Bailando con la ficción

Me dispongo a ver una grabación tan del pasado como del presente. 23 de junio de 1996. En la terraza de Garbinet 99 se celebra mi segundo cumpleaños, en medio de tracas, pasacalles, orquestas y hasta globos. No, no todo es un despliegue para mí, aunque mi conciencia infantil se apropie de toda la juerga (me temo que esto lo sigo practicando). En las calles de Alicante corre la pólvora por las Hogueras de Alicante. Avanza la fiesta y aparece tras la puerta un monstruo llamado Pantagruel. Se comienzan a oír lloros y gritos del resto de niños presentes, que no entienden esta intromisión. También se empieza a oír: “¡Pero si es la tía de Marcos!”. Evidentemente, cuando un niño se asusta, estas explicaciones sirven de poco. Al cabo de un rato la situación se tranquiliza y en la grabación aparezco yo bailando con Pantagruel. O con mi tía, ya no lo sé. Suena de fondo el estribillo de una canción: “Si le das a la vida la vuelta al revés, verás que es muy divertida: un, dos, tres”.

Mi tía es actriz de teatro y ha decidido venir a la fiesta con el disfraz del personaje que interpreta en una obra infantil de Jácara Teatro: Violeta y Pantagruel. Esta resulta ser la primera obra de teatro que yo veo en mi vida, acompañado de mis dos abuelas. La canción que suena es una de las más importantes de este musical. Sigue así: “El sol sale de noche, la luna al amanecer (…) por el mar correr”. Me gustan las canciones que hablan a los niños de lo que está fuera de norma:

Érase una vez
un lobito bueno
al que maltrataban
todos los corderos.

Y había también
un príncipe malo,
una bruja hermosa
y un pirata honrado.

Todas estas cosas
había una vez
Cuando yo soñaba
un mundo al revés

El lobito bueno, de Paco Ibáñez. También me la cantan mis padres. Me sirve para explicarme, para expresar la sensación que tengo de ir de la mano de la ficción desde siempre. Evidentemente este es un ejercicio tramposo: en esa cinta también aparece mi bautizo y no parece que ese día, por lo que sea, me marcara tanto el discurso. Precisamente esta es la labor de la ficción: que nos ayuda a contar pero también a descartar, como cuando en la carnicería le quitan lo feo a un contra muslo de pollo y te quedas con la parte que se puede cocinar.

Me gusta que en el vídeo en ningún momento aparece el rostro de mi tía. De hecho, hay un plano en el que, frente a mí, se levanta la cabeza de Pantagruel y yo debo ver su cara. Pero eso no está filmado, solamente se ve el gesto. Por tanto, no hay pruebas fehacientes de que allí dentro esté mi tía. Yo no lo recuerdo y el resto de invitados pueden estar perfectamente compinchados. Sí, es mejor que el misterio permanezca porque si alguien ve el vídeo dentro de cincuenta años no tendrá más remedio que creer que con quien estoy bailando es con Pantagruel.

¿Qué pasa por mi mente en esos momentos? Seguramente poco. Me dejo llevar por la juerga y por una premisa que descubriría mucho más tarde: “Baila, no dejes de bailar mientras suene la música”. Intento no dejar de hacerlo, especialmente con la música que no me termina de convencer. Soy consciente de que ese movimiento es la única forma de llegar a buen puerto. Creo de verdad que ese día comienza para mí el problema entre la ficción y la realidad. Lo llamo problema pero para mí es una bendición: me ayuda a salir a la calle a diario.

Ese hallazgo vital me ayuda a comprender que lo que ahora veo no es pasado ni presente: es ficción. En el momento en el que uno graba la realidad y la ordena aquello deja de ser real. Si tienes delante de ti un mar de realidad pero echas una sola gotita de ficción, por pequeña que sea frente a la inmensidad del océano, aquello acaba convertido en ficción. Lo mismo pasa con los recuerdos y con la memoria. Forman parte de la ficción porque les damos forma. Y eso es maravilloso.

Esta gente a la que ahora veo a través de una grabación que tiene 26 años ya no existe. No tiene nada que ver con la biología o con el paso del tiempo. Si aquellas personas se hubieran sentado a ver el vídeo al día siguiente de la grabación, la ficción habría seguido su curso igualmente. No se reconocerían. Y eso está bien.

Es muy llamativo observar cómo la gente se relaciona con la ficción. La mayoría, con indiferencia. Los pequeños con temor, porque no acaban de comprender que ahora los códigos desaparezcan. Alguien atraviesa la cuarta pared. Eso merece una explicación. Mi yaya (la madre de Pantagruel) nos observa desde más cerca, disfrutando del baile. Ella es de las que no participan en la ficción pero de las que disfrutan viendo cómo los demás sí lo hacen. En una escena anterior mi abuelo Tomás me coge en brazos y se tira al suelo con todos los niños y con el monstruo. Creo que dice algo así: “De esta salgo en todas las revistas”.

Él entendió perfectamente el código. Se pasó la vida saltando entre la ficción y la realidad. Nunca supe si las historias que me contaba eran reales o no. Lo importante es que tenían verdad. Tan pronto me señalaba una cueva y me decía que él allí se había enfrentado a unos lobos como me bajaba a una zona de arbustos debajo de su ventana para decirme que íbamos a buscar felinos. Claro, eran gatos. Para mí era toda una aventura.

No me sucede nada que no le pase a muchas otras personas pero no por ello lo dejo de valorar: no sé vivir fuera de la ficción y eso significa que la cultura tiene un peso importantísimo en mí. Los libros, el cine, el teatro. La radio, sí. También. Simplemente, tengo suerte. Tuve suerte. La vida me siguió dando lecciones en las que la realidad tenía un tono demasiado oscuro como para mirarla de frente. El rodeo que da la ficción me ayuda a contar todo lo que pasó. La canción tenía toda la razón. Si le das la vuelta al revés a la vida puede ser muy divertida. Merece la pena cultivar la mirada más allá de lo evidente.

Las imágenes que veo de mi segundo cumpleaños no forman parte ni de la realidad ni de la ficción. Simplemente, son verdad. Y son verdad porque hay amor. Y con esa herramienta me siento preparado para cualquier cosa. Para bailar con cualquier monstruo (en la ficción y en la realidad). Esa verdad me hace sentirme un privilegiado. No sería el que soy hoy sin ese baile y sin el amor que hay en esa terraza. Sigue intacto.

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