París, Austerlitz y la culpa pt.1

UNA DEUDA 

“Pienso en escribir una novela dedicada a él; ya que no he sido capaz de darle lo que me pedía, darle lo que tengo, lo que puedo esforzarme por tener, una novela escrita con mi mala conciencia por no tener una casa tan pequeña como él, ni levantarme tan temprano, ni pasar tanto frío; por tener más oportunidades que él”.

En diciembre de 1984, Rafael Chirbes escribe esto en su diario. “Él” es François, un hombre al que conoció en París y sobre quien escribe recurrentemente a lo largo de muchas páginas de sus cuadernos. Durante casi una década, mantuvo con François una relación que conocemos sólo ahora, siete años después de la muerte del autor, a raíz de la publicación de la primera y la segunda parte de sus Diarios. A ratos perdidos. Pero la historia sí la conocemos, porque Chirbes cumplió su propósito: a lo largo de veinte años de relectura y revisión, le escribió un libro a François, una novela escrita entre 1996 y 2015 con “su mala conciencia”. Un libro que dejó preparado para su publicación meses antes de morir y que nos ha llegado tras el fallecimiento del autor como la novela París-Austerlitz: una historia de amor, celos y posesión, sí. También una tragedia en la que aparecen el sida y la muerte. Pero, sobre todo, a través de la decisión de publicar póstumamente tanto París-Austerlitz como los Diarios, Rafael Chirbes dejó un verdadero testamento narrativo, un mapa de cómo se hace, o de cómo él hizo literatura a partir de la propia vida. Un testimonio sobre cómo se narra la culpa.

UNA GRAN HOGUERA

Para escribir su última novela publicada, parece indiscutible que Chirbes acudió a sus propias palabras, escritas en los años 80 en “el cuaderno grande”, “el cuaderno negro con lacerías” y “el cuaderno burdeos”, que repasa con estos nombres. En ellos, escribe el primer encuentro con François “en un viaje imprevisto a París”. “Pasamos juntos las dos noches que permanezco en la ciudad. Una gran hoguera”. “En el cuartito de Vincennes no hay más que presente. Intrascendencia del sexo. En cuatro días no despegamos un cuerpo del otro.” En la novela, sobre los momentos iniciales con Michel: “Durante todo el fin de semana solo nos habíamos levantado de la cama para comer algo, tomar café e ir bebiéndonos poco a poco una botella de Calvados”.

De François/Michel no se nos dice mucho en los diarios. Que trabaja en una fábrica, que vive en un diminuto piso de una habitación en Vincennes. De su pasado no nos dice nada en sus notas, pero suponemos que nos habla de ello en París-Austerlitz: un padre al que mandan al frente, una madre que se prostituye, el suicidio del padre una vez regresa, una infancia pobre y un padrastro que termina en la cárcel. La descripción no es, tampoco, física: lo único que se menciona en la novela es que es un hombre grande, tosco, bastante mayor. En el relato y los Diarios, más adelante, hablará de sus ojos.

UNA TRANSCENDENCIA EXAGERADA

Pero la “intrascendencia del sexo” la sepultan pronto las primeras nubes negras, que terminan volviéndolo todo “de una transcendencia exagerada”. El autor y el personaje, en ambos textos, viajan a Madrid. A la vuelta, escribe Chirbes en su cuaderno: “Al volver a Madrid, me he sentido como un jugador que abandona la mesa en mitad de una partida. Cobarde. Eso no es bueno”. Y recuerda el protagonista de París-Austerlitz: “Con mi viaje, empezaron las sospechas, los celos (…) Había cambiado cuando regresé de pasar unos días en Madrid. O quizá un par de semanas antes, cuando le dije que iba a emprender el viaje

Poco después, en los Diarios, Chirbes comienza a poner las ansias de posesión en palabras: “Me asusta su entrega, su nerviosismo. Como si nuestra relación le llenara todos los huecos de la vida que le deja libres el trabajo. Le explico que eso no es así, no puede ser así”. Con eso, comienza a sentirse “como un niño del que un dios se ocupara demasiado, con la sola intención de castigarlo”: “Tras concluir el encuentro con François, es como si el nuestro fuera el único semen derramado en París. Todo se ha vuelto espeso, de una trascendencia exagerada”. 

En la novela, el protagonista le da esta forma a sus preocupaciones: “En su proyecto sentimental (el diseño de futuro de Michel), mi trabajo era más bien un inconveniente del que él se encargaría de ir librándome: en su idea del mundo perfecto, yo permanezco esperándolo cada tarde a la salida del trabajo para hacer la ronda de los bares”.

