Al periodista David Jiménez (Barcelona, 1971) no le gusta callarse, y se nota en el modo en que relata las historias que ha vivido como reportero en las últimas dos décadas que dedicó a recorrer una treintena de países. Corresponsal en Asia durante casi veinte años, ha cubierto todo tipo de desastres naturales, guerras y revoluciones. La vida de Jiménez dio un vuelco en 2015, cuando le nombraron director de EL MUNDO, el periódico en el que entró como becario, y fue despedido apenas doce meses después. En 2019 publicó “El director” (Libros del K.O), su cuarto libro y el más polémico de todos, una autobiografía donde narra su experiencia desde el más alto cargo de poder. Ahora publica su quinta obra “El corresponsal” (Editorial Planeta), en el que cuenta las aventuras de Miguel Bravo, un reportero de 26 años enviado en 2007 a Birmania para cubrir el estallido de la Revolución del Azafrán.
“El Corresponsal” es una novela de ficción que rompe con el estilo de su anterior obra. ¿Decidió alejarse de la autobiografía por pudor?
Me apetecía el desafío de encarar una novela. Publiqué “El Director” porque fui testigo excepcional del estado de la prensa en España y de su relación con el poder. Lo fácil sería escribir otro libro de denuncia y seguir por el mismo camino, pero tengo una tendencia a hacer lo contrario de lo que me recomiendan. Con “El Corresponsal” quería escribir un retrato íntimo del mundo de los reporteros, pero también dirigirme a un público más amplio de gente que solo busca leer una novela de aventuras. Los personajes son los que me he encontrado en el camino, con sus sombras y sus luces.
Es inevitable pensar en Miguel Bravo, aquel joven que se estrena en su primera corresponsalía, como su alter ego. ¿Cómo logró usted su primera oportunidad?
Era una época donde la prensa vivía un momento dorado, pero yo estaba trabajando en la redacción de El Mundo y me aburría mucho porque cubría información local. En el periódico había una sala de teletipos donde las máquinas escupían las noticias y miraba con envidia las portadas de los corresponsales, como Alfonso Rojo y Julio Fuentes, en lugares fascinantes. Como era un insolente con mis jefes, siempre me mandaban a esa sala a recoger teletipos. En una de esas visitas, me di cuenta de que el único lugar donde no teníamos a nadie era Extremo Oriente, así que me fui al despacho de Pedro J y le dije que quería ser corresponsal. Yo no sabía nada de Asia, y él me dijo que podíamos probar seis meses. Pasé de cubrir atascos de tráfico y temporales en Madrid a revueltas, masacres y desastres naturales. Fue un cambio radical que me transformó como periodista, pero también como persona.
¿Diría que dibuja la necrológica de un periodismo que ya no existe?
Completamente, describo un modo de vida que ha desaparecido. Incluso los bares de reporteros donde íbamos antes a tomar copas y estaban llenos de historias y de intriga ya no son lo que eran. No se viven las coberturas como antes porque todo es mucho más rápido. La gente tiene que escribir para cinco medios, hacer dos vídeos, tres podcasts… Los estudiantes que salgan ahora de la facultad de periodismo no vivirán el oficio de la manera en la que otros lo hemos vivido. En ese sentido, el libro es un homenaje a un oficio y una manera de entender el trabajo que yo viví como corresponsal en una época muy distinta a la actual.
Un homenaje no exento de crítica. Señala muchas engañifas de los reporteros, como la exageración de las facturas que pasan a contabilidad o la peligrosidad real de las aventuras. ¿Buscaba desmitificar el cliché del corresponsal?
Sí, no quería una imagen del reportero propia de Hollywood. Me interesaba describir cómo se comporta un grupo de personas cuando las pones al límite. Hay algunas que son capaces de irse solas a jugarse la vida por informar, pero luego esconden el teléfono satélite a un compañero para que no pueda enviar su crónica a tiempo. Estas rivalidades suceden. Los periodistas somos humanos, y los hay honestos y deshonestos en el mismo porcentaje. Me he encontrado a estafadores y golfos que pasaban a sus periódicos las juergas y también a otra gente con una ética y un idealismo salvaje.
¿Cree que las situaciones límite sacan lo peor de la condición humana?
Hay que naturalizar que en una misma persona pueda haber luz y sombra. En “El lugar más feliz del mundo” explico que hay algo envidiable en los adultos que siguen dividiendo el mundo en buenos o malos. A mí me ocurre lo contrario, cuanto más viajo y más experiencias acumulo, más me cuesta distinguir entre la bondad y la maldad. Si me preguntan qué he aprendido en todos estos años, diría que somos bruma. Nunca todo claridad, pero rara vez completa oscuridad. Esto explica que alguien pueda hacer cosas increíbles en ciertas facetas de su vida y a la vez se pueda comportar en otras ocasiones con una completa deslealtad en situaciones complicadas.
