Ruido blanco I: La casa abandonada

Cuando cubrieron de cemento la puerta sentí en mi garganta el sonido de los mil gatos maullando. Era una casa abandonada y hueca, justo a la izquierda del campanario. Al atardecer se hacían más evidentes sus perfiles y sus sombras. Desde mi ventana podía ver los nidos de los vencejos sobre las tejas de aquel edificio. El cielo se llenaba de puntos negros en movimiento que formaban líneas inconexas y frenéticas. Todas las primaveras caían como dardos al macetero rojo de nuestro patio de luz. Mi madre los cogía con la confianza de quien recoge los frutos de su cosecha. Luego, subíamos a la terraza y las lanzaba al vacío, con la esperanza de que el impulso fuera suficiente para reanudar el vuelo. La mayoría batían las alas y se zambullían en el cielo. Y una minoría –pequeña, pero ruidosa– se rompía en el asfalto. La asistencia médica era inútil. Machacábamos gusanos y hormigas, les dábamos agua con una jeringuilla y les acunábamos para similar el movimiento del vuelo. Dormían en una caja de zapatos, en el lugar más alto de nuestra terraza, por si algún compañero venía a por ellos. Pero en las cajas de cartón se apagaban bajo el gorjeo agudo de todos los demás.

Dejé de escuchar el estruendo y empecé a reconocerlos como una parte más de los sonidos del silencio. Los días en el pueblo eran el estribillo desgastado de una canción. Cuatro sillas de plástico en la calle, una guitarra y la brisa del verano. Se había muerto alguien, se había casado alguien. Todo era un pacto no acordado, con los mismos personajes interpretando sus propias caricaturas. Una microestructura del mundo: habían clases sociales, leyes no escritas, familias de bien, un loco que grita, una vieja que observa, un cura que nos guía y las interminables leyendas de peluquería… Allí aún existe el bien y el mal. Quiero decir, el bien y el mal como algo que se traza con una x en una casa. Que te acompaña y te arrastra para toda tu vida. Porque tu abuelo hizo aquello. Porque tú no te pareces a él. Porque has salido muy rara. No había giros argumentales, sólo envejecíamos nuestras mentiras. Y las secábamos al sol.

Pero en ese decorado había un elemento que no encajaba. Una casa sin fotografías de la comunión, sin gente durmiente, sin gritos, sin historias. Un edificio del que sólo sabían mis dedos cuando bordaba sus límites, que servía de lienzo para el arte urbano y cobijo para animales vagabundos. Hasta que un día un viento de huracán abrió una de sus ventanas. Y me obsesioné con descubrir qué habría dentro. Por las noches me imaginaba que allí fabricaban drogas o que vivían varios asesinos perseguidos por la policía. Mientras que de día sólo se me ocurría pensar que era una casa llena de cables, papeles viejos y un olvido incómodo. Siendo más optimista, podría ser el hotel más excéntrico del mundo: capaz de alojar a vencejos en el ático y gatos en los pasadizos. Eso sí, los clientes más despistados –sin duda, los vencejos no-voladores– podrían convertirse en menú del día para los demás huéspedes. Pero no sólo ellos se aprovechaban del refugio. Un día se cerró la ventana y se abrió una de las puertas… Y tras ella mi vecino Lucas con Marta. Les vi encender una vela o dos. Al otro lado de la puerta sus figuras se apagaban y encendían, las sombras se ensanchaban, se comían, se separaban. Sin duda era un hotel extravagante y muy vivo.

Una noche calurosa la sangre se acumuló en mis mejillas. Bajé las escaleras de caracol para ir a la cocina a por agua fría. La jarra tenía trocitos de hielo alrededor de su boca. La cogí con los dedos y la derretí por mi mejilla. El ruido de los hileros de nieve derritiéndose sobre la piel podría ser la definición de sonido mudo o silencio ruidoso, no estoy muy segura… Sea como sea, nada apagaba el bochorno de aquel día. Parecía que el fuego emergía del suelo y se repartía por los habitáculos para preservar el calor de los cinco pulmones que aguantaba mi casa por aquel entonces. Salí a la noche de los muertos. Corría la brisa de un mar lejano pero presente. La puerta de la casa abandonada estaba más abierta que nunca. Entré.

Dentro del edificio había un hombre en una silla de playa. El corazón se me había subido a mis orejas y sólo oía unos latidos sordos. El andar de mis piernas torcidas y el sonido de las chanclas rompieron la tensión de la escena. El desconocido y su sombra giraron la cabeza. Había una vela que desprendía un humillo azulado, una botella de vino y un bocadillo en el suelo. Olía a sardinas y a amoníaco. Me deseó buenas noches y le respondí con un escueto gracias. Por su aspecto no podía ser un vagabundo. Vestía con una chaqueta con hilos dorados, una camisa con topos desabrochada, un pelo blanquecino perfectamente engominado. Tenía una sonrisa torcida y unos dientes amarillentos que le daban un aspecto afable. Me invitó a sentarme y atravesé el cuarto desierto. Me dio la sensación de estar ocupando un espacio íntimo, como si me hubiera acostado en una cama deshecha o me hubiera apropiado de unos calcetines usados. Aún así, preferí quedarme en el suelo helado. Esa fue la primera noche que me alojé en el hotel.

