Memorias de una niña de pueblo

“El pasado no está muerto ni enterrado. De hecho, ni siquiera es pasado”
William Faulkner. Réquiem para una mujer

Decía Joan Genovés, tras una larga vida de la que nos legó obra y compromiso: “Cómo se ve que esta gente que escribe sobre los tiempos de la dictadura del siglo pasado no la ha vivido. La inquietud, las injusticias, el mal vivir de los que sufrimos ¿dónde quedan reflejados? La frialdad de los historiadores hace pensar que la historia, toda la historia, no fue así”.

Pero yo soy mujer, y vivo en presente; yo soy madre y, por tanto, todo es futuro; yo soy hija y he recogido la memoria; yo me hago mayor, y quiero recordar; soy historiadora, y quiero contarlo. Quiero contar la historia de una niña de pueblo y repetir sus palabras que nunca tuvieron frialdad, porque cargaban con la verdad de sus ojos en los que guardó el miedo, la angustia, la soledad, pero también el calor de un pasado que nunca enterró y que alentó su futuro.

Esta es su voz:

No me veo contándolo. No me veo capaz de ponerlo por escrito, ni de relatarlo para que alguien lo escriba.

No creo que mi vida sea una novela, ni algo especial para ponerle tapas. Solo son vivencias, recuerdos que no se apagan. Historias que he contado en ocasiones en mi casa, a mis hijos, de las que mi marido ha participado siempre, porque él también las ha conocido, resistido, sufrido y, al final, como yo, ha vivido.

No creo que las memorias de una niña de pueblo, que es lo que al fin y al cabo nací siendo, tengan más importancia que las de cualquier niño –de pueblo o de ciudad- que vivió una tragedia; que los recuerdos de cualquiera a quien alcanzó el desastre, la ruina, el hambre y la impotencia.

Solo hablo y hablo con los míos, aunque cada vez pesa más el pasado. Cumplo años, lo celebro, como siempre he celebrado la vida y todo lo bueno que llega, porque lo malo siempre está, y hay que apagarlo como sea. Por eso, nos reunimos, nos abrazamos, brindamos y aguanto cada febrero, pero vuelvo poco a poco a casa, donde se está mejor. Vuelvo a mi historia, porque fuera hace frío.

Por eso haré que hablen por mi; cederé mi voz y mis recuerdos, para que otros cuenten la historia de una niña de pueblo, que arranca cuando no hacía frio: en el calor de un verano en el que dos hermanas volvían de la prueba de los vestidos para la fiesta mayor; dos niñas, una pequeña, morenita y de ojos verdes, a la que su hermana mayor, rubia y espabilada, iba dejando atrás por medio de los caminos de campo: “¡espabila, que eres una floja y madre tendrá ya la cena preparada! ¡No sé por qué me hacen cargar contigo!”.

“El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”
Albert Camus. El revés y el derecho

Y esta es su historia:

Hacía mucho sol, la tierra polvorienta del camino entre los dos pueblos quemaba las horas de la tarde castellana, mientras Julia volvía arrastrada por su hermana, jugando, remoloneando, y quejándose de que correr tanto “le daba flato”. Ya estaba de vacaciones en la escuela y los días eran perezosos. Julia, la niña pequeña, la consentida, también era perezosa.

Mientras los chicos de la familia, ya mayores, ayudaban al padre, y las hijas casadas acompañaban a la madre en el patio a la sombra de las higueras, las dos pequeñas, Ana y Julia estrenaban ilusión. En una semana habría fiesta mayor en el pueblo. Con la santa patrona bailaban todos. Habría comidas a la fresca, chucherías, feriantes…habría toros y tonteos de los mozos por la noche.

Y este año, por fin, la pequeña de la casa, Julia, también bailaría con su vestido nuevo. Su madre les había encargado dos vestiditos iguales para estrenar a una modista del pueblo de al lado. Para Julia una batita con flores verdes, como sus ojos; para Ana la misma tela con flores azules, como los suyos.

Las promesas de alegría compartida, nueva para Julia, y de un largo verano al sol, jugando con las amigas en la era y merendando a la sombra pan con chocolate, saltaron en pedazos al entrar en casa. Esa tarde no estaban las sillas de enea en el patio; no estaban sus hermanas y los sobrinos pequeñajos en torno. Había alboroto y padre cuchicheaba con los hijos mayores: “hay que esperar a ver qué pasa… pero tranquilos… serán cuatro días y todo controlado. Me lo ha contado gente de Madrid”.

No fueron cuatro días. Fueron tres años. Las higueras en el patio murieron y las sillas de enea desaparecieron. De hecho, desapareció la casa entera, sus pocas muñecas de trapo, el cabás de madera, los cuadernos del colegio y su niñez, porque no pudieron volver. Nunca.

Huyeron con lo puesto y una ristra de niños, mientras los mayores se iban al frente. A la niña de pueblo la refugiaron en la ciudad; en una abandonada casa de señores, enorme, a la que subía en un ascensor que le asustaba, y bajaba –todas las noches- a un túnel oscuro donde no oía a las chicharras ni olía el tomillo y el espliego. Sólo oía truenos y olía el miedo.

Pero la niñez es tozuda, fuerte y combate la pena; los retales de una familia se habían quedado en el camino reseco que por muchos años no borraría las huellas del dolor. Y aún así, Julia crecía, confiaba, esperaba y, sobre todo, trabajaba.

Trabajos duros en una ciudad provinciana dura y rendida a la miseria moral y austera. Que le consumían las horas y las fuerzas –“tienes cara de acelga, hija, come un poco más”-, pero que cada domingo por la tarde, cuando salía a pasear por la calle mayor, olvidaba cuando se rizaba la oscura melena y se gustaba con los topolinos gastados y el vestido lavado y vuelto a planchar cada noche. La ciudad oscura y silenciosa, donde los soportales, la piedra y los cobertizos ocultaban la luz y atronaban las pisadas, guardaba para algunos todavía un poco de sol donde buscar la vida.

La vida. Ninguna flor puede crecer sin sol; y Julia buscaba la luz. Sus ojos verdes, enormes, ávidos, nunca dejaron de abrir persianas, cortinas, y de anhelar el aire; la claridad. Por eso, harta de corsés, rezos y penurias; harta de sabañones, cambió un buen día el sol del esparto por la luz del mar.

Dejó atrás los cobertizos, la reja de la ventana de piedra, los muros donde ella y su madre se calentaban en torno al brasero, y la niña de pueblo que estudiaba y leía por la noche y encallecía de día, se subió a un tren eterno, de carbonilla, cuando los años negros agotaban el racionamiento.

¡El mar! Nunca lo había visto, solo imaginado en las películas. La arena de la playa, la luz interminable y una vida abierta ante sus brazos.

Allí fue feliz; allí siguió trabajando; allí siguió educando y queriendo; allí siguió recordando. Y, sobre todo, allí construyó una vida de esperanza hasta el final. “La gente no es mala, hija. Sólo hay que apartarse de quien no te conviene y seguir tu camino”. Julia vivió y murió apostando por los suyos, por la vida, por celebrar los momentos y, sobre todo, insistiendo: “no odies; se vuelve contra ti”.

El sol intenso le quitó todo resentimiento. Sólo le dejó para siempre la fuerza y el calor. Es la memoria de mi madre contada sin frialdad por una historiadora. Su nombre no es Julia, y vivió la guerra.

Sólo era una niña más de pueblo.

1 thought on “Memorias de una niña de pueblo

  1. Tenemos una resposabilidad con la memoria y cada pequeña historia es un pulso ganado al tiempo. Me ha encantado

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