Destaca el concepto de “El Príncipe”, el corresponsal que no pisa la primera línea, pero se da aires de grandeza. ¿Tenía en mente criticar a determinados periodistas que van de estrellas?
Es una crítica a esa gente que cubre conflictos solo para salir en la tele y hacerse famoso. En la guerra de Ucrania hay una generación de reporteros jóvenes y la mayoría trabaja muy bien, pero también los hay que convierten el periodismo en un espectáculo con tal de mantener a la audiencia enganchada. Este tipo de personaje que va de estrellas ha existido siempre, pero ahora la difusión es mayor. En el 2001 estaba con Rosa María Calaf, en los días previos a la guerra de Afganistán, y en la azotea del hotel Islamabad veíamos a estos príncipes que hacían sus directos con el chaleco antibalas. Era una situación absurda porque estábamos en un hotel de 5 estrellas en una ciudad donde no pasaba nada. La de intentar del periodista que intenta convertirse en un actor como si estuviera en el set de una película me da muchísima pereza. Colocarse como el protagonista de una crónica en medio de la guerra es el colmo del egocentrismo. El periodista está ahí para escribir lo que les ocurre a otros, no a él. Es irritante porque estos príncipes son los que se llevan las medallas y cobran el triple los freelance precarios, que se juegan la vida por cuatro duros.
En Ucrania se ha visto la precariedad con las ofertas a 50 euros por crónica. ¿La vocación es un arma de doble filo?
La vocación es lo que hace que muchos jóvenes se jueguen la vida sin recursos suficientes. Por primera vez en Europa hay una guerra y mucha gente lo ha visto como una oportunidad para iniciar una carrera como reportero. Es una irresponsabilidad, porque se han ido con un móvil, sin chaleco antibalas, sin casco y sin seguro, y encima cobrando una miseria. Lo que más me preocupa es el desequilibrio que se ha generado en cuanto al mérito periodístico en un país como España. No puede ser que tengas más protagonismo y ganancias siendo tertuliano que jugándote la vida por contar un conflicto.
¿El tertulianismo está en auge porque genera más interés la opinión que la información?
El tertulianismo es la solución barata y fácil que encontraron los medios para hacer un periodismo de bajo coste muy rentable. Antes se pagaba hasta mil euros por una tertulia, pero eso ya es impensable, ahora basta con juntar por cuatro duros a dos personas de izquierdas y dos de derechas gritándose en un plató y tienes a la gente enchufada comentándolo en redes. Cada vez es más complicado diferenciar la opinión de la información, porque están mezcladas, y eso es una estafa a la audiencia. Ahora más que corresponsales que conocen bien el terreno, hay paracaidistas que llegan sin recursos en el último momento, porque es más barato montar una tertulia, que genera crispación, pero también audiencia, que enviar a alguien a cubrir con medios la guerra en Ucrania.
¿Sólo influye la falta de recursos, o cree que hay otras explicaciones para la drástica reducción de las corresponsalías?
Lo que ocurre en España con la información internacional no es la norma. En los últimos años, la energía periodística se ha centrado en la pelea política y lo demás se ha vuelto secundario. Creo que también influye la falta de interés de la ciudadanía y de los medios de comunicación en priorizar la información internacional. La polarización en España y el peso que tiene la crispación política en los medios han hecho mucho daño, porque no dejan espacio para las coberturas internacionales. Todo esto hace que la calidad se vaya resintiendo.
¿Lo ha pasado mejor escribiendo “El corresponsal” que con su anterior obra?
Con diferencia. “El Director” me resultó muy incómodo de escribir, cada párrafo me suponía un dilema moral para no hacer más daño del necesario al diario. Mucha gente me recomendó no publicarlo. Hoy estoy más convencido que nunca de que fue un acierto escribirlo, pero aún así fue un proceso tortuoso. Yo tenía un gran vínculo emocional con EL MUNDO y nunca pretendí escribir un libro contra el medio del que había sido becario y director. Alguien lo describió una vez como un libro de buenos y malos periodistas, pero no es así. La gente se olvida de las muchas cosas buenas que dije del periódico y de la gente que trabajaba en él, como en el caso de Pedro J. En el libro le retrato como es, con lo bueno y lo malo.
¿Sigue conservando relación con su antiguo jefe? ¿Le ha hecho alguna valoración del libro?
