Michel Houellebecq, ese gran hijodeputa

El mundo es un sufrimiento desplegado. En su origen, hay un nudo de sufrimiento. Toda existencia es una expansión, y un aplastamiento. Todas las cosas sufren, hasta que son. La nada vibra de dolor, hasta que llega a ser: en un abyecto paroxismo.
Michel Houellebecq, Sobrevivir, Poesía

Siempre me he preguntado qué tiene que hacer un escritor para ser considerado bueno. En otras épocas de mi vida hubiera dado con una larguísima fórmula de quehaceres y de puntos en una lista que cumplir hasta llegar a ser un virtuoso. Hoy, sin embargo, la respuesta es radicalmente otra: hay gente que no tiene que hacer nada. O al menos nada como lo entendería una persona que se apunta a una escuela de escritura buscando ser Steinbeck o Céline.

No se puede.

Hay ciertas puertas que antes de nacer ya se nos cerraron, y no me estoy refiriendo a ser infanta.

En una nota del móvil tengo apuntado algo de Bourdieu y sus Meditaciones pascalianas que encaja muy bien con el tema:

“Convencido de que Pascal tenía razón cuando decía que ‘la verdadera filosofía se mofa de la filosofía’”.

Lo mismo podríamos decir de la literatura de Houellebecq; tan de verdad que parece de mentira. El mundo es un escaparate y nosotros somos consumidores, la vida es un gran película –quizá de serie B– en la que el maldito bastardo francés se encarga de entretenernos con sus notas cínicas llenas de acidez. Su desgracia es que no es un simple bobo más, como nos lo pintan en muchos medios, sino el último de los grandes escritores vivos. No quiero parecer apocalíptica, de hecho, seguirá habiendo buenos escritores, pero Michel Houellebecq es el último en su especie, un gran hijodeputa.

Además de ese sufrimiento desplegado que menciona –muy parecido a La vida es sufrimiento de su maestro Schopenhauer– también entra el horror cósmico a formar parte de su particular visión de la existencia. Ese horror cósmico propio de las novelas de H. P. Lovecraft, espeluznante y de otro mundo, que en realidad siempre acaba remitiendo a este, dónde el ruido de fondo es constante y no podemos achacarle a ninguna bestia maligna – a no ser el propio caos y el tiempo en sí– como analizó en Lo raro y lo espeluznante Mark Fisher. La vida es dolor, el mundo un lugar carente de sentido.

A lo largo y ancho de la obra del francés podemos vernos reflejados todos: los seres de una sociedad narcisista, solipsistas, pensando siempre en nosotros mismos, pero queriendo explotar aún más al prójimo. Parafraseando a Lipovetsky en La era del vacío, sin exuberancia, sin risa pero saturada de signos humorísticos. La gran carcajada, esa que debía tener Nietzsche cuando se ponía a escribir. Vivimos mediante un distanciamiento irónico de la realidad para no tener que tomárnosla muy en serio – ¿alguien podría?

¿Quién es capaz de soportar este mundo ultraviolento y absurdo?

“El universo humano –empezaba a darse cuenta– era decepcionante, lleno de angustia y amargura”.

Esto lo dice Michel Djerzinski, uno de los protagonistas de Las partículas elementales, profesor, borracho y pendenciero de profesión. El universo houellebecquiano es una constelación de estrellas caídas que no hacen gran cosa por elevar su espíritu. Unas estrellas que eternamente han estado ahí, en el lodo, pero que desconocen – o lo que es peor, no se atreven a querer saber– que esa siempre ha sido su posición: estar en la mierda.

A Michel Houellebecq se le ha tachado de muchas cosas, de misógino, de cabrón, de mal escritor y peor persona, de racista, de gilipollas con patas, pero nunca los que lo critican hacen lo que tendrían que hacer las personas que desean emitir un juicio sobre otra: pararse a observar para ver si lo que dicen es cierto. No voy a desmentir o a afirmar las acusaciones que se le hacen al autor, pero pediré a los lectores que se formen un juicio propio y lo lean, y dejen de hacer caso de paso a decenas de críticos frustrados que jamás alcanzarán un ápice de la brillantez que se necesita para escribir como él –quizá si en vez de despotricar abrieran un libro suyo y lo leyeran algo bueno se les pegaría. Además, hay muchas cosas en la vida que deben ser éticas, como la política o las relaciones humanas, en este caso me temo que la literatura no es una de ellas.

No sabemos si “Dios está muerto, todo está permitido”, como afirma Dostoievski en Los endemoniados, o si “Dios existe, yo lo he pisado” como maldice Houellebecq en La posibilidad de una isla. Pero sí sabemos que estamos vivos y respiramos, que la existencia es a veces una carga pesada, un campo de batalla ampliado y nuestras vidas perecen en poco tiempo para dar paso a la nada. Esa ley es superior a la de Dios, porque exista o no, siempre acaba cumpliéndose.

Acabaré con un pasaje de El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer que Michel Houellebecq cita en su pequeño ensayo titulado En presencia de Schopenhauer, el capítulo tercero Así se objetiva la voluntad de vivir que dedica especialmente a los ecologistas:

“Sin embargo, es en la vida de los animales, sencilla y fácil de abarcar de una ojeada, donde más fácilmente se advierten la vanidad y la inanidad de los esfuerzos de todo el fenómeno. La variedad de las organizaciones, la perfección de los medios mediante los cuales cada una se adapta a su entorno y a sus presas, contrastan enormemente con la ausencia de un fin consistente; en su lugar se presenta un instante de placer, pasajero, cuya condición previa es la carencia, los numerosos y prolongados sufrimientos, un combate continuo, bellum ominium, donde todos son cazadores y presas; tumulto, privación, miseria y miedo, gritos y alaridos: y así continuará in secula seculorum o hasta que la corteza de nuestro planeta se haga pedazos de nuevo. Junghum cuenta que vio en Java un campo cubierto de osamentas que se extendía hasta el horizonte y creyó que debía ser un campo de batalla. En realidad eran los esqueletos de grandes tortugas de cinco pies de largo y tres de alto y de ancho que, al salir del mar, toman ese camino para depositar sus huevos y son atacadas por perros salvajes (Canis rutilans) que, uniendo sus fuerzas, las vuelcan, les arrancan el caparazón inferior y las conchas del vientre y las devoran vivas. Pero a menudo, en esos momentos, aparece un tigre y se abalanza sobre los perros. Esta desoladora escena se repite miles y miles de veces, año atrás año; para eso han nacido esas tortugas. ¿Cuál es el crimen por el que deben sufrir ese suplicio? ¿A qué obedecen esas espantosas escenas? Para ello solo hay una respuesta: así se objetiva la voluntad de vivir”.

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