Odio mi trabajo

Pienso en lo aséptico de la oficina en la que me encuentro y me doy cuenta de que me he infectado. La ausencia de creatividad y colectividad se propaga por mis tejidos aprovechando el caudal de mis venas, formando burbujas de deshumanización que podrían derivar en embolia.

Atiendo llamadas. A veces tengo tiempo entre ellas y hago una lista de los pros y contras de estar aquí sentada.

Pros:

    • He aprendido tantas maneras de hablar del tiempo atmosférico que ya no me da miedo entablar conversación con una persona adulta (adulta de verdad)
    • Puedo coger galletas de la nevera de los jefes cuando el candado está abierto

Contras (además de que odio mi trabajo):

    • Las conversaciones con personas adultas (adultas de verdad)
    • El candado de la nevera de los jefes casi siempre está cerrado

Los primeros meses fueron los más duros porque a todas horas me abordaban sentimientos de rabia, pasmo y negación tras haberme encontrado de sopetón con lo insatisfactorio, lo mecánico, lo infértil de (este?) trabajo -soy consciente de que esta situación me ocurre ahora porque nunca antes tuve que trabajar para pagarme los estudios, por lo que doy las gracias cada día-. Mi frente chocó (pero un choque que no es divertido, un choque que no es el de la primera vez que estás en la cama de la chica que te gusta, éste te deja clavada en el -mal- sitio) con la afirmación aplastante e inmovilizante de que ya está, esto es todo para lo que te habías estado preparando y no es algo temporal, vas a dedicarte a esto el resto de tu vida, a no ser que salgas corriendo y renuncies a toda posibilidad de estabilidad económica y, por tanto, vital. Y el discurso solía finalizar con un sonando en estéreo que cargaba con el doble de su peso en escepticismo. Durante estos meses me repetía que no podía ser cierto el que toda la población asalariada se hubiese acostumbrado a lo mutilador de trabajar tantas horas como se trabajan, en pos de un beneficio que, a fin de cuentas, nunca es el del pueblo, ni siquiera el de uno mismo. Porque incluso quienes trabajan de manera independiente terminan abocados a sucumbir a los ritmos frenéticos del mercado, con el desgaste físico y psíquico que esto supone.

Durante días, al salir de la oficina, miraba descaradamente a la gente que caminaba con prisa, les observaba con los ojos entrecerrados y la incredulidad enquistada en cada poro, esperando que, en un alarde de compasión por mi recién nacida vida laboral, me contaran el secreto para conciliar la propia vida – ¿cuándo se puede parar una? – con esta condenatoria cadena de producción capitalista. Pero nadie me contó ningún secreto, ni siquiera me vieron, me dejaron sola y aturdida, presa del pánico que supone no querer tener un futuro que se le parezca al presente -como cuando te dicen que estás sacando el mal genio de tu madre o la soberbia de tu padre y quieres salir de tu propio cuerpo porque te niegas a que eso vaya contigo-.

Lo peor son las citas. Cuando confieso en una primera conversación que no me gusta la profesión para la que he estudiado y veo caras extrañadas, seguidamente compasivas y, justo cuando sus labios comienzan a fruncirse, a apretarse uno contra el otro hacia dentro y arriba en un intento fisiológico por evitar soltar el primer consuelo superficial que se les ocurra, justo antes de que sus bocas vayan a desligarse de un “bueno” bañado en la respiración que contenían, les digo: procuro que sean las cosas que hago fuera del trabajo las que me llenen. Entonces sonríen más relajados y podemos pasar al siguiente tema de conversación mientras a mi cabeza vuelve ese en off para recordarme que lo que más odio (¡odio!) de esta jornada laboral es que el tiempo que me queda libre lo necesito para no hacer nada p o r q u e e s t o y d e m a s i a d o c a n s a d a.

Al principio aprovechaba cada hueco, en los descansos me llevaba conmigo papel y lápiz y escribía sentada en un bordillo mientras me comía un sándwich. Los poemas entonces sólo podían tener cuatro versos, no tenía tiempo de dilatarlos por mucho que quisiera quedarme a vivir en ellos. Al no tener tiempo ni fuerzas para militar o asistir a asambleas, escribir se convertía para mí en un acto de resistencia ante la inercia de este sistema frenético que nos consume. Para mí escribir es quietud, nos permite pararnos y reapropiarnos del descanso que todas merecemos, no en base a las horas de producción ni a la rentabilidad que nos saquen otros, si no al hecho constatado de estar vivas. Pues bien, los meses pasaron y mi energía comenzó a decaer hasta día de hoy, que ya apenas escribo.

Con el tiempo abandoné aquel estado de conmoción, incredulidad y tristeza (solo interrumpido por la alegría momentánea de estar con mis amigas y ver a M.), y pasé al de letargo. Lo preocupante no es que haga meses que no escriba un poema, lo que me deja sin aliento es que haya dejado de hablar conmigo misma. No me pregunto cómo estoy por si la respuesta me incita a salir corriendo y no sé cómo guiarme a esa velocidad por entre mis miedos. Mi cuerpo está desesperanzado, solo me permite hacer cosas que no impliquen esfuerzo mental y ha cambiado mis apetencias en torno a sus necesidades. Ya no escribo, y lo que leo lo hago a través de las fotos de fragmentos de libros que otros leen y que cuelgan en las redes mientras mis libros ganan páginas de polvo.

A veces regresan a mi cabeza coletazos de asombro -todavía duele el chichón de la frente- y me pregunto cómo podemos convivir con unas condiciones laborales que nos precipiten a abandonar el entusiasmo por aprender -a nosotros, ¡tan jóvenes! -, que mermen nuestra creatividad y nos impidan la propia reflexión por habernos impuesto un día al que, lejos de faltarle horas, le sobran dinámicas productivistas que inhiben cada intento de estímulo y nos incitan a vivir en automático.

Me acuerdo mucho de una frase que leí, decía algo así como que hay períodos en los que somos recipientes y absorbemos (lo que leemos, lo que vivimos), y hay otros, más tarde, en los que arrojamos-vertemos-devolvemos-empujamos-hacia-fuera lo contenido. Aunque trato de no sucumbir al propio silencio, no tengo miedo de perderme en el camino porque la confianza que tengo en mí me permite ser compasiva y ceder ante esta hibernación impuesta de la consciencia -este alejamiento temporal de lo que soy, de mis inquietudes, de mis placeres- hasta que lleguen tiempos mejores, horarios más llevaderos, trabajos más gratificantes, para lo cual, y con todo, habremos de seguir luchando.

Odio mi trabajo.

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