Porque el motivo del espejo “como desdoblamiento reflexivo-reflectivo que interrumpe los caminos de la narración, como en Persona de Bergman, y nos devuelve a nuestra situación como observadores de un artefacto es típico del cine de autor y de las nuevas olas de los años sesenta”.
Persona es un ejercicio de reflexividad sobre el cine, porque habla sobre lo que supone el cine para el espectador, habla del artificio, de que la obra es una obra, del proceso creativo. Junto a películas como Ocho 1/2 de Fellini o El desprecio de Godard, la cinta de Bergman supone la entrada en la modernidad, ya que da el paso para olvidar la puesta en escena realista del clasicismo.
No es casualidad que el personaje interpretado por Liv Ullmann sea una actriz, con la que un espectador se identificaría habitualmente. Para entender esto, Bergman dejó anotado que “Es a sí misma a la que llega a conocer. A través de la señora [Elisabeth] Vogler, Alma se busca a sí misma”. Bibi Andersson ocupa el estatus del espectador, y, como todos cuando visionamos una obra, nos buscamos a nosotros mismos.
Pero el ejercicio de reflexividad no se limita a la utilización del espejo, que hace al espectador consciente de su posición. Más arriba se comentó que la secuencia prólogo es de nuclear importancia. Según apunta Juan Miguel Company en su obra Ingmar Bergman (1990), esos seis minutos en el que se ve un desfile de imágenes eclécticas, que van desde un film mudo a una crucifixión, “constituyen todo un mosaico simbólico inicial de lo que va a ser el film en su conjunto”. Tras la retahíla de imágenes aparecerá un niño, que despierta y se acerca a tocar con sus manos el rostro conjugado de Liv Ullmann y Bibi Andersson. La secuencia prólogo es cine dentro del cine, ya que se exhibe esas imágenes fílmicas inconexas con el fin de demostrar que el espectador observa.
Para Company, “El niño se convierte en mediador de Bergman con el espectador. Su gesto –acariciar el retrato, la proyección y hacer que éste se aclare poco a poco– es, también, metáfora de la operación que se le propone al espectador: trabajar y dar sentido a la imagen”. Bergman contó una vez que cuando él era un crío, al igual que el de la cinta, compraba trozos de película de nitrato y los alteraba sumergiéndolos en sosa. Quedaba el trozo de película sin imágenes, en blanco. Esta experimentación infantil es, innegablemente, fuente de inspiración para Persona.
La secuencia inicial es como el juego del joven Bergman con los trozos de película, nos habla del ejercicio de ilusionismo que es el cine. En Persona somos conscientes de la creación proyección y significación de la obra, somos coparticipes del proceso de identificación con los personajes. Bergman nos pone ante el espejo y nos dice que el rostro es parte fundamental de la identificación con los personajes, pero acto seguido, gracias al ejercicio de reflexión que plantea, nos vuelve a colocar en la posición de espectador. Para el director sueco, Persona es la obra, junto a Gritos y susurros, en la que llega al límite de sus posibilidades. En la que, cuenta, “he rozado esos secretos sin palabras que solo la cinematrografía es capaz de sacar a la luz”.