El Reggaeton está gentrificado…¿Quién lo desgentrificará?

Como término, el reggaeton hace tiempo que se ha convertido en un significante que no sólo sirve para incluir de manera difusa y perezosa a todas las vertientes de la música urbana latina, sino también para referirse a buena parte de los miedos y recelos que genera la cultura popular latinoamericana en la burguesía hispanohablante. Hoy, tras casi 30 años de historia, el género permanece todavía establecido como una suerte de mal inevitable. Un ente extraño en el interior de una industria que comienza ahora a encontrarle acomodo en los circuitos de consumo masivo.

Su historia nos la han contado muchas veces. Cuando a principios de los 90 aquella rareza inocua que era el reggae en español desembarcó en Puerto Rico, aquel fenómeno comenzó una lenta mutación hasta convertirse en lo que hoy conocemos como reggaeton. Desde entonces hasta comienzos del siglo XXI, momento en el que se produce su explosión masiva y definitiva, el principal problema con el que se encontró la industria fue su incapacidad tanto para integrarlo en el mainstream -dado el inevitable componente racial y social que incorporaba su discurso- como de hacerlo desaparecer del mapa.

Para la alta burguesía de San Juan, en su mayoría blanca y de origen español, aquel reggae en español era sinónimo de negro y barrial. Como género, incorporaba la parte afroamericana de la cultura puertoriqueña pero muy lejos del amable y colorido folclorismo cultural que siempre se había exportado desde la isla. En las urbanizaciones de clase media, muy en contacto siempre con las referencias del mundo anglosajón, los jóvenes habían abrazado la explosión grunge y todas las derivadas que surgieron a su rebufo. Así, frente a la influencia del rock americano entre las clases acomodadas, se encontraba un fenómeno transnacional, negro, marginal e hipersexualizado que, a pesar de todas las alambradas de espino, no tardó en rebasar los límites del gueto en el que se intentaba encerrarlo. Su irrefrenable popularidad provocó la necesidad de asimilarlo primero, y poco después, de intentar controlarlo; un primer paso fue el de aligerar su fuerte componente racial, que no tardó en diluir lo negro o mixed, pasando a ser considerado un fenómeno transversal en lo étnico. Este cambio de discurso e incluso, de percepción, ejemplifica para muchos el primer proceso de gentrificación sufrido por el género; sin embargo, y viéndolo con la perspectiva del tiempo, puede que sigan ganando a los puntos los que lo consideran un simple cambio natural fruto de su contexto, el de las porosas fronteras étnicas existentes entre las clases populares latinoamericanas.

Lo que ocurrió después es una historia que seguro, no hace falta contar de nuevo en detalle. En el primer lustro del 2000 el reggaeton pasó de ser un fenómeno emergente observado con un mezcla de curiosidad y recelo por parte del establishment, a ser considerado uno de los futuros motores de una industria discográfica que mostraba sus primeros síntomas de fatiga ante la llegada de internet. Las crónicas de aquellos años cuentan como corría de despacho en despacho una famosa estadística de Nielsen Soundscan, que comparaba el fatídico descenso de ventas de discos durante el primer tramo de 2005 -de hasta un 8 por ciento- con el llamativo incremento de un 18 por ciento en las ventas de música latina. El boom latino era, al menos a nivel estadístico, un hecho irrefutable. Y a rebufo de este pico de interés, el género urbano encontró por fin su hueco incluso en lugares tan inhóspitos como el ultraconservador imperio de Univisión. Sin embargo, y aunque las expectativas eran muchas, los resultados fueron en realidad escasos. La denominada explosión latina se quedó en una simple mascletá, y la música urbana asumió de manera tácita una vez más su rol secundario en el juego, regresando a su estado natural en los márgenes del mainstream latino.

Como era inevitable, durante todo este viaje de ida y vuelta el reggaeton fue coleccionando enemigos en numerosos frentes. Por un lado, el de los propios aficionados latinos al Hip Hop y la música urbana, que siempre observaron con recelo su popularidad. Por otro, el de los los sectores más conservadores y de izquierdas , que siempre coincidieron en rechazar su declarada vulgaridad, sexualidad y nihilismo. Y por último, el de los colectivos asociados al feminismo burgués tradicional, para quienes se convirtió en uno de sus punching balls favoritos. Como vemos, todos estaban de acuerdo en lo mismo: el considerar al género la peor amenaza contra esa dictadura de la seriedad y la dignidad que impone la burguesía a las clases populares desde tiempos inmemoriales.