No somos amigos, pero nos tenemos respeto mutuo y conservamos una relación cordial. Yo siempre le reconoceré el mérito de haber fundado un periódico como EL MUNDO y convertirlo en la mayor influencia periodística en España en los años 90, pero eso no quita que muchos de los males que siguieron a esa etapa fueron responsabilidad suya. Le culpo de la decadencia del periódico a partir del 11M y de las teorías de la conspiración, porque nos desviamos del espíritu original del periódico, pero eso no quita que le esté muy agradecido. Él me dio la oportunidad que cambió mi carrera y los medios para hacer el periodismo que quería, donde quería y como quería. Me regaló una libertad que sería impensable hoy en día. En los años de la crisis, nunca tuve un presupuesto limitado para viajar.
¿Conserva amigos en EL MUNDO? ¿Hay gente del periódico que haya agradecido su publicación?
Mi frase favorita de una persona que sigue trabajando allí es “todos sabemos que la primera mitad de tu libro y la segunda es cierta”. Las críticas al libro nunca van a los detalles, sino a lo general. Me dicen que es un libro de cotilleos, pero todo lo que cuento sucedió. Los políticos, empresarios y miembros de la monarquía salen con nombres y apellidos, simplemente protegí con seudónimos a la gente que sigue trabajando en el diario. EL MUNDO sigue teniendo reporteros con un gran talento. El problema no está en la redacción, está en los despachos. Hay excompañeros del periódico que vinieron a la presentación y me dijeron al final que preferían que no comentase su presencia. No lo juzgo, porque entiendo que si yo siguiera en EL MUNDO quizá haría lo mismo. También los hay que piensan que el libro es una basura, y me parece fenomenal. A mí me encanta que se haga ruido alrededor, que fomente un debate.
¿Considera que faltó autocrítica? Muchos lectores le han acusado de ello.
Hay bastante autocrítica, pero pasó desapercibida. Admito que cometí muchos errores, entre ellos en lo que respecta a la gestión de la redacción. Yo venía de veinte años de corresponsal con una gran carga idealista, no estaba preparado para dirigir un gran periódico porque no tenía la experiencia para ello. Tenía que aprender, pero no hubo tiempo. Es legítimo pensar que me podía haber autoflagelado más, pero creo que es lo más honesto que he escrito nunca. Si hay gente que quería que me igualara a aquellos que se vendían al poder o que aceptaban sobresueldos de las empresas de las que informaban, no lo iba a hacer. Yo nunca me corrompí éticamente. De hecho, publiqué “El Director” con la percepción de que podía inmolarme profesionalmente. Por suerte, el libro tuvo éxito y no fue el caso, pero contemplé esa opción. Pensé: lo escribo porque es necesario, y que pase lo que tenga que pasar.
¿Le ha cerrado muchas puertas en el mundo periodístico?
Me cerró las puertas del periodismo al que ya no quería entrar, como los medios generalistas en España. ¿Quién va a darle trabajo en un periódico a un tipo que cuando sale lo cuenta todo? Sin embargo, para mi sorpresa, surgieron muchas otras oportunidades fuera. Más allá de la crítica, que fue minoritaria, pero muy ruidosa en España, hubo mucha gente que apreció lo que conté desde una posición de poder porque todos lo sabíamos, pero nadie lo había contado abiertamente.
¿Por qué suele imponerse un pacto de silencio en el oficio cuando se descubren malas prácticas?
Hay mucho miedo a perder el sitio. Somos una profesión muy endogámica, un círculo muy cerrado donde lo habitual es agachar la cabeza. La gente no quiere cerrarse puertas porque hace mucho frío ahí fuera cuando pierdes el empleo por llevar la contraria. A menudo el periodismo en España se hace para otros periodistas y para un establishment de empresarios y políticos. No tenemos un periodismo de movilidad como en Francia o en Inglaterra donde los puestos están cambiando constantemente. Aquí tenemos a los periodistas que entran en grandes medios como EL MUNDO, EL PAÍS o la Cadena Ser, y están treinta años apoltronados hasta que se jubilan, lo cual genera un ambiente cerrado donde todo se va pudriendo y falta renovación.
¿No ha habido suficientes cambios en los últimos años?
El periodismo necesita mucha más renovación que la política. La generación que salió de la transición aún manda mucho. Hace tiempo coincidí en un cóctel con un político del PSOE que ahora está en uno de los puestos más importantes del Gobierno, y me dijo: “Enhorabuena, por fin un libro donde los periodistas salen peor parados que los políticos”. Es curioso porque suscitó una reacción furibunda por parte de los más veteranos, pero los periodistas jóvenes mostraron todo lo contrario, entusiasmo y motivación. Han pasado tres años desde que publiqué el libro y no ha habido grandes cambios.
