La idea tampoco es hacer una revolución, no se trata de invertir los papeles, no se trata de humillar a Nacho, pero quizá sí de verle disfrutar alguna tarde de estas con el sublime sexo anal que es capaz de ofrecerle una chica y su consolador. Y ni siquiera tiene que ser con el consolador patentado por él mismo.
Gabriela Wiener, en Sexografías
El primer recuerdo es breve, nítido: un culo redondo y brillante como una bombilla recién comprada recibe un masaje de parte de unas manos grandes, venosas. En la pantalla, un hombre amasa las nalgas de una mujer como si fuese un gato-bebé pletórico de mamar la lechita de su madre.
¿Por qué iba a querer alguien un masaje en el culo? Yo sabía que a la gente le dolía el cuello o la espalda, pero nunca imaginé que alguien quisiera que le hicieran un arreglo en los glúteos. Mi prima y yo observábamos aquella escena sobre el edredón de raso azul de la cama de mis tíos, mientras ellos y mis padres reían y hablaban y se contaban cosas de adultos en el salón del apartamento.
A mí nunca me dejaban ver la tele en horas extemporáneas, pero tiene que ser que a mi prima sí y, por eso, aquella vez, me llevó a la habitación matrimonial y me puso Canal 9 a las dos de la mañana. ¿Quieres ver una cosa? Encendió la tele y me quedé con los ojos abiertísimos. Después de aquella escena, mi vida no volvió a ser la misma. ¿Quieres un masaje en el culo?, me preguntó mi prima. Y yo dije que sí.
El segundo recuerdo es aún más breve y bastante más borroso: mi mejor amiga de la infancia y yo estábamos jugando en su cuarto cuando, de repente, me dijo que tenía que enseñarme algo que había descubierto en el lado del armario de su padre. Fuimos al dormitorio y, de una de las gavetas del mueble en cuestión, sacó un VHS.
La cinta tenía una imagen que me pareció, cuando menos, inquietante: un caballo con un pene enorme estaba montado sobre las espaldas de una mujer rubia de tetas mastodónticas. Más abajo, en un recuadro pequeño, la misma mujer juntaba los labios con la cuca roja y húmeda de un perro lanudo, blanco. ¿Por qué esa mujer quería chupar la cuca de un perro apestoso que parecía un pintalabios viejo? ¿No le pesaba mucho la espalda de cargar al caballo?
Ese mismo día, mi mejor amiga y yo decidimos que era un buen momento para jugar a los novios. Jugar a los novios consistía en ponerse una encima de la otra y permanecer abrazadas por algunos minutos, como dos setas aplastadas. Mientras mi cuerpo reposaba sobre el de ella, no paraba de pensar en lo que acababa de ver: yo era un caballo gigante y ella mi tetona rubia.
Más tarde, durante el primer curso de secundaria, tuvo lugar el tercer recuerdo: uno de mis compañeros de clase me propuso ver un vídeo en su recién estrenado móvil con bluetooth. En un descanso entre clase y clase, V. y los demás chicos no paraban de reírse de una cosa que estaban viendo en la pantalla de su móvil. V. me dijo que me acercara, que me iba a gustar lo que estaban viendo.
En aquella pantalla pequeña y verdosa descubrí una escena repugnante: unas mujeres vomitaban y cagaban en la boca de otra. Permanecí conmocionada durante muchos días. No paraba de preguntarme por qué alguien iba a querer que le hicieran eso. Y aún más: por qué alguien iba a querer ver ese vídeo. ¿Para excitarse?
El cuarto y último recuerdo es apacible pero extraño: estábamos en un viaje de cuarto de la ESO en Inglaterra y, desde hacía días, corría el rumor de que F. tenía el ordenador lleno de porno. Un noche, después de haber pasado todo el tiempo caminando por las calles de Londres, mi mejor amiga y yo decidimos ir a tocar a la puerta de la habitación en la que los chicos solían reunirse todos los días. Nos dejaron pasar.
Éramos seis adolescentes apestosos y nosotras. Nos sentamos en el borde una cama entre dos de nuestros compañeros y volvieron a darle play a la película. Tres mujeres muy rubias y muy tetonas, que debían ser juezas y abogadas, se metían y se sacaban sus respectivos mazos por sus respectivas vaginas, con una violencia indescriptible. Los chicos estaban calmados, como comentando una partida de tenis. De cuando en cuando reían, no les importaba nuestra presencia. El olor a sudor era como un masa densa y pegajosa. En cada esquina de la habitación había una pregunta: ¿Se habrían estado masturbando?
Después de aquel episodio, sentí que solo tenía una manera de relacionarme con el porno, o tal vez dos. La primera y más elemental: aquella que me nacía de las entrañas y que había cultivado después de años de contactos esporádicos con él: asco, repulsión, disgusto, enfado. La segunda, más tranquila y resignada, pero también más triste: aceptar que todo aquello que veía era de los hombres —de los hombres y de nadie más— y que yo nunca podría disfrutarlo, ni formar parte de ello, porque la única forma que tenía de hacerlo era desde el masoquismo (hola, Laura Mulvey).
Pero hubo un punto de inflexión. Un día cualquiera, en aquel tiempo en que creía que mi historia con el porno no podía ser otra que la del más absoluto desprecio, hablaba con una amiga lesbiana de la universidad. Comentábamos cosas sobre masturbarnos. ¿Tu piensas en algo?, le dije. Ella respondió que sí y que, a veces, no. Y que, a veces, se ponía porno. Ella lo dijo de esa manera: con una naturalidad que no acostumbro a escuchar entre mujeres, como quien se pone una peli o se lee un libro.
Ese mismo día, al volver a casa, inspirada por la conversación, hice la prueba. Busqué “cunnilingus video porno” en la ventana de incógnito. Había algunas cosas que me interesaron y decidí indagar. Empecé a repetirlo muchas veces, fui leyendo a autoras feministas, descubrí a varias directoras y actrices. La mayoría de veces, abría páginas de vídeos solo para hacer investigaciones feministas y terminaba haciéndome investigaciones. Una cuerda muy tirante que había dentro de mi cerebro se aflojó y ahí fue cuando comprendí lo que nunca antes pude comprender: el porno es como la música y las canciones de Nacho Vidal están bastante desfasadas.
Periodista, escritora y gato en mis ratos libres. Leo mucho, hablo mucho y tomo mucho café. Soy autora del libro de poemas “Mujer sin párpados (2017) y del fanzine “Primavera que sangra”. Entre otras cosas, coordino la sección ‘Equis (X): Feminismos e identidades’ de este medio.