A sesenta y cuatro escalones del resto del mundo.

Gabriel López Parra, pensionista y exferroviario, subía sesenta y cuatro escalones con una sola pierna para ir a visitarme cada vez que yo, su única nieta, enfermaba. Sesenta y cuatro golpes secos acompañados de las pausas propias del cansancio le precedían. Esa era la distancia que separaba su casa del resto del mundo. Porque el piso donde yo vivía era, en el sentido más burocrático del término, su casa. En rigor, también propiedad de su esposa, Pilar Mingot Vilapalana, planchadora, tintorera y limpiadora de hogares ajenos y propios: mi iaia.

Se trasladaron a ella tras haber reunido el dinero suficiente como para abonar tres letras hipotecarias por adelantado. Era una gran oportunidad inmobiliaria que les permitía salir del trasnochado y pintoresco casco histórico de la ciudad y trasladarse a El Plà, un barrio obrero y humilde pero con muchas posibilidades. Los muebles fueron arrastrados a pie por media Alicante, cruzando incluso la ladera de un castillo. Las crónicas de la mudanza formaron parte de la mitología familiar que, sin evitar un ápice de épica, relataba siempre mi iaia.

Algún tiempo después, la diabetes gangrenó una herida que obligó a Gabriel a deshacerse de su pierna derecha. Ese fue el precio que tuvo que pagar por haberse alimentado casi exclusivamente de plátanos cuando trabajaba en el puerto descargando la mercancía de los barcos bananeros. Lo que ganaba de esas faenas temporales intentaba ahorrarlo en su totalidad para así reunir cuanto antes el dinero necesario para el nuevo hogar. Es por eso que prefería comer plátanos a comer en bares. No es un caso excepcional. Mi iaio perdió la pierna por lo mismo que tantas veces pierden la vida los pobres.

Muchas décadas después, en el salón del piso que le costó una pierna a mi abuelo, conoció mi padre, Gabriel López Mingot, a Adriana Isabel Barceló Mira, mi madre. Una librera le había sugerido a ella que contactara con los escritores de Algaria, una revista literaria cuya sede estaba en mi casa. Es de justicia decir que, antes que a Adriana en persona, mi padre conoció y se enamoró de sus poemas. Y fue así que mi madre salió un día de casa de su abuela para pasar la tarde de un sábado en una velada literaria que duraría décadas, más que todas las que había vivido hasta entonces.

Poco más de un año después, en la sede de Algaria, a la 1 de la madrugada del 30 de octubre de 1983, mientras un Joseph Cotten en blanco y negro daba vida a El tercer hombre, yo rompí la bolsa de aguas desde el interior de mi madre. Viví intermitentemente durante más de veinte años entre sus veintiocho paredes y setenta metros cuadrados útiles. Y a pesar de que, durante una buena temporada, volví a habitar el piso siendo adulta, los recuerdos más tangibles de mi casa son, a día de hoy, los de mis años infantiles.

El vecindario se fue adaptando a los nuevos tiempos y a las extravagancias ajenas, restándole importancia a los ruidos intempestivos, las localizadas áreas fétidas y los intermitentes ladridos humanos. La longevidad era una zona común que quebrábamos unas pocas familias. Se fueron sucediendo, por tanto, las inevitables pérdidas. Las más por causas naturales y una por causa voluntaria. Una tarde en que la señora Josefa escuchaba hablar a sus hijos sobre su futuro cercano decidió que noventa años eran demasiados cómo para oír determinadas cosas, así que se fue al balcón y, literalmente, echó a volar.

Al igual que sus habitantes, la casa se fue transformando con el paso del tiempo. Pero, de entre todos sus rincones, solo hubo un lugar que permaneció a salvo de las múltiples reformas a las que mis padres la sometieron: el armario empotrado del anémico pasillo. Una bocanada a aire concentrado y añejo es lo primero que viene a mi mente cuando lo evoco. Para abrirlo tenía que introducir en su cerradura dorada una llave de metal dentada de apariencia distinguida, con la que siendo niña fantaseé mil veces. Solía imaginar que era la llave a un jardín secreto en el que el tiempo se había detenido.

Pero no era ese el único espacio en el que fabulaba con otros mundos. El salón estaba presidido por un sofá que fue cambiando a medida que mis padres conseguían mejores trabajos. Podría decirse que constituía el mejor indicador de nuestra posición social. Fuera cual fuera el modelo del momento, yo imaginaba que era un lago de arenas movedizas del que sólo podría salir viva si lograba recorrerlo atravesando un camino de cojines transmutados en rocas parlantes.

Mi casa se encontraba en el portal número siete de una enjuta travesía que cambió de nombre para borrar del callejero a un fascista y colocar en su lugar a un músico del barrio llamado Moisés Dàvia. Era un piso pequeño de tres habitaciones y un baño en miniatura, ubicado en un tercero sin ascensor, que fue vendido hace más de diez años por una cifra ridícula. Pero volver a verlo se ha convertido para mí en una pertinaz obsesión.

Ahora que ya no habitan este mundo ni mi padre ni mis abuelos, regresar supone evocar la felicidad de mi infancia perdida. Volver a casa es para mí una necesidad casi física que, a pesar de las dificultades, no contemplo del todo imposible. Mas teniendo en cuenta el glorioso precedente: mi iaio, cada vez que yo enfermaba, era capaz de subir sesenta y cuatro escalones con una sola pierna. Cómo resignarme yo a no volver, conservando ambas.

3 thoughts on “A sesenta y cuatro escalones del resto del mundo.

  1. Me ha encantado, cautivadora, con una historia humana increíble, y que nos da una lección de vida.Fabulosa Esther López Barcelona.

  2. Me ha llegado a lo más profundo del alma este relato que evoca tus orígenes y tus raíces, Esther.
    Muchos de nosotros tenemos historias de la infancia diferentes, pero paralelas a la tuya,- la mía transcurrió en la postguerra una época mucho más dura y oscura en el barrio de Sra Cruz -, pero no tenemos ni tu fuerza ni tu profunda capacidad narrativa.
    Me gusta mucho tu prosa. Un beso

  3. El precioso relato de Ester,me aproximan a los de mi penosa infancia juventud de posr-guerra.Descrito con sencillez y lleno de humilde dinidad y tambien de sano orgullo.Me ha gustado.

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