James Agee me salvó la vida

“Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres humanos anónimos que no la de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de aquellos que no tienen nombre”

Walter Benjamin

Sus ojos. Esos ojos. Grandes. Como ventanas de una casa victoriana. Como luces en una noche sin estrellas. Y una música suena a lo lejos. Es el viento que susurra canciones antiguas. Una mujer, entrada en años, camina por un sendero que la naturaleza ha diseñado con su habitual inteligencia, un camino que se pierde en su lucha implacable ante la finitud de las cosas. Un camino que no tiene final, un camino que, por fortuna, es el principio de un viaje. Y así la vida.

Según Robert Phelps, respetadísimo periodista de la escena neoyorkina del Greenwich Village de la posguerra –donde el expresionismo abstracto, la fotografía de Robert Frank y los publicistas, tipo Donald Draper, se dieron la mano en un coctel explosivo cuyas ondas expansivas todavía hoy padecemos-, y editor ni más menos de la obra de Colette, Jean Cocteau y otros muchos, en unas colecciones que son un tesoro para avezados bibliófilos, además de un ferviente admirador y divulgador de los relatos de Isaac Babel (Caballería Roja, Galaxia Gutenberg, 2018), como se puede leer en las majestuosas memorias de James Salter (Quemar los días, Salamandra, 2010), sin duda, uno de los responsables de mi tendencia a escribir como forma de vida, aseveraba con cierta añoranza que James Agee subía los escalones de su casa. Phelps vivía en un luminoso apartamento del Village “con el corazón en la jodida boca”.

Afirma el editor, según recoge Salter, que Agee pisaba con fuerza, sin temor, a pesar de su endeble corazón, que por aquellos lejanos días (estamos en 1955) ya le había dado un par de sustos. Sin embargo, nunca había dejado de fumar. Bastante había vivido como para echar la vista atrás y rectificar. Nadie mejor que él, que había visto el sufrimiento de la gente, de personas inocentes que les habían arrebatado las entrañas por la boca, o niños que se comían la suela de los zapatos porque no había nada que llevarse al estómago, como para sentir lástima de su privilegiada situación. Robert Phelps leyó los textos de Agee, era su amigo y luego su editor, y tras perseguir la musa de la escritura que siempre se escabulle, Agee bajó las escaleras, imaginando que sería más llevadero, y se despidió de Phelps, que suspiraba mientras leía sus manuscritos. Según nos cuenta Salter, “esbozando su habitual sonrisa de hombre dedicado a una de las tareas más nobles que el ser humano puede hacer como es…”. La frase, por supuesto, prosigue hasta concluir de un modo tan extraordinario que no puedo desvelar su final sin sentir que les he arrebatado algo importante. Vayan al texto, corran a por él, y léanlo. Y lo mejor es leerlo varias veces, para así disfrutar de esos pocos momentos de luz que tenemos a lo largo de un día o de una vida; quién sabe cuándo hallaremos lo que con tanta desesperación buscamos.

Y el destino me la jugó sin yo saberlo.

Me hallaba en una encrucijada, en un momento de urgencia, y decidí dar el primer paso. Era septiembre de 2017, y todo se precipitó. No me esperaba la llegada de ese ciclón que casi acaba conmigo. Pasé la entrevista porque me había preparado a conciencia, con esas prisas típicas de nuestros días, a pesar de que las preguntas del tribunal no volaron por el aire. Asentí cuando me dijeron que no era un mal momento para reconvertirme. “¿Reconvertirme?”. Salí trastornado de la facultad. “¿Reconvertirme en qué?”. La pregunta me perseguía como esas nubes que no escampaban del cielo. Sin embargo, tenía motivos más que suficientes como para alegrarme. Me habían concedido una beca para cursar mi doctorado. Tenía dos años. Insistían una y otra vez en la entrevista. Y lo leído hasta entonces, mi intención era estudiar o investigar sobre temas que no vienen al caso, aunque podéis imaginaros cuáles eran y son mis prioridades, se guardaron en un cajón bajo llave que arrojé simbólicamente al río de la indiferencia. Y tuve que empezar de nuevo. Me senté en una silla, una cómoda, delante había una mesa amplia cerca de un ventanal. Y deposité todos los libros que tenía sobre educación, historia y cerré los ojos. ¿Y ahora qué?

Una tarde de enero de 2018, tras las primeras sesiones en el aula, empecé a dar clases en la Universidad de Alicante puesto que mi Contrato Predoctoral, así se llama, incluía en letra pequeñísima ese requisito, me sentí con las fuerzas justas como para asumir mi indefinición: “¿todavía no me he reconvertido?”. Me preguntaba cada mañana frente al espejo. Necesitaba un tema para mi tesis. Y lo necesitaba con urgencia.

