París, Austerlitz y la culpa pt.2

→París, Austerlitz y la culpa pt.1

OJOS DE REPTIL

En algún punto, sin que nos hayamos dado cuenta, un relato de terror psicológico ha suplantado a la narración de un amor. Como cuando, según narra Chirbes en los Diarios, detecta una nueva mirada inhumana en François.

“Eyaculamos al mismo tiempo, mirándonos a los ojos, y advierto que los suyos se enfrían, se coagulan, ojos como de ofidio que pierden sus irisaciones verdes, y se vuelven de un color amarillento, fijos, sus párpados rubios se vuelven transparentes, mirada de serpiente que no parpadea”

En este episodio, en París-Austerlitz, Michel es serpiente y el protagonista, presa:

“Y, sin embargo, sentía miedo cuando todo había concluido, porque tenía la impresión de que sus ojos se volvían fríos y escrutadores, posesivos, como si estuvieran dispuestos a encerrarme allí. La satisfacción sexual como trabajo de esclavo. Las rubias pestañas casi invisibles bajo la luz, le otorgaban apariencia de fijeza a la mirada. Los definí: ojos de reptil (…) La cabeza gira sobre el ancho cuello, atenta, se pone de perfil, y es cabeza de ofidio, desconfiada, al acecho, pendiente del menor movimiento de la presa que quiere zafarse”.

COMME DES BONS AMIS

En un momento indeterminado, se produce la ruptura, un hecho que no se detalla ni en un texto ni en otro. En los Diarios, habla de un viaje en 1987, “con François, se supone que ya solo un amigo”. Un poco más adelante, Chirbes da por cerrada la relación: “Atravieso una excelente racha de soledad. Ya he asumido que se han diluido los compromisos con François. No me atrae la pareja . Ni sé si sirvo. Quiero sentirme responsable solo de mí mismo, al menos durante algún tiempo”.

Siguen viéndose, sin embargo: “Dentro de un par de días salgo de viaje a Sauternes. Me propone que nos veamos en algún lugar de Burdeos, que pasemos el fin de semana juntos. “Comme des amis”, insiste. A ver qué ocurre”. Ocurre lo siguiente: “Un largo fin de semana en París. Días felices y sin sexo con François. (…) Me provoca una oleada de ternura verlo caminar con su paso de pato. Esos momentos en los que dos personas saben lo que tienen que hacer para agradar, porque se conocen bien, lo que hay que hacer para que el otro ría, o sienta”.

De esos buenos ratos se ocupa en mucho menor medida París-Austerlitz. En la novela, Chirbes reduce aquella inestable amistad surgida de la ruptura a una sola frase: “Otras veces, en cambio, se mostraba afectuoso conmigo y me contaba sus andanzas, burlándose de sus propios despropósitos”. En ambos textos se hace referencia a una cena en casa de unos amigos, a la que acudieron “comme des bons amis”, pero no se menciona por haber sido especialmente agradable, sino porque la pareja se encontró el levantamiento de un cadáver a la salida. 

Tenía celos cada vez que se quedaba con alguien en el bar. Me molestaba que a los demás siguiera apeteciéndoles lo que yo había empezado a detestar”. Lo reconoce el protagonista de la novela, pero nunca Chirbes en los Diarios, en los que el único sentimiento que refleja tras la ruptura es la culpabilidad. Los momentos que recoge en sus cuadernos son de tranquilidad. François le llama para decirle que trata de dejar de fumar. Hablan y parece contento. Sobre la etapa posterior a la ruptura solo una reflexión, con la que parece enterrar el tema:

Pienso en François con frecuencia. Con François, a última hora, me faltaba el sexo. Lo mató su vigilancia, su exigencia. Si lo acosas, el sexo huye. Él lo necesitaba compulsivamente porque era la prueba de que podía seguir teniéndome y esa compulsión me producía rechazo. Tampoco soportaba que lo buscase fuera de mí. Celos, complejos de algo”.

