Prohibido

No me gustan los perros. Incluso, a veces, me dan miedo. De todas formas, nunca está de más tender puentes con el enemigo. Cruzar las líneas rojas imprevistas y empatizar con aquel con el que no esperas sentir nada en común. Me pasó cuando vi esta escena. Pero yo no me atreví a mirar directamente: pensé que el ojo (y el ojo de la cámara) de María iba a retratar mucho mejor lo que yo solamente me atrevía a mirar de reojo.

Todos nos hemos sentido alguna vez como ese perro. No tanto por la espera, que también. El problema no es la espera. El problema aparece cuando tienes delante de tus narices una señal que te indica que, por mucho que esperes, no vas a acabar entrando. Y no lo sabes ver. No sabes descifrar el código que te está diciendo a las claras que te vas a quedar allí plantado, sin posibilidad de avanzar o de retroceder.

Me gustó la mirada de ese perro. Inocente, no sabía que casi le habían dibujado a él para representar lo que está prohibido. Es como si te encontrases con tu imagen en la puerta de un bar y, por encima, una señal de prohibido. Cancelado. Sería casi burdo. En lugar de la típica figura de hombre o mujer (como las de los semáforos) que puede representar a un común de los mortales te encuentras tu rostro en primer plano. Algo así habría visto este perro si tuviera capacidad de entender ese lenguaje.

Al final, todo se reduce a lenguaje. Me da que, como le pasa a él, muchos de nosotros nos vemos permanentemente plantados ante señales de prohibido pero, por suerte o por desgracia, no tenemos ni idea de que están ahí. Es absurdo que vayamos de listos y pensemos que nosotros sí entendemos todos los mensajes que nos mandan. A veces, no entendemos una simple frase. Nos falta un detalle, un aspecto concreto del código que hace que todo se enmarañe y ya toda la conversación esté manchada y desperdigada.

De todas formas, dudo. Dudo de ese “por suerte”. Quizás sea mejor que no seamos capaces de descifrar ciertos códigos y que no nos enteremos siempre del momento en el que no podemos avanzar o retroceder. Que estemos ciegos o que tengamos la mirada perdida. O que nos giremos y miremos al objetivo de la cámara de María, posando sin saberlo, retratados e ignorantes. Hay algo que sí sabe el perro: el dueño acabará por salir del establecimiento. Juntos, se volverán a casa o darán un paseo improvisado. Habrá camino, al fin. Siempre lo hay. Existen códigos que ni a nosotros ni al perro nos compensa descifrar.

Foto original de María Navarro

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