Recuerdo que caminaba despistado por la avenida Federico Soto, porque subí las escaleras de la Estación de Luceros con presteza, yo nunca utilizo las escaleras mecánicas, y cegado por una luz demoníaca, estudié los puestos de libros de segunda mano que todavía sobrevivían a la ardua navidad. Despertaron mi interés. Necesitaba perderme por allí, deduje por mis pasos. Uno de los libreros, su puesto todavía lo visito, cada año como un ritual, se brindó a recomendarme un libro. Yo ya había escogido una colección de cuentos de Sam Shepard (El gran sueño del paraíso, Anagrama, 2004). Sus palabras todavía resuenan en mi cabeza. “Este libro también te gustará”, dijo. Y me puso en las manos la deliciosa edición de Seix Barral (1993), Elogiemos ahora a hombres famosos de James Agee. Su nombre me era desconocido, aunque una parte de mi subconsciente se alarmó, y todavía no sé por qué. Ojeé el libro en casa y en el despacho, antes y después de las clases, y algo, un hecho extraño, se apoderó, poco a poco, de mí.

Cada día me sentía mejor, en mi nueva realidad, tras una fachada que se estaba resquebrajando. Todavía siento un cosquilleo incesante cuando tengo que hablar frente a una audiencia que espera “grandes” cosas de ti, pero son nervios positivos. Una excitación que me hace sentir vivo. Y un buen día, como una explosión volcánica, o un flashazo, lo vi claro. Tenía un tema sobre la mesa. Tenía una pasión que yo no había sido capaz de vislumbrar, oculta como estaba tras una maraña de teoría inservible y farragosa. Cogí el libro de James Agee, estudié las fotografías de Walker Evans que abrían el ejemplar que tenía entres mis manos, unas fotografías que me trastornaron y que son parte fundamental de lo que hago, y no me lo pensé ni un minuto. Cambié la dirección de mi investigación, y por tanto, de buena parte de mi escritura, acepté el credo de la fotografía y medité sobre las palabras que Evans dedica a su colega en el libro que aquel tendero canoso me sirvió, salvándome la vida.

“La rebelión de Agee fue insaciable, lacerante para él, basada en hondos principios, infinitamente costosa y, finalmente, inestimable”

Con los meses, y asentado en un proyecto que hoy desarrollo convencido de la vitalidad de una propuesta que no podía dejar escapar, descubrí asombrado que James Salter me hablaba de Robert Phelps y su amistad con James Agee. Había leído el texto hacía años y no lo recordaba, sin embargo, una muesca o una huella, llámesele como se quiera, había germinando en mí. Recé para mis adentros. Confié en la bondad de la literatura, en la potencia de las palabras, en la luz de las fotografías.

James Agee es, en estos momentos, uno de los pilares de una profesión, la que ostento con mucho orgullo, que supera con creces la del mero cumplimiento académico. ¡Abajo los muros, fueras las máscaras! Cuando estoy frente a un batallón de alumnos, una experiencia gratificante y demasiado humana para ser descrita, escucho sus ideas, igual que el libro de Agee escuchó mis suplicas, y releo su magnífico libro, Una muerta en la familia (Alianza Editorial, 2015), editado póstumamente. Porque en Agee encuentro una paz honrosa, una inteligencia sagaz, una humanidad desbordante. Gracias a Agee descubrí a la portentosa fotógrafa Helen Levitt, quizás, la mejor fotógrafa callejera que yo conozca, y que utilizo con mucha frecuencia en mis clases para que mis alumnos vean los ojos de los niños en un estado de pureza que debemos elogiar y respetar; gracias a Agee descubrí la fotografía documental norteamericana; gracias a Agee, y a Walker Evans, comprendí que la fotografía (y la escritura) se dan la mano cuando el corazón y las ideas se ponen sobre la mesa, o sobre el papel, sin ningún tipo de barrera, y dialogan en igualdad para construir un discurso frente a la vacuidad.

Robert Phelps no pudo decirle a su amigo que el texto que tenían entre mano era un texto importante. James Agee murió a los días de su visita como consecuencia de un corazón débil, pero tan duro como las piedras que había pisado cuando la Gran Depresión atenazó a toda una nación. Y él estuvo allí para narrarlo en sus libros, y ahora, décadas más tarde, se cobraba otra víctima. Phelps siempre recordó, en palabras de Salter, a un Agee aguerrido e inteligente, capaz de sacar un guión, como el de la Noche del Cazador (Charles Laughton, 1955), y a su vez, publicar un texto, mezclando la crónica periodística, la poesía y la narrativa, en tres madrugadas. James Agee escribía por la noche, cuando el silencio lo cubre todo, y solo el llanto de un niño, porque en el Village, sobre todo en verano, hace mucho calor y las ventanas se suelen dejar entreabiertas, acompañaba el incesante rugido de su máquina de escribir.

Lo que pensemos, sobre cualquier hecho o circunstancia, no importa. Lo que consideramos correcto o incorrecto, por desgracia, no importa. Lo que sí importa son los pasos que demos en un camino que es incierto. Y sí, James Agee me salvó la vida, y ahora no me queda más remedio que caminar, y lo haré sin descanso. Hasta que mi corazón reviente.

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