No es lo único sobre lo que Chirbes guarda silencio en sus diarios. Tampoco habla de cómo François se contagia de sida, ni de cómo se entera de su enfermedad. Menciona de pasada que “a él eso del sida parece darle igual. No tiene ninguna sensación de peligro”. No podemos saber, por tanto, si ocurrió tal y como lo cuenta en la novela, si, como a Michel, a François le contagió el sida un nuevo amante: “Le recomendé que no fuera estúpido, que volviera a utilizar ‘la capote’, que así era como llamaba él al condón. Ya me he preocupado en mi vida de bastantes cosas que no merecían la pena, respondió (…) Tres o cuatro meses más tarde lo ingresaron por primera vez en el Hôpital Saint-Louis para tratarle una neumonía”.

AMOR, PIEDAD Y PENA

Por los Diarios, solo llegamos a saber que a François lo ingresaron en el Hospital de Saint Louis, y luego en uno en Rouen para enfermos terminales, donde murió en 1992. Entre la penúltima (“días felices y sin sexo con François”) y la última vez que el autor escribe sobre su amante (“Ayer me llamó V.R para decirme que ha muerto François”) pasan casi cuatro años.

Por ese vacío en su diario, solo podemos imaginar lo que ocurrió en todo ese tiempo guiándonos por lo que Chirbes relata en ‘París-Austerlitz’ donde, además del proceso físico de deterioro de Michel, narra el creciente desapego del protagonista, un mecanismo de autodefensa que desemboca en culpabilidad, porque en aquel tiempo al alter-ego de Rafael Chirbes en la ficción no le queda ni un rastro de amor por el enfermo: “Pero no sentía amor, hacía meses que no lo sentía, ni piedad. No es lo mismo piedad que pena, pena sí que sentía, y sentía tristeza por verlo en aquel estado, y compasión, sentía una inmensa compasión, porque Michel no estaba en aquel cuerpo”. En ese cuerpo, “el mal no renunciaba a su trabajo”, y aquel hombre iba quedándose progresivamente ciego, inválido, iba viendo venir lo inevitable: “por teléfono, alguna de las noches que me llamó se quejaba de que lo ataban a la cama, y también de que tenía pesadillas, hablaba con dificultad, como si estuviera drogado: nunca sabré dónde terminaban las pesadillas; los sanitarios no son demasiado cariñosos con los enfermos de sida”.

En la novela, el protagonista relata sus visitas a ambos hospitales. No fueron muchas ni útiles, reconoce. “Creo que he cumplido con mi presencia, con mis gestos: aquí estoy, dime si necesitas algo, qué quieres que te traiga, pero no he podido inventarme ni un ápice de amor”.

SÁCAME DE AQUÍ

Se vieron una última vez, y ese momento está reflejado tanto en los Diarios como en París-Austerlitz de forma descarnada. En ambos textos emerge la culpa: Chirbes y su alter-ego de ficción mintieron piadosamente a su amigo, le aseguraron que se repondría, y luego se marcharon. Es una escena angustiosa, tras la que uno se imagina mil y una reescrituras. El resultado es esta despedida que se narra en la novela:

No me dejes, suplicaba. Me hacía daño, me clavaba las uñas en la espalda. Voy a perder el último tren, insistí. Y, para librarme, me vi obligado a separar con cierta violencia los dedos que me había hundido en los hombros y a tirar con fuerza de sus brazos hacia arriba. Tengo que irme, repetí varias veces con una voz suave que pretendía excusar la brusquedad del gesto con que lo había apartado. Insistí: volveré y encontraremos el modo de que te vengas conmigo a España para reposar durante algún tiempo. Lo haremos así. Se agitaron un instante sus brazos y piernas, descarnados como patas de insecto; luego se quedó inmóvil, dejó caer la cabeza sobre la almohada y empezó a sollozar de manera entrecortada, con un gran pesar; y los sollozos se convirtieron en pocos segundos en un lamento ininterrumpido que fue creciendo de volumen, ocupó la habitación y me siguió por los pasillos del hospital mientras me dirigía a la puerta de salida”.

