Compramos y vendemos acciones en el juego de la vida privada,
invocamos a amigos perdidos en la niebla,
evitamos mirarnos a los ojos
temiendo que no brillen como entonces,
cuando un sol de septiembre casi inaudito
nos guiaba de vuelta de unas largas vacaciones.
Esa tarde en Florencia, ¿te acuerdas?,
saliendo del Bargello nos agarró una lluvia
que la previsión del tiempo no anunciaba
y corrimos por las calles, escurriéndonos,
hombro con hombro.
Nos refugiamos en una iglesia donde las gotas
al golpear las vidrieras hilaban telares de luz
que no hemos vuelto a ver en ningún sitio.
Pero en aquellos días todo era distinto,
poníamos el mundo en movimiento, pensábamos:
Si la quietud es cosa de hombres,
vamos a ser mujeres rumbo al norte.
¿Soñarán con nosotras igual que soñamos con ellos
en su viaje simétrico hacia el sur?
Ahora que no queda mucho por compartir
ni mucho que admirar,
iremos descubriendo qué oscuros inquilinos
han desahuciado a nuestro niño interior
y qué precio podemos cobrarles
por un alojamiento tan pobremente equipado.
Ignorantes, malvendimos sus tesoros:
cierta rabia que quedó suspendida
como en la cumbre de una montaña rusa,
justo antes de lanzarse al vacío,
economías de estudiantes, cuartos minúsculos,
los primeros latidos de la sexualidad,
ideas disueltas al instante como terrones
y sin embargo especialmente compactas,
el placer de ir diciendo nada más que lo oportuno
con el que dimos forma a nuestra extraña juventud,
cambiando el nombre de las cosas según nos convenía,
siempre fieles a la esperanza,
ese monstruo inflexible,
aunque las instrucciones no estaban en nuestro idioma
y sobraron piezas de algunos muebles
que ahora se tambalean sobre nuestras cabezas.
Una victoria admirable de la paciencia
sobre la sabiduría siempre secreta del infinito.
Nos educaron para creer que los recuerdos
y las expectativas se miden con reglas distintas,
y en un légamo, hundidas o perdidas como turistas,
firmes todavía en nuestras certidumbres,
nos consolamos:
por fea que se ponga la cosa
siempre quedará una vía de escape,
una cama en el hogar de nuestros padres, que no envejecen,
o alguna clave secreta y compartida.
Si pudiéramos celebrar el final de aquel mundo
igual que celebramos su principio…
Pero queda poco margen para la novedad
en el jardín donde pasamos la infancia
y nuestra terquedad agotó los secretos:
un vaso de limonada en la mesa del porche,
una abeja zumbando en el invernadero,
llamadas de tías lejanas que se cortan de pronto
en el instante de una confidencia,
la agilidad del desorden que también
es la torpeza de la pulcritud,
ninguna premonición, solo constataciones,
frases hechas en una dirección y en otra,
rincones del tejido urbano donde posaron los ojos
los artistas más brillantes de otra época,
perdidos en quién sabe qué preocupaciones menores,
una factura, un amante.
Así, acompañando el lento desgaste de las cosas
que no hace prisioneros y no alerta de nada,
en el décimo día de encierro, las mujeres
olvidamos el olor de los cines
y de libros nuevos,
lo que nos gustaba hacer con nuestra suerte,
beber, atravesar calles que no inventamos
hasta que el día nos llamaba a resguardarnos
en interiores marcados por el morse de la luz.
Bailar nos llenaba de calma y despejaba nuestras dudas,
entendíamos por fin lo que estábamos buscando.
No era el significado, sino algo mil veces más exquisito:
su posibilidad.
Solo pensarlo nos dejaba sin palabras,
como una carta de un pariente idealizado
descubierta en el secreto de un armario,
los equipos de la fascinación rendidos
al servicio de lo imaginable,
todo lo que baja de las montañas
o de la misma materia de la noche, diciendo:
Aquí estás por fin, decidida a abrirle tu corazón a un extraño.
Y después: ¿Qué te creías?
No pensarías que ibas a ser la primera en escapar
del empuje de los instintos
solo porque sabes explicarte, interpretar el paisaje,
mezclarlo hasta crear algo que, de tan viejo,
resulta nuevo para ciertos oídos.
Borrachas de estas nuevas ilusiones
como viejas ladronas que recuperan su oficio,
corríamos por los tejados hasta caer sin aliento
en un prado de las afueras,
sobre una alfombra de gotitas brillantes.
¿Escuchas eso?, preguntabas entonces,
con la ciudad al fondo despertando de un sueño.
Los jóvenes del mundo salen a los balcones,
gritan consignas largo tiempo olvidadas.
Ya empieza a transformarse lo que nombran
al roce de su voz.
Todo lo que se ha dicho en el pasado
se suma en un gran sonido,
pero ¿de lo que nunca se ha dicho quién se va a encargar?
Aquí y allí, en todas partes,
de espaldas a nuestro ardor,
teje una traición discreta pero inflexible.
La historia del silencio es más antigua que el tiempo.
Vicente Monroy nació en Toledo en 1989. Escribe teoría literaria y de cine. Es autor de varios poemarios, entre ellos El gran error del siglo 21 (2015) y Las estaciones trágicas (2018). Ha trabajado como profesor de cine, como guionista y como arquitecto