Minako Yoshida: El Monstruo Funk de Tokio

Para muchos aficionados al funk o al Rnb, el City Pop siempre ha estado ahí para nosotros como una lejana música de fondo. Una exótica rareza que combinaba Pop, Rnb, Disco y todo lo que estaba en medio, y de la que nombres como Toshiki Kadomatsu solían ser nuestra referencia de más fácil acceso.  Pero desde hace unos años, el creciente interés en occidente por la música japonesa de los años 80 ha provocado una interesante avalancha de reediciones. De entre todas ellas, puede que recopilatorios como la serie Pacific Breeze de Yosuke Kitazawa en su Lights In The Attic Records, supongan ahora mismo el más cómodo punto de acceso al “género” para cualquiera. Sin embargo, y a pesar del boom actual, nunca está de más recordar lo inútil que puede resultar el realizar una lectura resumida y etnocentrista de una música creada en un marco cultural y económico muy concreto.  “Ver nunca es suficiente” solía decir el filósofo zen Daisetsu Teitaro Suzuki y en este caso, escuchar tampoco.

Frente al modelo de asimilación español, que podemos resumir en añadir la palabra flamenco, un gorro de cordobés y un traje de folclórica andaluza al referente cultural foráneo que queramos adaptar, Japón siempre ha sido capaz de incorporar a su cultura con éxito y dignidad todo aquello que ha querido. ¿Su secreto? Puede que, como dijo una vez Paul Schrader “en Japón todo se incorpora culturalmente con una finalidad”. Nada es casual para un japonés. Si algo les interesa se apropiaran de ello, lo moldearán siguiendo sus cánones y lo devolverán a occidente convertido en algo raro, único y siempre fascinante.  Y el cómo los músicos japoneses acercaron su oído a la música negra de baile de los 70 y 80 no es una excepción. Así que, dando por sentado todas nuestras limitaciones como observadores occidentales, nuestra aproximación a la obra de alguien como Minako Yoshida  ha de ser siempre cuidadosa y a priori, lejana.

Cuentan que Yoshida fue descubierta en el instituto a finales de los años 60 por Haruomi “Harry” Hosono -futuro líder y co-fundador de Yellow Magic Orchestra – y Takashi Matsumoto cuando todavía eran miembros de Happy End, una de las grandes bandas pioneras del Pop Japonés. Ellos se convirtieron en sus primeros mentores, animándola a iniciar una carrera como músico y compositora, más allá de tocar percusión en el aula de música de su colegio. En 1973  firma un contrato de grabación exclusivo con Alfa & Associates y desde entonces hasta 1983, cuando concluye  por fin su compromiso, se pasa diez años lanzando música, cantando, tocando  y girando sin descanso junto a referentes de la música japonesa como Tatsuro Yamashita, Kunihiko Murai o incluso Ryūichi Sakamoto. No estamos tan locos como para pretender analizar la inabarcable carrera de una artista todavía en activo en este pequeño espacio. Pero si lo suficiente como para detener nuestra mirada en Monsters In Town (1981, Alfa Records) el más “negro” y funk de todos sus álbumes que lanzará además, en el año de la que muchos consideran primera gran explosión del City Pop japonés.

A finales de los años 70 Minako encaraba la recta final de su contrato en exclusiva con Alfa. Tras permitirse el exotismo de grabar en Los Ángeles su Let’s Do It (1978) junto a músicos de sesión tan célebres como Greg Phillinganes o Wah Wah Watson, su siguiente álbum Monochrome (1980) inaugura la nueva década poniendo en evidencia su deseo de tomar por completo las riendas de su propia música.  En 1981 Yoshida  está ya  al frente de todo aquello que le permite su contrato y en Monsters… la veremos encargarse de casi toda la producción musical, parte de la instrumentación e incluso del diseño de la portada. En ella Minako estrenará sus célebres trenzas – un evidente guiño a la música negra y en particular, a Patrice Rushen- mientras da color a un lienzo con el paisaje urbano de Nueva York, para resumir en una sola imagen todo el concepto del disco.