En los ‘Diarios’, el episodio termina así:

La última vez que lo visité en el Hospital de Sant Louis, intenté convencerlo para que viniera a pasar una larga temporada en Extremadura. Le conté cómo era el campo aquí, la dehesa, te gustará, las encinas se pierden de vista, las extensiones solitarias, podrás sentarte al sol, que tanto echas de menos, pasear; le aseguré que tenía una habitación preparada para él en la casa. Él asentía, pero luego se echó a llorar desconsolado. Meses más tarde, ya en el hospital de Rouen, le repetí la invitación, ahora más bien como piadosa mentira. Estaba absolutamente impedido, no podía salir de allí porque lo tenían encadenado a los tratamientos. (..) Sácame de aquí, me pidió, pero ya no se tenía de pie, apenas veía, y escuchaba voces amenazadoras por las noches: seguían acosándolo las pesadillas. En el hospital de Rouen, lo engañé. En cuanto estés mejor, te vienes a Extremadura. Me miró con odio desde el fondo de la almohada. Tengo esa mirada clavada, no me libro de ella. Ni debo, ni quiero, ni puedo”.

‘A MIS SOMBRAS’

Rafael Chirbes terminó de escribir ‘París-Austerlitz’ en mayo de 2015, y murió en agosto de ese mismo año, habiendo dejado todo dispuesto para que saliera a la luz. Los Diarios se publicaron en octubre de 2021, y el propio autor fue quien dejó todo preparado para su publicación. Como apunta Marta Sanz en su (incomprensiblemente) polémico prólogo, “la publicación de estos sentimientos, opiniones y creencias se programa para después de la muerte”. La publicación de sus notas es “un acto de generosidad preconcebida. O de voladura programada”.

En su diario, Chirbes nunca se dirige a François, ni siquiera de forma retórica. Sí que se habla a sí mismo, en cambio, y el tono que utiliza es agresivo, fruto de la culpabilidad y la inseguridad, sobre todo después de la ruptura. “No hay víctima sin verdugo”, se recrimina el autor. 

En los años posteriores, no hay referencias al texto que terminó siendo París-Austerlitz, pero sí una reflexión, más bien un grito, que Chirbes pone por escrito tras decidir escribir una novela a François. En este fragmento, habla de su “mala conciencia por no tener una casa tan pequeña como él, ni levantarme tan temprano, ni pasar tanto frío; por tener más oportunidades que él”. Y añade: “Mientras escribo en las últimas frases, me desprecio. Quieres tener y salvarte cosas. Eres un hijo de puta. O una cosa u otra. Hijo de puta. Lo has dejado en su casa, en su frío, en su soledad. No tienes derecho a abandonar y quedar por encima otra vez poniéndolo como juguete de tu novela. O escribiendo estas líneas. Escritores, hijos de la gran puta. Os odio por la parte que me toca”. Es fácil imaginar el debate interno, que debió durar años; la pugna entre el deseo de pagar una deuda, de purgar la mala conciencia, y el moralmente exigible ejercicio de contención, de no instrumentalización. El autor se resiste a convertir a (la persona) François en personaje. 

Los reproches de Chirbes se extienden, una vez muerto François, a los vacíos que él mismo ha dejado en sus Diarios sobre el final de su relación, sobre meses y meses de enfermedad: “Repaso los cuadernos y me doy cuenta de que no he escrito ni una línea sobre eso (…) Ni una línea en estos cuadernos de lo que de verdad me ha ocurrido en todo este tiempo: al releerlos, los veo como refugio de cobarde, prácticas de caligrafía de un egoísta”.  

Dicen que los enamorados se sienten responsables de la persona a quien aman, e incluso vagamente culpables de su pasado, o mejor sería decir del sufrimiento de su pasado”. Hay mucha responsabilidad y mucha culpa en París-Austerlitz. Una culpa con la que el autor convivió durante veinte años, una responsabilidad que le llevó a escribir la dedicatoria de la novela antes que la novela misma. Por esa culpa, Chirbes dedica ‘La buena letra’ (1992) a sus sombras: “Cuando escribí la dedicatoria, François ya era una de esas sombras”.

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