Había estado mucho tiempo durmiendo en el coche de un amigo hasta que encontró la casa abandonada. Antes de estar en la calle había sido cocinero en un hotel. Experimentaba con una cocina fusión entre la cultura asiática y la nacional. “Pero los chinos están siempre un paso por delante, es un hecho, ya abren churrerías donde puedes comer hasta rollitos de primavera, ¡los cabrones lo harán hasta con el mismo aceite!”. Me habló durante toda la noche sobre ensaladas de fresas con bacon, carne encebollada, y un estofado de hígado con patatas. Se detenía en los detalles y se ponía de puntillas para explicar los sabores. Su plato estrella era lubina con verduras y un vino que había sido un obsequio de un tío lejano, de las tierras de Jerez. Gesticulaba con cada palabra: troceaba las verduras invisibles muy finas, imitaba el aceite que explotaba en la sartén, empujaba su muñeca sobre su supuesto puchero y se restregaba los ojos cuando le añadía cebolla al guiso imaginario. Le miraba tan abstraída que bien podría haber sido parte del público de un programa de cocina. No me preguntó ni una sola vez mi nombre, ni parecía alterado por mi compañía. Me senté a sus pies y esperé a que en alguno de sus guisos se nos hiciera de día.

El resto de noches acudía sin cita previa, esperando que estuviera en su silla de playa tal y como lo dejé. En esa casa no existía el verano, ni el invierno. Sólo había gatos salvajes y papeles viejos. Las manecillas del reloj estaban enterradas bajo pilas de cajas de cartón. Grabé cine de terror realista sobre cómo nuestros gatos se comían lagartijas y ratones. Me fascinaba ver la fiereza… Ese impulso terrorífico y morboso por el que un animal degollaba a otro. Devoraban con elegancia y paseaban con sus presas a nuestro alrededor, sabiéndose reyes absolutos del ecosistema. Les teníamos tanto respeto que sólo invadimos una pequeña estancia en la planta de abajo. Transcurrió toda una vida. Sólo hablábamos sobre viajes y mitología. Escuchábamos trap y él me enseñaba sus ídolos muertos. Una vez, sin embargo, me reconoció que estaba esperando algo. No quise preguntarle el por qué, y los trocitos de verano se iban tejiendo en esa casa sin cuadros ni retratos.

Un día me encontré con la silla vacía. Olía a carne en proceso de descomposición. Subí las escaleras de mármol con la certeza de descubrir algo. Mi compañero estaba boca arriba, con las palmas de las manos tiesas. Tenía aspecto de estar asustado, de haber descubierto algo. Sus cejas estaban tan estiradas que parecía un molde de yeso. Sus labios estaban ensangrentados, y el rostro amable que descubrí aquella vez se había extinguido. Nunca había visto a un cadáver. Intenté abstraerme para no desmayarme encima de él. Me vino a la cabeza la escena de un crimen que había visto de pequeña en la que el asesino mataba a la víctima con una moto sierra. Me pareció que los cuerpos destrozados no eran más que espaguetis y sustancias viscosas. Pero ahora no había ni sangre ni vísceras. Estaba ante un muerto, uno de verdad, tieso y sin aliento. La casa se estaba extinguiendo. Las paredes se derretían y se hundían con nosotros. Pero no sentía dolor. Un sonido punzante en la cabeza y el pálpito concentrado en mi ojo derecho. Pero nada más. Seguía allí, de pie, sin una lágrima, ni un signo de terror. Recordé todas las veces que me habían hablado de la muerte, y la verdad es que me decepcionó. Sólo pensaba en cómo se lo llevarían: le cogerían ¿con guantes?, si le cerrarían los ojos, cómo sería la bolsa que sellara su cuerpo. Quién sería la última persona que lo miraría. No estaría más en la casa abandonada, ni sabía si alguien más le esperaría en otro sitio. Al día siguiente taparon con cemento todas las salidas de la casa. Sentí en mi garganta el maullido de los gatos sepultados. Pero no pensé en ellos más de un segundo. Al cabo de un tiempo recordé que la silla de plástico también estaba allí dentro. Lloré hasta quedarme inconsciente.

Hace un año que no pienso en ello. No todo el mundo ha visto un muerto, y me asusta saber que aquello no me cambió la vida. Es una anécdota más entre la lista de historias para contar a desconocidos. Aunque también es cierto que me gusta que sospechen que soy una especie de psicópata. Porque el misterio nos coloca en una posición de superioridad. Esa breve línea por la que somos capaces de inhabilitar las certezas, por la que nos atrevemos a vulnerar incluso a lo más determinante. No, pero no estoy enferma. Él no está muerto en mi conciencia. Me asalta a veces, cuando rebusco entre los cajones, cuando estoy perdida u observo las dimensiones de la luz sobre los objetos. Se cuela como el fulgor que entraba por la puerta semiabierta y el polvo de los cristales de la casa. Son en esos momentos de inacción cuando se revuelve entre mi espacio y me deja un sabor incómodo, con la sospecha de estar esperando a algo. O a alguien.

He cambiado mis montañas desérticas, el mar y los atardeceres marrones por otros más rosados. Quiero creer que sé algo más sobre mí misma. Pero me descubro mirando mis manos como si no me pertenecieran. Mis pies me llevan por el laberinto y yo me debo quedar en algún lugar, buscando la gravedad. Los colores salen de sus figuras y se difuminan con las sombras. Debajo de la ciudad no se respira la tierra mojada de las lluvias de abril, pero la intuyo. Creo en la intuición. La respiro y me subo al vagón. También tengo fé en los recuerdos inventados. Como este. Todo o casi nada es una mentira envejecida. Un tipo me mira desde el otro andén. Me dice algo en lengua de signos y al segundo se desdibuja por la velocidad del tren. Él y todos los demás se convierten en un horizonte multicolor…

 

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