Llegado este punto no está de más recordar que para los japoneses los “géneros” no cumplen la misma función que para un occidental. Si el cine japonés se ha dividido de manera tradicional en tan sólo dos géneros dependiendo del período histórico en el que fuera ambientado (Gendai Geki / Jidai Geki), con la música resulta todo todavía más confuso. Durante los años 60, el japonés medio llamaría folk a cualquier música que tuviera voz – incluso a bandas de Pop y Rock “americano” como los Happy End que mencionábamos más arriba- y desde mediados de los 70 por algún motivo, todo pasaría a ser considerado Jazz.  Yoshida no escapó a estas etiquetas a lo largo de su carrera,  a pesar de que, como ella misma suele recordar, jamás le haya interesado lo más mínimo ni una cosa ni la  otra. Así que más vale ser cautelosos a la hora de colgar alegremente una etiqueta tan heterogénea como la de City Pop a un disco como Monsters…. Por poner un ejemplo evidente, su sonido poco o nada tiene que ver con el de coetáneos como Akira Terao – hijo por cierto,de Jukichi Uno, un conocido actor japonés con el que os habréis topado en La Vida de Oharu de Mizoguchi o en Onibaba de Kaneto Shindo, entre otras muchas-  que con sus aires de improbable galán iba a dar el pistoletazo de salida ese mismo año al gran boom del “género urbano japonés” con algo tan kitsch como Reflections (1981, Express). Al contrario que Terao, Minako no beberá del easy listening ni del Bubblegum-Pop blanco anglosajón, sino que se mantendrá fiel a los códigos de la música negra de baile para extraer  todo lo que necesita y convertir Monsters In Town en banda sonora de la extravagante vida nocturna del Tokio de aquellos años.

En el Japón de los principios de los 80 la música sale a la calle, y lo hace en el sentido más literal gracias a la fiebre del Walkman y los radiocassettes portátiles. Yoshida se apoya en Tatsuro Yamashita – uno de los músicos y productores fundamentales en el futuro desarrollo comercial y sonoro del City Pop- para atrapar esta idea y hacerla fluir en tracks como “Town”, auténtico terremoto sonoro que reproducirá el ajetreo y el vértigo de la vida urbana apoyándose en una increíble sección de cuerda dirigida por el violinista Takashi “Joe” Kato, o locuras P-Funk como Monster Stomp, con una sección de viento a cargo de Yashuaki Shimizu capaz de sostener la mirada sin dudarlo a las Horny Horns de Fred Wesley y Maceo Parker.  Dos uptempos que le harán ganarse el sobrenombre de “Reina del Funk” en las calles y clubes de Tokio, pero que sin embargo, no deben ensombrecer a Slow Jams como Lovin’ You, una gozosa balada de alcoba – de nuevo con el apoyo creativo de Yamashita- que añade toneladas de sexualidad a esa faceta intimista que ya había enseñado en su anterior Monochrome (1980, Alfa), o a homenajes al Ryhthm and Blues más clásico como ese Knock Knock que cantará a dueto con el bajista Akira Okazawa. No deja de ser curioso el comprobar hoy como Yoshida se disponía a inscribir lo japonés en la parte más dura del Funk en pleno hundimiento del fenómeno disco en Estados Unidos, justo a la vez que al otro lado del mundo, unos italianos llamados Kano se disponían a hacer lo mismo con su New York Cake (1981, Full Time Records) desde una perspectiva europea. ¿La diferencia entre ambos? Mientras el objetivo de Kano siempre sería lograr producir un álbum de música negra tan perfecto que pudiera hacerse pasar por americano, el de artistas como Yoshida nunca será otro más que lograrlo sin perder un ápice de su “yo” japonés.

Pero seamos sinceros, ¿Una japonesa con trenzas haciendo P-Funk y Slow Jams? Si nos guiamos por las coordenadas actuales del mundo occidental, es probable que muchos vean en alguien como ella la pura definición de la apropiación cultural.  Sin embargo, como decíamos un poco más arriba, nada es casual para un japonés. Siempre fieles a aquel viejo lema Meiji de Wakon Yosai – espíritu japonés, sabiduría occidental-, los japoneses han incorporado en cada momento de su historia reciente todo lo que han necesitado para producir, crecer, consumir o, como ocurrió durante los años 80, simplemente divertirse. Con Monsters In Town Yoshida halló la cuadratura de un círculo que todavía hoy parece casi imposible: hacerlo “urbano”, “negro”  “americano” y  “japonés” a un tiempo. Para ello no necesitó cantar en inglés, pero tampoco disfrazarse de folclórica, ni tirar de los tópicos más manidos de su cultura. Se limitó a recoger la esencia de ambos espacios culturales y combinarlos para crear algo tan radicalmente nuevo, diferente y excitante como la sociedad japonesa de aquellos años. No estaría mal que alguien tomara nota, por la parte que nos toca.

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