Desde luego, si hablamos desde una perspectiva de género y europea, no hay duda: el reggaeton es un género machista, y lo es por pura definición. Negarlo, sería ignorar la realidad del contexto social, cultural e histórico en el que nace, evoluciona y se ha desarrollado hasta nuestros días. Y aunque pueda resultar paradójico, es precisamente este hecho el potente imán que ha ido atrayendo a sus plateas a colectivos que hasta hace poco hubieran huido despavoridos en dirección contraria. Y es que el reggaeton, con su rocoso machismo, su supuesta crudeza y todas sus obsesiones estéticas, ha entrado ya a formar parte de ese patrimonio intangible, casi emocional, al que acude una sociedad acomodada en busca de estímulos nuevos, excitantes y sobre todo, auténticos. Desde hace unos años, el proceso de apropiación está resultando modélico; no faltan en escena por supuesto los burgueses neobohemios que, como bien advertía Sharon Zukin en su Gentrification: Culture and Capital in the Urban Core, son el primer síntoma de que el cambio ha comenzado. Resulta obvio que para muchos de ellos, el género no es muy diferente de ese barrio marginal al que acuden a comprar cupcakes ecosostenibles para celíacos. Un espacio antaño denostado por el establishment burgués, pero que hoy quieren revalorizar por su carácter prohibido y transgresor. No es casualidad por ello, que esto se produzca de manera muy especial en lugares ajenos a la cultura caribeña.

Si nos remitimos a España, resulta revelador el acudir a la conocida periodista y activista feminista June Fernández. Hace unos años convirtió en más o menos célebre esta frase : “Si no puedo perrear no es mi revolución”. Con ella venía a decirnos que se puede ser una firme feminista y a la vez lanzarse al desenfreno reggaetonero. En su blog Mari Kazetari llegó a explicarnos hace años el porqué su interés en el género y desde luego, dejaba lugar a pocas dudas “La imagen de feminista que perrea rompe los esquemas, y eso me mola, así que la exploto” (sic). Aquí y allá no ha sido raro verla defender el género desde su peculiar punto de vista, y a la vez abogar por la creación de una escena reggaeton queer. Como vemos, su discurso responde de manera voluntaria o no, y punto por punto, al habitual esquema de apropiación-transformación de cualquier proceso de gentrificación.

Sin embargo, los resultados de esta aproximación feminista y queer al reggaeton han sido por ahora escasos. En cualquier caso, por su relativo éxito y continuidad, las argentinas Chocolate Remix suelen ser nombradas como ejemplo recurrente de lo lésbico en un género al que, como veremos, permanecen del todo ajenas. No hay más que escuchar singles como Como Me Gusta A Mí, o Lo Que Las Mujeres Quieren, uno de sus tracks más populares, para percatarse de cuál es su punto de partida a la hora de explorarlo. Y es que en realidad, con la parodia y la exageración casi bufonesca en la misma esencia de su propuesta, Chocolate Remix se limita a abrir la enésima ventana a una galería de recursos sonoros y tópicos estéticos que el género dio por superados hace más de una década. Desde su perspectiva blanca y burguesa, y como si de un moderno espectáculo de black-face se tratara, este supuesto reggaeton lésbico y feminista se ha limitado por ahora a disfrazarse y maquillarse, para parodiar con escaso gusto y desigual fortuna, la música y la gestualidad del reggaetonero caribeño medio de hace 15 años. La pobreza de su discurso sumado a la baja calidad de todas y cada una de sus propuestas, han provocado que este supuesto “reggaeton lésbico” permanezca como un pintoresco residuo de la cultura queer.

Fuera de esta escena, los biempensantes también han ido generando sus propios espacios para “perrear” con seguridad y confort. Salas como Apolo o Razzmatazz han sido de las primeras en capitalizar el exploit latino en España, y proporcionar el escenario perfecto para que los Marta y Javier de turno puedan descargar el stress que les genera su profesión liberal a ritmo de dembow. Más allá de esta caricatura de brocha gorda, resulta evidente que hay un claro componente racial y de clase en todo esto. Ni Marta ni Javier se plantearían jamás acudir a una discoteca latina o africana al uso a escuchar la misma música, pero si que se sienten atraídos por locales y eventos que, en el centro de su ciudad y como si de un nuevo Cotton Club se tratara, les ofrecen una supuesta experiencia “negra” o “latina” pero en un ambiente adecuado a la sensibilidad del español blanco medio.Pero al margen de la cultura queer o “alternativa”, en el mainstream también se ha movido ficha.