En su último libro dice que “solo los locos y los idiotas no tienen miedo”. ¿Hace falta tirar de valentía para dedicarse al periodismo?
Yo no me considero una persona especialmente valiente, pero cuando he estado en situaciones difíciles, el miedo no me ha paralizado. Si eres periodista, debes entender que habrá gente que se va a enfadar con tu trabajo. Si te metes en esto y no aceptas que vas a hacer enemigos y perder algunos amigos, mejor no te metas. Cuando escribí “El director”, asumí que podía suponer una inmolación profesional en mi país, pero me lo podía permitir económicamente. No creo que escribirlo fuera un acto de valentía, creo que habría sido muy cobarde no hacerlo. Es injusto exigirle a alguien que gana 800 euros al mes que se inmole laboralmente para denunciar a su medio de comunicación. Lo que no puedo entender es que los privilegiados nos quedemos callados. Si los que estamos en una posición cómoda no hablamos claro, ¿quién lo va a hacer? Hay gente que se calla porque temen no tener una promoción, y eso sí me parece cobarde y supone traicionar un oficio que requiere tener cierta carga de coraje.
En “El corresponsal” habla de la salud mental de los reporteros, y afirma que cuesta volver a la normalidad.
En los años que cubrí las masacres más duras, noté que me estaba volviendo una persona más oscura y pesimista. Estaba perdiendo la fe en la condición humana y me encerraba en mí mismo. Es muy importante volver a un entorno familiar sano, porque eso te devuelve a la normalidad. Si vuelves a un piso vacío, la cabeza no para de dar vueltas y nunca terminas de regresar del todo. Antes se hablaba mucho del estrés postraumático de los soldados, pero nunca de los periodistas que se lo guardaban todo. Ahora sabemos que el estrés postraumático afecta al reportero de guerra, y por eso creo que es un trabajo que tiene su límite en el tiempo.
¿Está de acuerdo en lo que decía Hemingway, que si uno no para se vuelve patético?
No hay una edad concreta para dejar de ser corresponsal, pero sí llega un momento en el que no puedes más. Estás en un lugar donde nadie querría estar, te miras al espejo y no sabes qué demonios estás haciendo con las botas manchadas de barro yendo al frente. En mi caso fue diferente, no tuve que tomar la decisión porque me llamaron un día y me convirtieron en director. Ese año supuso una transición, porque yo sabía que mi carrera terminaría yendo por un camino más sosegado de escribir libros y piezas en profundidad, no tanto de perseguir la última noticia. De hecho, en los últimos años como corresponsal me estaba aburriendo mucho, porque habíamos entrado en el ritmo frenético de internet y las redes. Recuerdo ir a Fukushima y recibir una llamada del periódico presionándome para que mandara una crónica cuando no había llegado ni a la primera aldea. Ser corresponsal es el mejor trabajo del mundo, siempre que lo sepas dejar a tiempo.
¿La frontera entre la vida personal y la laboral se difumina en este oficio? ¿Cómo se gestiona eso?
Solo alguien que haya estado en la guerra comprenderá lo que supone. El corresponsal tiene que asumir que su entorno nunca lo va a entender por mucho que se esfuerce en describirlo, por eso debe haber empatía y generosidad. No puedes llevar la oscuridad de una guerra a tu entorno. A mí me costaba mucho hablar de lo que había pasado. Me daba la impresión de que, si lo compartía o hablaba de ello, estaba contaminando el mundo de mi familia y de mis amigos. Muchas veces eso genera frustración en las personas, porque ven que no te abres. Mi terapia ha sido contarlo en los libros. Me ocurrió lo mismo con “El Director”, porque ese año me dejó muchas heridas personales. Si no lo cuento, no habría pasado el luto. Ahora solo me he quedado con los buenos recuerdos.
¿Qué consejos le daría a un estudiante de periodismo recién salido de la facultad?
Le diría que lo intente, pese a todo. Siempre te vas a encontrar con gente que te asegura que eso no se puede hacer, y a esa gente no hay que hacerle ni caso. Cuando alguien te dice que algo es imposible, date la vuelta e inténtalo. Si yo hubiera hecho caso a las muchas personas que me decían que lo que quería era imposible, no habría sido reportero, ni corresponsal de guerra, ni habría escrito cinco libros, ni habría aceptado la dirección de El Mundo. Hay mucha precariedad, pero también hay mil posibilidades y un nuevo ecosistema en los medios con oportunidades que antes eran impensables. Puedes estar llorando y quejándote sobre lo que va mal, o puedes aprovechar los nuevos horizontes. A los recién licenciados les diría que nunca olviden que esta es una profesión hecha para gente con mucha tolerancia a la frustración, porque se van a encontrar muchos obstáculos en el camino.