UNA CARA DE PALO

No son excepciones; es una tendencia. Así, durante las siguientes páginas, se suceden los episodios de control. En el diario: “Me llama François. Llora al teléfono. Es más de la una y media de la mañana. Me vuelve a llamar a las siete. Ha pasado una semana aquí, en Madrid, nervioso, inquieto, cada vez más exigente. Como si diera por perdida la relación y pusiera todo lo posible para que se acabase cuanto antes porque le hace sufrir”.

Aparecen en escena los celos: “La última noche superamos todos los límites. Se puso a provocarme, a insultarme, a pedirme que lo besara, a lametearme, quería que le dijera que lo quiero (…) ¿Cuántos amantes tienes?, ¿con cuantos vas cuando yo no estoy? Te has enamorado de otro, ya lo sé”. Cuando Chirbes recibe la llamada de un antiguo novio: “Mientras hablo con él, aparece sigiloso François, una desagradable cara de palo. (…) ¿Con quién hablas?, Me pregunta; y, para acabar de irritarme, ¿es un amante?. Luego se fija en este cuadernito que tengo abierto delante. ¡Ah! Estás escribiendo en tu cahier obscur. Qu’est-ce que tu écris? Mete la cabeza entre mi cara y el cuaderno, hace muecas”.

François, según relata Chirbes en los Diarios, “no soporta la distancia, no puede imaginar que hago algo en lo que no participa, y lo que no cuenta: ir al trabajo, escribir, tomar copas. No soporta que viva. Si pudiera, me encerraría en un cuarto y volvería por la noche con la comida y las botellas de vino. Eso sería su felicidad, pero aún así tendría celos de los libros que yo me hubiera leído en su ausencia, de los discos que hubiera escuchado, del sol que me hubiera tocado la cara. Ni siquiera le haría mucha gracia que me hubiera desnudado para ducharme si él no estaba delante”.

Así, de la misma forma en la que se había pasado de la “intranscendencia del sexo” a la “transcendencia exagerada”, se pasa en ambos textos de la pasión y el amor al “odio sordo, mezclado con ese desprecio que provocamos los borrachos cuando nos ponemos pesados”, como se refleja en el diario. También a la reserva y a la prevención. “Casi desde el principio advertí que esa generosidad corría peligro de convertirse en una forma perversa de intercambio: me doy entero, pero te quiero entero. Sospechaba que todo lo que Michel me ofrecía tendría que devolvérselo algún día”, advierte el protagonista de París-Austerlitz. Y, al fin, al temor: “el deseo que notas en ti mismo empieza a ser una manifestación de tu pérdida de libertad, porque te ata al depredador (…) empiezas a tenerle al amante el mismo tipo de miedo que le tienes a tu posesiva madre”

UNA CASA

Pero los celos y la posesión no son patrimonio exclusivo de Michel/François, Tanto Rafael Chirbes como su alter-ego en la ficción admiten querer “sentirse rey” o “dueño de algo”. Es en estos fragmentos en los que más patente queda la conexión entre los Diarios y la novela, en los que casi se puede ver el proceso de escritura y reescritura de Chirbes a lo largo de las dos décadas que dedicó a pagar su “deuda” con su antiguo amante. Hojas en blanco que se van rellenando y, al lado, los diarios escritos durante aquella época, que incluso cita como tal, incorporándolos en la ficción de París-Austerlitz.

Por ejemplo, en los Diarios:

“Hay momentos en los que su cuerpo es mi casa, me protege, y yo siento la satisfacción de ser propietario”.

Y la auto-cita en la novela:

“Michel es mi casa, escribí como una afirmación contra la cortedad bovina de mi padre, contra la insaciabilidad de mi madre. Me confortaba el sentimiento de propiedad: vosotros tenéis las vuestras, vuestras propiedades. Yo tengo la mía, se llama Michel”.

También en los Diarios

Tengo celos de los que han entrado ahí antes que yo. Visitantes indeseados, de los que se acordará, a lo mejor incluso en el momento en que yo me creo habitante exclusivo del refugio. Rechazo el pensamiento de los miembros que me han precedido. (…). Me siento seguro. Dueño de algo. Lo poseo en todas las posiciones. A medida que lo hago crece en mí un venenoso sentimiento de propiedad”.

Y de nuevo se cita a sí mismo en la novela:

Solo unos días después de esta tarde, escribí en el cuaderno que tenía celos retrospectivos de quienes habían entrado antes que yo. Los que me habían precedido. Como si se les pudiera dar marcha atrás a las biografías, necesitaba saberme propietario exclusivo”.

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