La industria ha terminado por asumir que el reggaeton es la nueva música Pop de los hispanohablantes, y su maquinaria ya se ha puesto a funcionar para ofrecer un producto que sacie esta demanda. Para tomar la decisión, esta vez no han necesitado de una fría estadística de Nielsen Soundscan. Les ha bastado con echar un vistazo a las cifras de Youtube para darse cuenta de que algo estaba pasando. La explosión creativa surgida en Colombia a rebufo de fenómenos como J Balvin o productores como Saga White Plus y Sky, supuso la oportunidad de oro para convertir al país en el perfecto campo de pruebas de una nueva escena Pop latina.

Para visualizar el éxito del resultado, podemos tomar como ejemplo a Shakira. La de Barranquilla resume en sus carnes el cambio de paradigma: de joven post-grunge de mentirijillas a Milf post-reggaetonera de no menos mentirijillas. A través de su música, las grandes discográficas han dosificado la paulatina introducción de lo “urbano” en la radio fórmula. Pero si hubiera que buscar una verdadera clave, estaría en artistas como Maluma. Su figura ha sido una de las escogidas para liderar ese “reggaeton” blanco, amable y más o menos creíble, que la industria necesitaba desde hace años. ¿Hay polémicas? Por supuesto, pero todas se quedan en casa. Al fin y al cabo, Maluma es “uno de los nuestros”. Un bad boy de familia que, como si de un Marky Mark del reggaeton-pop se tratara, aporta esa justa dosis de excitante rebeldía que todo pequeño burgués necesita en su vida. Y es que en realidad, las supuestas controversias acerca de su machismo- como el reciente y esperpéntico ataque de pánico twittero entorno acerca de un vídeo tan anodino como Mala Mía– no hay que tomárselo como más que parte del mismo juego. El de una obligada y compleja reconversión industrial que las majors anglosajonas ya sufrieron hace décadas y que hoy, la sección latina de esas mismas major, están tratando de reproducir en el mercado iberoamericano con más o menos fortuna.

Los números de las plataformas de streaming son el nuevo oráculo de las grandes discográficas, y éstas han hablado alto y claro. Las novedades musicales del urban latino garantiza clicks y reproducciones, y todo el mundo desde Madrid a Atlanta se ha dado por enterado. Esta vez la explosión latina es real, y sus daños colaterales también. Entre ellos, podemos contar las ediciones en español de google translator que The Fader ha lanzado con Bad Bunny y Balvin en su portada. También el que a alguien le haya parecido buena idea juntar a Post Malone o a Jaden Smith con Nicky Jam, que Cardi B y Tekashi 6ix9ine hayan comenzado a explotar su herencia latina, o que Tory Lanez -cual rap game Nat King Cole- se haya puesto a chapurrear castellano en Pa Mi junto a Ozuna y, que encima, nos amenace con un supuesto nuevo álbum en español (El Agua) que todavía estamos esperando. Sin embargo, a nadie se le escapa que mientras la apropiación-transformación del género sigue su curso, éste busca la manera de huir de si mismo por enésima vez. No es la primera vez ni será la última que lo haga. En 2010 la explosión del fenómeno Juan Magan y su electrolatino provocó que el mambo urbano, en donde reinaban entonces figuras como Omega, El Cata o Fuego, comenzara una deliberada autodestrucción con la clara intención de marcar las distancias entre el original y la copia. En realidad, como ocurre en cualquier fenómeno de gentrificación, los viejos habitantes del barrio se ven obligados a desplazarse ante la ocupación de sus espacios.

Y aquí es donde puede que nos toque volver al principio. Al viejo reggae en español y al dembow que, como siempre, permanecen en su sitio. Como dos tótems erigidos a la parte más pura del hecho cultural negro y mestizo del Caribe. Farruko me dijo hace algunos años que ahí estaba la verdadera esencia. Que antes o después, todos los artistas urbanos de Puerto Rico siempre se ven obligados a acudir a ella. Puede que en algo tan simple como ese retorno al principio, se encuentre la verdadera clave del futuro.

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